Torcuato, la promesa
¡Qué risa nos causaban al principio los bruscos cabezazos de Torcuato, nuestro flamante hermano menor! Los varones, orondos, creíamos notar en su torpeza la evidencia de un brío exuberante. Las nodrizas, no obstante, carentes del más mínimo humorismo, con las narices rotas, con los ojos morados, prorrumpían en llantos y lamentos, proferían improperios irreproducibles (propios de su raza aindiada), renunciaban al amamantamiento de la criatura y se marchaban raudas, una tras otra, jurándole demandas judiciales fantasiosas a Don Cornelio, nuestro abnegado padre, quien aún festejaba los sacudones espasmódicos de su tierno retoño.
A las pocas semanas, sin embargo, la jocosa expresión de Don Cornelio trocose en inquietud absorta: con tanta rotación de amas de leche —porque no había nodriza que soportase semejante riesgo traumatológico— Torcuato se nos desnutría a ojos vistas. He de aclarar, llegado a este punto, que la puericultura propugnada por los varones Ibargoyen Alvarilucea aborrece las succiones incestuosas de la moderna lactancia materna; jamás se nos hubiese ocurrido echar mano de los lácteos conductos de nuestra bienamada madre para criar al benjamín. A tales fines sirven, por escueto salario, con sus pechos colmados, las toscas aborígenes paridas.
Y así, faltos de amas, en un fraterno esfuerzo, inexpertos pero resolutos, decidimos turnamos diligentes, día y noche, para alimentar a nuestro hermano con la mamadera de cristal de Bohemia, reliquia ancestral de la familia, aun a riesgo de que la rompiera, porque ya era patente que Torcuato padecía alguna anomalía innata. Pero no hubo manera de encastrar la tetina entre sus labios, morados por el llanto; a cada cabezazo contundente el monstruito nos pringaba de bovina leche y agrias (aunque escuetas) regurgitaciones. Y si procurábamos calmar sus toscas ansias, sirviéndonos del chupete —usábamos aquél de nuestros bisabuelos, babeado por generaciones—, tras fallidos intentos temerarios, el pobre engendro conseguía al fin sacárselo de la boca y encajárselo después, a los golpes, en un ojo, en una oreja, mas nunca nuevamente en el orificio de partida. Hasta que, por esas iluminaciones de la Providencia, que aprieta pero no ahorca, don Cornelio, nuestro sagaz padre, que siempre repetía que no hay mal que por bien no venga, tuvo la brillante idea de encomendarle al talabartero familiar una brida de cuero que ajustaba mamadera y chupete (alternativamente) al marote infantil.
Solucionado el engorde del inepto lactante, los meses subsiguientes transcurrieron sin mayores sobresaltos. Hasta que intentó moverse por sus propios medios. Al comienzo reptaba. Más tarde aparecieron sus estrafalarias conmociones, ese abigarrado maremágnum de miembros superiores e inferiores. Y al tratar, divertido, de adquirir la bípeda postura humana, parecía un caballo encabritado, emitiendo relinchos disonantes, mejor dicho, rebuznos. ¡Qué calamidad motora! Soportar su evolución cinética por la finca solariega fue, resumiendo, un martirio sin par, una tortura. Después de que trizara tres vitrinas antiguas y toda la porcelana de Sèvres en exposición, después de que rompiera a patadas y cabezadas involuntarias todos los balaustres de la noble escalera de roble que llevaba a las alcobas superiores, después de que partiera la mesa del comedor, testigo de tanta comilona ilustre, no hubo más remedio que obligarlo a usar casco a toda hora, y forrar ángulos y aristas de la casa con tapicería de jackard importado, rellena de mullido caucho, para que rebotara sin herirse. Aunque esas medidas desesperadas representaron apenas una solución parcial. ¡Cuántas mucamas terminaron enyesadas, al interceptar irreflexivamente los itinerarios azarosos de Torcuato!
Así como se mide el crecimiento de un infante tallando incisiones en el marco de una puerta, a nosotros nos regocijaba constatar con cariño el aumento incesante de los sucesivos cascos que protegían la maltrecha testa de la criatura; hasta dispusimos dichos cascos en una estantería, lejos de miradas maliciosas, a un costado del tambo, cual si fuese un museo familiar. Fue un hito memorable forrar también por fuera los modelos más elaborados, con un capitoné muy elegante, evitando no solo contusiones al engendro, sino también a seres y a preciados enseres circundantes.
