Entrevistas a escritores. Suscribite a nuestro canal de YouTube: https://youtube.com/@ediciones.diotima? ... dTydxLKeWr
Ver aquí los libros más votados del catálogo de Ediciones Diotima: https://www.diotima.ar/catalogoVot.php

Desaparecido

Administrador
Mensajes: 3

tataperezeta, Jue Dic 14, 2023 9:04 am

El diario entre sus manos rezaba: “Ladrones de tumbas: un grupo de delincuentes saquearon en la madrugada varios cajones y lápidas en el cementerio local”: El detective Diderot sintió el hastío en su boca, en una bocanada de cigarrillo enmohecido por el tiempo que aún flotaba en el ambiente mañanero de aquel bar donde siempre parece de noche, ya que el sol se choca con las desteñidas cortinas cerradas. Y en aquel lúgubre rincón, el detective que repiqueteaba sus dedos contra la madera de la mesa mientras sus ojos seguían las letras negras de las noticias y fue a sacar del bolsillo su atado de puchos, o la cajetilla como le gusta decir a aquel extraño descendiente francés, pero recordó que ya hace tiempo no se permite fumar en lugares cerrados y volvió sus tamborileantes dedos desde la mesa del bar donde repiqueteaban hasta levantarse sobre su cabeza llamando al mozo y tráigame un café, por favor.
Mientras pasaba por allí el Cura Estrada, también asiduo visitante del bar por las mañanas y de desayuno conjunto con Diderot ara discutir sobre los temas de la actualidad y la eternidad. Pero allí fue a sentarse sobre la silla de un humilde pino barnizado que estaba en frente del detective, mientras el mozo se retiraba para ir a buscar el pedido, retrocediendo sobre sus pasos le preguntó al padre si quería algo, lo mismo que el señor respondió en el momento preciso que dejaba su campera sobre el respaldar, mostrando su sotana, y desde su asiento husmeó el titular del diario donde Carlos Diderot, el detective, había dejado abierta sus hojas:
- Lo que la gente hace para sobrevivir en tiempos tan difíciles. Andar robándole a los muertos, que Dios los perdone.
- Por lo menos estos no pueden ofrecer resistencia. No creo que haya caídos en ese frente- replicó Carlos, con ese humor negro que le gustaba relucir.
- No diga animaladas amigo. Hay gente que sufre. No sólo aquellos familiares de las tumbas profanadas. Seguro los ladrones también tienen sus sufrimientos, tal vez hayan tenido que satisfacer alguna que otra necesidad imperiosa, porque qué más se puede hacer con un poco de cobre.
- ¡Ay, Padre! –dijo el detective estirándose hacia atrás-, usted sí que tiene una mirada bastante particular de las cosas. Digo…para estar adentro de la Iglesia, con razón lo mandan a estas ciudades de mala muerte. Seguro se lo buscan sacar de encima.
- Hijo, es la voluntad de Dios la que determina donde debo evangelizar. Es cierto que hay hermanos que se han desviado de la prédica del Santo Padre y en vez de hablar a los corderos prefieren juntarse con el lobo. Allá ellos, yo creo que mi tarea es otra.
- Ya lo creo, por eso es mi amigo si bien me sabe ateo…Gracias a Dios –y rió estruendosamente mientras el Padre Estrada lo acompañaba con una sonrisa que aprovechó su mano para acomodarse los anteojos sobre la nariz-. Ahora, sabe Padre creo que detrás de estas líneas se esconde algo, tengo el presentimiento de que hay algo que no se está contando. En esta analogía de corderos y lobos, sabemos que los diarios son de los segundos.
- Usted, hermano, me está queriendo decir que se va a meter nuevamente en los embrollos que suele meterse –dijo el cura mientras pasaba su mano por la calva frente-. Yo no veo allí más que gente desesperada ante una crisis social palpable e inminente. Creo que usted se está preocupando en buscarle un pelo al huevo, amigo.
- Padre, usted se podría sorprender de la cantidad de patas que tiene un gato si uno se las busca en serio.
En tanto la investigación policial no tenía grandes avances. Para ellos sólo se trataba, como lo decía los diarios de un hurto común y corriente. El detective Diderot llegó a la comisaría para sacarse algunas dudas que tenía sobre el caso. Cuando lo vieron entrar, los policías que estaban atendiendo al público empezaron a esconderse uno detrás del otro, escapándose de la tenacidad que el detective siempre les demostraba en sus ideas y de la agudeza que penetraba en sus preguntas, tanto que parecían pequeñas agujas que se iban clavando en la frente del entrevistado como dardos, hasta derrumbar toda su postura, toda la personalidad, hasta hacerlo sucumbir en sus preguntas.
Pero las respuestas que consiguió de aquel grupo de uniformados no fueron satisfactorias para él. “Miré, señor Diderot, no se trata más de lo que se ve y de lo que se ha dicho por los medios, no creó que quiera usted quedar tan en ridículo por un par de placas de cobre que se llevan de un cementerio. Creo que no vale la pena que se quede investigando por estos lados. Ya ha sido corroborado por el único testigo del caso, el sereno”, dijo el policía que se animó a enfrentarlo mientras las piernas le temblaban por lo bajo y se le entrecortaba la voz en la nuez de Adán.
-¿Por qué tanto nerviosismo Oficial? Acaso no están seguros de lo que me están diciendo. Cree, acaso, que esas son pruebas suficientes.
- No, no es eso señor –respondió el joven oficial de forma despectiva-. Sólo que creo que no vale la pena que ponga en juego su reputación por acá. Creemos que es caso cerrado.
- ¿Cerrado?- preguntó en un grito eufórico-. Si yo pongo juego mi reputación es porque ustedes juegan con la verdad.
Y salió dando media vuelta, poniéndose su sobretodo sobre el hombro y dando un portazo al salir. Sus pies iban casi tan rápido como las ideas en su cabeza, que buscaban un plan que le permitiera demostrar lo que él pensaba de los hechos que ocurrían en el cementerio. Iba masticando bronca entre sus dientes, ante la insolencia demostrada por los policías que parecían reírse a sus espaldas cuando el golpeó la puerta, o al menos esa la idea que se le había quedado clavada en la sien.
Hay que ir al lugar de los hechos, pensó para sus adentros y enfiló rumbo al cementerio. El silencio sepulcral de las tumbas no se rompe ni cuando el sol golpea sobre los epitafios y los panteones. No más que un par de viejas visitando a sus amigas o a sus amores y el ruido de los tacos lejanos sobre las baldosas de la entrada hasta que se perdían por el camino de tierra. Y de nuevo el silencio más absoluto que se pueda encontrar en el ámbito terrenal. Solo escuchaba sus propios pasos que recorrían aquel laberinto de lápidas y de cruces pero nada podía divisar. Una tímida cinta de policía demarcaba el lugar donde habían desaparecido aquellas placas de bronce, pero la cinta, olvidada, se había cortado y flameaba al son del viento que penetraba, frío, los oídos y los huesos. Carlos decidió ir en búsqueda del sereno que era el único dato que tenía la policía. Allí volvió sus pasos hasta la puerta de entrada, donde estaba el puesto de vigilancia. El sereno se encontraba sentado con las piernas apoyadas sobre la mesa y los ojos cerrados que roncaban al son del viento. El detective golpeó con sus nudillos sobre la mesa, pero el sereno no se mosqueó en sus sueños. Volvió a golpear y nada. Hasta que lo zamarreó de un brazo. Y pataleando y braceando en el aire, cuál nadador olímpico en pileta de natación, el sereno despertó perturbado de su siesta.
- Disculpe señor –mientras se paraba de su asiento-, es que estos últimos días han sido bastante largos y el sol suele darnos más tranquilidad por estos lados.
- No tiene que disculparse. Sólo espero que no cuide de esta manera el cementerio porque si no toda la teoría de los saqueos que tiene la policía se viene abajo. Usted es su único sustento. Disculpe, el señor Diderot –mientras estrechaba la palma de su mano.
- Lo sé. Y de lo que le dijo la Policía, doy fe. Sólo que usted entiéndame, con el recorte de presupuesto, soy el único sereno que han dejado. Uno no puede estar despierto las 34 horas, todos los días. Siempre las mañanas son el mejor momento para dormir…¡Ah, disculpe! El señor Zanón –mientras devolvía el saludo en un apretón de manos.
- Sólo quiero que usted sepa, si da un falso testimonio va a tener tiempo de dormir, cuando sus huesos vayan a dar detrás de los barrotes de la cárcel ¿Está seguro de lo que testificó frente a la policía?