¡Si en esta república jurídicamente atrasada estuviese permitida la eutanasia, cuántos sinsabores nos hubiésemos ahorrado! ¡Cuánto no gastó Don Cornelio, nuestro pródigo padre, en los especialistas más renombrados del país y hasta del extranjero, para determinar su mal y colegir una cura que, años después, ya supimos imposible! ¡Fortunas dilapidadas en Torcuato Olegario!
¡En cuántas ocasiones los expertos, en la casa solar, confidenciales, sin hallar solución (a pesar de sus gruesos honorarios), no habrán visto a la bestia desdichada tratando de ponerse por su cuenta aquel pantaloncito primoroso de exquisito casimir inglés, o aquella camisita almidonada de batista, para luego rodar a tumbo suelto sobre los parqués y las alfombras, enredadas las piernas, anudados los brazos, azorados los ojos!
Para qué abundar en ulteriores peripecias. Por ejemplo, la primera cabalgata en pony, de luenga tradición familiar, terminó en una internación de tres meses, y hubo que extender abultados donativos a enfermeros, médicos y personal de limpieza para que ocultaran la desgracia al periodismo. O cuando Don Cornelio, nuestro generoso padre, sin poder resignarse, le compró una bicicleta para que hiciera deporte (¿o sería su inconfesable motivo que se rompiera la crisma de una vez por todas?), y terminó con los dedos del pie izquierdo tronchados por los rayos de la rueda delantera. Ni hablar del obsequio peregrino de aquel monopatín, después del cual tuvo que regalarle, además, una silla de ruedas.
¡Qué fatídica afrenta, qué ignominia oprobiosa a nuestra estirpe, la torpeza supina de Torcuato! ¡Los Ibargoyen Alvarilucea, jockeys apolíneos de egregio garbo ecuestre, eximios jugadores de pato, de rugby, de críquet, de bádminton, de bridge! ¡Si hasta nuestras mujeres ensartan las olivas del martini con gracia angelical, munidas de esos pinchos pintorescos de plata labrada!
Finalmente, humillado mas perseverante, don Cornelio, nuestro ocurrente padre, mandó construir un galpón espacioso alejado del casco de la estancia, por poner a resguardo la integridad física de la bestia y de terceros; también por retomar, sospecho, sus visitas de pares estancieros, como si el oprobioso infante no existiese. Pudo retirar entonces los guardacantos de jackard para que la mansión volviera a su esplendor perdido. Si se oían chillidos horrorosos durante las veladas varoniles de habanos y bebidas, Don Cornelio aducía un chancho enfermo, de hormonas alteradas, que trotaba afligido por los campos.
El galpón era un paralelepípedo de chapa, bajo frondas umbrosas, de cincuenta por diez, revestido de caucho en su interior, con un baño, una cama, una mesa y dos sillas, elementos forrados de igual forma con la misma goma. Una sola vez lo visitamos, al inicio; después ya desistimos, porque frente al llamado irrenunciable de sus tripas, siendo tan furibundos los espasmos, la bestia no acertaba nunca, y el efecto era hediondo. Varias veces por día dos peones, con botas y mandiles impermeables, entraban a la construcción extravagante con mangueras gruesas de bombero y aseaban baño y niño al mismo tiempo. Y evitando cubiertos y cristales, cuatro veces al día, dejaban a la puerta su comida. Y a veces lo veíamos, de lejos, mejillas y cabello embadurnados con papillas, saltando y rebuznando en las praderas. Sólo lo encerraban con candado cuando había visitas en la casa.
Y otro fin del galpón fue lograr su instrucción elemental sin que se expusiese en sociedad, como hubiese ocurrido en una escuela. Entonces Don Cornelio, dispendioso, contrató institutrices, aquellas de mejores referencias, francófonas y anglófonas, por cierto. Así, a sus seis años, las educadoras sucesivas entraban valerosas al galpón en su misión alfabetizadora. Muy ilusionados le cedimos a Torcuato nuestros viejos útiles escolares, que atesorábamos con añoranza.