- Sí, señor – pero su reboleó de ojos dio cierto aire de titubeo.
- Está dudando –respondió agresivamente Diderot golpeando la mesa-, está dudando señor Zanón. Usted no me da ninguna garantía en su testimonio, así se cae todo el proceso.
- Disculpe, Diderot. No es dubitación, es el cansancio que me tiene a maltraer. Vea usted que debería estar despierto 24 horas al día. Se lo repito porque esto es insostenible.
- Ya lo creo, no lo molestó más. Sólo voy a pedirle su número de teléfono, si puede ser.
Y el sereno se lo anotó en un papelito a mano, que estirándola se lo entregó. Hasta luego don Zanón, y partió con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, abatido de no haber encontrado nada de lo que buscaba.
El siguiente día parecía más oscuro que de costumbre en el desayuno del bar. El silencio se adueñaba por largos momentos de la mesa compartida por Diderot y el Padre Estrada.
- Conoce usted al sereno del cementerio, Padre. Me parece que no es hombre de fiar. Lo vi en sus ojos que trataban de rehuir de los míos cuando le preguntaba sobre el asunto de los saqueos de las tumbas, buscaba un lugar donde desviar su mirada para no mirarme mientras respondía.
- Zanón es un buen hombre y un buen cristiano. No creo que le haya mentido, hermano. Más bien creo que usted está monotemático. Yo diría que roza la monomanía, Carlos. Le pido cambiemos de tema así se tranquiliza mi alma ante tan preocupante estado en que lo encuentro.
Y Diderot no pudo más que revolver el café, levantar la taza y perder su cara detrás de ella, bebiendo en sorbos la amargura de encontrarse solo con sus ideas. Ni su amigo, el Padre lo encontraba en esta como aliado. A tal punto que empezaba a verlo como un obsesivo. No pudo más que darle la razón y cambiar el tema de conversación.
- ¿Qué piensa de la reconciliación, Padre?
- Siempre es bueno el reencuentro con el Señor, el respeto con los hermanos y…
- NO, padre –le cortó Diderot-, hablo de la reconciliación que dice la Conferencia Episcopal.
- ¡AH! Yo no tengo nada que ver, no voy a defender a los que usaron a Dios para matar.
Y en la mesa no quedó más ruido que el de las cucharitas sobre las tazas. Estrada apuró el último trago de café sobre sus labios, hasta mañana hermano.
Los días habían sido grises y quietos, a Diderot le gustaba decir que estos días son los más parecidos al ojo del huracán, cuando más parece que nada sucede, bien que las cosas se van desenmarañando en sus pequeños movimientos hasta descubrirse frente a nuestros ojos como una verdad revelada. Vio que tiene cosas de buen cristiano aunque se crea ateo, amigo Carlos, le gustaba bromear al cura Estrada cada vez que escuchaba aquella frase. Que quiere mi buen amigo, es la matriz, en el fondo soy un buen moralista y hasta creo que por eso hago este trabafo- y reía a carcajadas retobadas.
Hasta que una de esas mañanas, la más iluminada de aquella temporada, tanto que hasta en el eterno bar nocturno parecía que habían llegado las primeras luces del sol, aunque con una timidez que parecía ir pidiendo permiso. Un ruido de unos tacones tronaban desde la entrada, que hacía cada vez más inaudible la charla entre los dos amigos que estaban sentados en la mesa de siempre y se hamacaban con su cuerpo sobre la mesa para escuchar lo que el otro tenía que decir. Pero el ruido de los zapatos se hacía cada vez más fuerte, hasta que de pronto se detuvo. Y recién fue allí cuando el detective Diderot levantó la cabeza mientras con la mano hacía señas hacia el Padre Estrada para que hiciera un alto en la discusión, atraído como por una fuerza gravitatoria que se sentía desde los ojos tímidos que los penetraba parados en aquellos zapatos humildes y zaparrastrosos.
- Disculpe, usted es el señor Diderot -dijo la señora que miraba fijo la madera de la mesa como si la mirada se hubiese perdido en ese infinito y las mejillas que se sonrojaban al son de su propia vergüenza.
Carlos asentó con la cabeza mientras sus labios se quedaron inmóviles, atornillados como su cuerpo contra la silla. El Padre se quedó petrificado con los ojos clavados en la palma de la mano del detective Diderot que le señalaba que parara. La señora hizo retumbar los zapatos dos veces más, en breves pasos hasta quedar apoyada al borde de la mesa.
- Soy Juana, la esposa de Zanón, el sereno del cementerio. Un gusto. – y agachó su cabeza en sentido de congratulación hacia los dos amigos que no tardaron en responder.
- ¿Qué la trae por aquí señora?- respondió el detective mientras intentaba buscar aquellos ojos perdidos que buscaban el piso.
- Mi esposo se ha perdido. Hace unos días que no aparece por la casa. Una de las últimas personas que me dijo que lo vieron fue usted, Señor Diderot.
- Disculpe señora –respondió con cierta arrogancia el detective-, pero no trató cuestiones de separaciones. Bien podría buscar para ello un psicólogo de parejas o un abogado experto en mediaciones.
- Me temo que se está equivocando –dijo Juana con tono de enojo-, no creo que sea una cuestión de pareja y me insulta al nombrarlo. Creo que tiene que ver con el saqueo de tumbas y sé que usted está siguiendo ese caso. Podría hacer la denuncia a la Policía pero creo que ellos lo están encubriendo. Así que usted que se granjea de ser un buen detective ¿Cree que puede ayudarme o mejor me voy a buscar una psicóloga para hacer terapia con mi pareja desaparecida?
El detective tragó saliva y levantó las manos pidiendo disculpas por su exabrupto. La invitó a tomar asiento y se quedaron un tiempo allí, hablando sobre las posibles causas de la desaparición de Zanón. Hasta que el sol afuera en su cénit ya no daba luz en el bar que oscureció y Juana se levantó de su silla pidiendo permiso, se me hace tarde; estoy a su disposición para lo que necesite doña Juana; sé que usted está siguiendo este caso, todos creen que es un simple robo de placas, Diderot, yo no creo que sea así, tampoco lo creía así mi querido Zanón y miré lo que está pasando; por qué no me lo dijo cuando fui a charlar con él, lo hubiera podido ayudar: ya le he dicho señor, las presiones son más grandes de lo que cualquiera puede creer, ahora si me disculpa; estamos en contacto señora, vamos tras los pasos de este caso.
Ahora, Padre, sigue creyendo que se trataba de un simple robo de placas. Quizás haya tenido usted, amigo Diderot, un poco de razón, pero hasta ahora no tenemos ninguna certeza de que este hecho se contacte con aquel otro, más que la duda de Juana. Es verdad, pero deme el beneficio de la duda y volvamos al cementerio. Vaya usted, yo tengo que ir a la Parroquia a dar la misa, manténgame al tanto de que vaya aconteciendo, hasta luego señor Diderot. Así será, Padre Estrada, hasta mañana.
Y en seguida, el detective Diderot encaminó sus pasos nuevamente hacia el cementerio. Hasta el puesto de vigilancia. Golpeando con sus nudillos a puerta tres veces, dijo permiso y siguió su camino hacia adentro, la cabina estaba vacía, pero la radio prendida daba señal de que el nuevo guardia andaba dando vueltas. Esperó unos minutos, mientras revisaba el diario del día que se encontraba sobre la mesa. Notó que el robo de tumbas ya hacía rato que no era noticia para los medios. Se preguntó si quizás el caso tenía la importancia que él le daba, sino eran más bien cabos sueltos que no lo iban a llevar a ningún lado e iban a poner en jaque a su reputación. Al cabo de unos minutos y cansado de esperar, volvió a dejar el diario sobre la mesa y salió a recorrer a los alrededores. A través de los caminos del cementerio pudo divisar a un señor que estaba reponiendo las flores maltrechas, limpiando las malezas y reacondicionando los caminos que seguían los visitantes para llegar a las tumbas que querían llegar. Se le acercó con un paso parsimonioso pero con una respiración agitada, por su cabeza pasa la idea de que se jugaba mucho en esta visita. Cuando estuvo lo suficientemente cerca rompió el silencio, siempre el más cercano al absoluto, que acompaña a los cementerios para dirigirle la palabra:
- Disculpe, estoy buscando al nuevo sereno. ¿Es usted? – mientras las manos en los bolsillos de su Montgomery disimulaban un nerviosismo que lo avergonzaba de su amateurismo y le hacía temblequear las manos.