No resultó fácil. Don Cornelio tuvo que indemnizar a Miss Westinghouse cuando su ojo derecho quedó ensartado en la punta de un lápiz Faber-Castell legítimo; igual, fue culpa de ella, porque ya le habíamos prevenido a Miss Westinghouse, antes de que se quedara tuerta, que no se aproximase demasiado a los útiles del monstruito cuando éste los empuñaba. Se le requisaron a partir de entonces los lápices, las reglas, hasta los cuadernos; recuerdo todavía la hemorragia casi terminal de Mademoiselle Larousse, tajeada con los cantos de unas hojas filosas de cuaderno. Nunca sabremos si por esta falta de elementos didácticos o por tara congénita, Torcuato no aprendía nada. Finalmente, Don Cornelio sentenció impertérrito que no hay mal que por bien no venga y dio por concluida para siempre la enseñanza formal del benjamín, después de que Madame Eiffel, a pesar del caucho, quedara cuadripléjica: la irritante lección de acentos ortográficos franceses había generado la estampida iracunda del inculto.
Con el tiempo nos fuimos olvidando de aquel ser que vegetaba aislado en su galpón o que merodeaba por allí, trompicando feliz por las praderas, sin que nadie lo tuviese en cuenta. Nos costaba aceptar que Don Cornelio siguiera malgastando nuestra herencia, procurándole aseos y comidas, aunque él aseverara, con fe ciega, que el bruto benjamín redundaría en una utilidad futura. En parte perturbado por esta obstinación de nuestro padre, y en parte por la formación requerida a todo individuo de mi rango, decidí emigrar. Pasé una década completa de mi juventud estudiando diplomacia y bellas letras en las mejores universidades de Europa.
Cada tanto me llegaban cartas refiriendo estrafalarios accidentes: la araña de caireles de media tonelada que se había caído justo cuando Torcuato pasaba por debajo, a corcovos y tartamudeos insensatos —nunca quedó claro qué hacía allí en la casa—; el incendio del galpón cerrado con candado; la comida envenenada, sin que se conociese jamás al responsable; el hachazo violento al cuello, error del capataz, cuando lo pusieron a cortar leña junto al engendro, de casualidad atado a un árbol. Pero a mí me tenían sin cuidado esos eventos que narraban mis hermanos, porque al fin y a la postre Torcuato salía ileso, una inmunidad encomiable que, derrotados y exhaustos, tuvieron que reconocerle.
Luego de esa década en el exterior decidí retornar a nuestros latifundios para ejercer mis nobles profesiones en un país tan necesitado de cultura. Durante mi ausencia, para mi sorpresa, Don Cornelio, nuestro admirable padre, había urdido otro de sus planes sorprendentes, haciendo de la necesidad virtud.
Torcuato Olegario Ibargoyen Alvarilucea era candidato a presidente por el Partido de Renovación Democrática (PRN), fundado y financiado por Don Cornelio y sus pares, y tenía grandes chances de llegar a la primera magistratura de la República en los comicios que se avecinaban. Con su torso sujeto por un arnés oculto bajo sus sobrios trajes oscuros. un diseño exclusivo de nuestro fiel talabartero, peroraba indescifrables discursos de campaña. Parecía que la plebe adorara su excentricidad, confundiéndola con la promesa mesiánica de un líder que iba a sacar al país de sus crisis recurrentes, de una vez y para siempre. Tomaban las sacudidas sorpresivas y violentas de su cabeza (no había modo de atársela sin que se notara) por indignación social, y con solo entender, entre el fárrago de frases ininteligibles, algunas palabras clave que Torcuato había aprendido finalmente de memoria (no sin años de esfuerzo), y que deben constar en todo discurso que arrobe a las masas, los votantes se rendían hipnotizados.
Don Cornelio, eminente estratega del linaje, sentado en su sillón hereditario, habano y vaso en mano, repetía jocundo que no hay mal que por bien no venga, que lo que no mata fortalece y que, felizmente, había llegado la hora de recuperar tanta inversión.
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Torcuato, la promesa (cuento)
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