- Si, señor, un gusto. El señor Parras –y se puso de pie para estrecharle su mano sucia, llena de tierra que le hizo dudar a Diderot por un segundo el sacar las suyas del bolsillo pero al fin terminó en un apretón- ¿En qué puedo servirle, señor?
- Ah, sí, Diderot, un gusto. Miré yo buscaba al anterior sereno, el señor…
- Zanón- le interrumpió rápidamente Parras mientras tomaba un trapo que había dejado encima de una lápida vacía, donde la placa rememoraba los restos mortales que allí descansaban pero ya no estaban, profanados.
- Si, al señor Zanón –asintió con las palabras lo que venía acompañando con el vaivén de la cabeza.
- Ya no trabaja más acá. Sólo sé que lo trasladaron. Por eso es que estoy acá trabajando, lo estoy suplantando.
- Claro, eso lo sabía. Pero nadie sabe dónde lo trasladaron.
- La verdad es que yo tampoco –y se paseó la mano a medio limpiar por la barbilla, pensativo-. Nunca lo pregunté-. Sólo me dijeron que se trataba de un traslado y ocupé su lugar.
- Entiendo. Bueno, gracias Señor Parras. Voy a tener que seguir mi búsqueda por otro lado.
- Lo acompaño hasta la entrada, justo estaba yendo para el puesto de vigilancia. Me cuesta acostumbrarme a un trabajo tan solitario, voy a aprovechar su compañía por un rato.
Y ambos encaminaron sus pies hacia el ingreso del cementerio. Carlos iba incómodo por aquel interminable silencio que lo acompañaba al lado y éste parecía disfrutarlo. El camino se hacía eterno como la muerte que parecía acercársele en aquel nudo en el estómago que llevaba pensando en que no había sacado nada en limpio y la cabeza perdida en el horizonte que no le permitía pensar un tema de conversación.
De pronto vio al costado del camino una pequeña elevación de tierra que se notaba recién removida. Instintivamente, llamó la atención de Carlos que no podía quitarle los ojos de encima y probó con sacarse las dudas.
- Disculpe Parras ¿Qué es esa pequeña montaña de tierra que asoma aquí al lado del camino?
- Hay varias de ellas en todo el cementerio –dijo Parras mientras señalaba a sus espaldas-. Son tumbas sin cruz ni ninguna señal. Representan a lo que nosotros llamamos los “parias”, son aquellos muertos que nadie reconoció y así se les dio entierro.
- Este es ve que ha sido bastante actual. Diderot señalaba la tierra removida.
- Probablemente…-y volvió al silencio.
Cuando el sol moría en el horizonte con su nacarado ambiente crepuscular, Diderot volvía a su casa aletargado, pensativo. No había sido un día para nada productivo. Pronto posó su cabeza sobre la almohada, pensando en el destino de los parias y las tumbas saqueadas. Y Zanón, Zanón y su silencio. Carlos se hacía un ovillo sobre sí mismo y daba vueltas por la cama hasta desnudar el colchón de sábanas y cubrecamas. Hasta levantarse con los ojos apesumbrados de no haberlos podido pegar en toda la noche y el cansancio por todo el cuerpo como un yunque que le caía sobre los hombros y le obligaba a arrastrar los pies. Hasta la puerta y el frío del picaporte entre los dedos que, cuando abrieron la puerta, una carta cayó de la hendija que se hacía entre ésta y el marco de allá arriba. Le rebotó en la cabeza y en su malhumor de noche de desvelo, puteó a las cuentas que de seguro tenía que volver a pagar. Pero pronto pudo ver que no se trataba de eso. Sólo un sobre había caído sobre su cabeza, sin remitente ni nada escrito por fuera, aún con sus llaves en la mano, usó una de ellas para abrir el sobre bien pegado. Allí un papel sin ninguna nota de tinta encima y una mosca, sólo una mosca muerta pegada con cinta. Sin entender muy bien lo que quería decir este mensaje, lo dobló y lo guardó en su bolsillo para mostrárselo al Padre Estrada y discutir sobre que podía significar este mensaje.
Pero el Padre nunca llegó a la mesa del bar aquel día. Carlos ocupaba su mesa de siempre, sintiendo el peso del sobre en su bolsillo, y ya el café se enfriaba frente a él. Y los ojos que seguían los pasos de quienes caminaban por la vereda, pero ninguno que entraba al bar y menos el Padre. Empezó a sonar una melodía que le vibraba sobre el sobre en su bolsillo y metiendo la mano, sacó el celular que rápidamente atendió y se lo llevó al oído.
- Carlos, soy el Padre. Hoy no voy a poder ir al bar. Es más me están trasladando a La Rioja. Salgo en un rato. Te acordás lo que me dijiste que por hacer lo que hacía me mandaban a lugares de mierda. Bueno, me parece que esta vez son bien grandes.
- ¿Qué me estás diciendo? –respondió desde el otro lado
- Que tenías razón esto no es un simple robo de plaquetas de bronce t que creo que por seguirte es que me mandan a la concha de la lora.
- Padre mantenga la compostura. Igual nunca entendí como un hombre con sus ideas podía estar ahí. La Iglesia es bien conservadora.
- Ya se lo he dicho, hijo. Hay pastores que tienen olor a oveja y otros que le entregaron el rebaño a los lobos.
- Ya lo creo – sonrió irónicamente y apuró sus palabras-. Padre ¿Sabé algo de los parias del cementerio?
- Hay gente que hace tiempo está detrás de eso. Hablé con Carlota Estrella. Amigo me tengo que ir, sepa disculpar esta despedida. Pero parece que la tormenta se viene fiera. Hasta pronto.
- No se haga drama padre. Ya vendrán tiempos en que podamos volver a la rutina. Hasta entonces. Suerte en sus nuevos pagos.
Y Carlos respiró profundamente aquella soledad de bar con su lúgubre olor a cigarrillo húmedo que intentó ahogarlos en un sorbo del café amargo ya frío, y las páginas del diario en busca de alguna noticia del caso, pero nada. La noticia había caído en el fulgurante olvido de la velocidad mediática en apenas una semana. En seguida levantó sus pasos tras las huellas de la pista que le había dejado el Padre Estrada, buscaba direcciones que lo llevaran hasta Estrella Carlota. Pero no encontró más que la página en una red social de la asociación de familiares de desaparecidos, de la cual formaba parte. Masculló su suerte, revolviendo las ideas de su pérdida de habilidad en la búsqueda de datos, no podía creer que él, detective de toda la vida, tuviera como única opción que dejarle un mensaje privado. Sin muchos ánimos de respuesta, volvió su celular al bolsillo cuando llegaba a su casa. Y la inmensa soledad del cuarto vacío lo abrumaba de preguntas sin respuesta y el robo de tumbas que ya no tenía ni pies ni cabezas. El único testigo fuerte que seguía sin aparecer y la nueva persona que no tenía forma de comunicarse. La angustia de no poder resolverlo que se iba convirtiendo en la sal de aquel arroz blanco que se había hecho sin ganas para el almuerzo que en dos bocados llenó el estómago cerrado y los pies arrastrados hasta la cama a la hora de la siesta. Los ojos se cerraron en su cansancio y se dejó llevar por el sueño taciturno. Que se rompió rápidamente por el sonido de su celular, no era la melodía que él le había puesto como despertador, lo dejó medio desconcertado cuando se levantó sobre su cuerpo, mirando hacia todos lados hasta darse cuenta que era una llamada a su celular. Lo alcanzó de un manotazo con su brazo estirado y, atendiéndolo, lo llevó a su oído y denotó su voz dormida. Desde el otro lado le preguntaban si conocía a un tal Evaristo Estrada, que por lo visto parecía ser cura; Carlos agradeció la aclaración última, la verdad no recordaba el nombre del Padre y respondió afirmativamente. Le dijeron que lo llamaban a él porque era el último contacto que había llamado a su teléfono ya que no encontraban a ningún familiar, es que el señor Estrada tuvo un accidente y ha fallecido, nuestro más sentido pésame señor. Y Diderot que del otro lado se refregaba los ojos buscando en ello una forma de desperezamiento o, más bien, tratando de volver a la realidad y qué me está diciendo. Si señor Diderot el cuerpo llega a la ciudad en unas horas, tiene que dirigirse a la morgue pare hacer su respectivo reconocimiento. Y de nuevo esa pesadez sobre los hombros, a la angustia de la soledad y la persecución de la locura, ahora se le acercaba la cercanía de la muerte y su invasivo olor a azufre que contaminaba el ambiente. Y volver a vestirse, y los pasos cansinos y cansado, hacerse la idea de ver el cuerpo del Padre pálido e inerte, seguro él estaría feliz con sus merecidas vacaciones en el cielo, bien ganado que lo tenía, pero yo que no creo, yo que tengo que creer en este momento ¡Oh, mi Dios!
De pronto se escucha el sonido de los nudillos sobre la madera que provenía de la puerta y a quién mierda se le ocurre venir a molestar en estos momentos. Mientras tomaba el picaporte entre sus manos puteaba entre dientes. Pero, Juana. Y ya no se sintió tan sólo en su tristeza. Juana estaba parada allí frente a él y Carlos que le dijo si podía acompañarlo que tenía una urgencia; y Qué paso señor Diderot; un accidente Juana, acaba de fallecer el padre Estrada y las lágrimas que hacían fuerza para contenerse en los ojos y Juana que se llevaba las manos a la boca y no pudo más que darle un tímido abrazo al detective que intentaba demostrar su fortaleza.
Una vez en la morgue los dos esperaron en la recepción y venimos a ver al Señor Estrada; Sí, por acá por favor y les enseñaron el camino hasta un cuerpo desfigurado por el impacto pero que aun claramente demostraba ser el Padre Estrada. Al detective Diderot las lágrimas se le cayeron por la mejilla, aunque se pensaba acostumbrado a la muerte por su permanente trabajo sobre ella, las balas no son iguales cuando pican cerca; Juana que se le anudó la garganta y posó la mano sobre la espalda del detective en señal de apoyo pero no pudo desatar el nudo para decir palabra de aliento ni nada, lo acompañó en su silencio. Y de nuevo interrumpió el trabajador de la morgue para que reconociera los bienes que tenía encima el difunto y sólo le mostró el celular, las llaves, una billetera casi vacía y una carta. Luego de lo que había acontecido en su casa, esta fu la que más despertó curiosidad en el ánimo de Diderot, entonces fue lo primero que agarró y abriéndola entre sus dedos, sacó una hoja vacía que sólo contenía una mosca muerta. La misma carta recibió mi marido el día que desapareció, dijo Juana. Y todas las certezas cayeron sobre la cabeza de Carlos que metiendo la mano en su bolsillo sacaba la misma carta, pero esta vez la que él había recibido. Juana mirando ambas moscas muertas y rememorando lo que había ocurrido con su Zanón, rompió en llanto. El círculo se cerraba y le pisaba los talones a Carlos y a Juana.
El detective Diderot tomó el teléfono que tenía un mensaje en la red social que le pedía que fuera a la cabina pública de San Lorenza y Belgrano para hablar más tranquilo a las 16. Miró el reloj, eran las 15 45, no era más que a la vuelta de donde se encontraban, no iban a tener mucho problema. Es que Señor no confiamos en los teléfonos personales nos parece que la mayoría están pinchados- le dijeron del otro lado, sólo llamamos de teléfono público a teléfono público, no le vamos a decir más que Mitre 782 a las 17. Y siguieron su acongojado camino pero esta vez extremando sus cuidados. No vayamos caminando porque estamos muy visibles, nos pueden atacar por cualquier flanco, dijo Carlos. El llamado tan cuidadoso como raro, los había perturbado. Es verdad, tomemos un taxi, respondió Juana. Sí, pero al Padre Estrada lo mataron en un auto. Capaz era más fácil porque era su auto en un taxi puede que no se den cuenta.
Se subieron al primer auto que pasó para dirigirse a la dirección establecida. Allí en un lugar que parecía un estacionamiento una gran cantidad de gente dando vueltas y una señora desde un escritorio que gritó:
- Señor Diderot, por aquí por favor. Soy la señora Carlota Estrella, sé que usted me está buscando.
- Sí, quiero saber que saben ustedes de las tumbas de los parias en el cementerio. He estado investigando sobre los saqueos y creo que tienen conexiones.
- Claro que sí –dijo mansamente la señora, mientras los dedos en sus manos iban formando una esfera sobre la mesa, tocando yema con yema, como si fuera a explicar todo el asunto en un simple movimiento-. Nuestra organización hace años que viene investigando esas tumbas porque creemos que allí se encuentran los restos de los desaparecidos no identificados.
- Fosas comunes –interrumpió Juana.
- Fosas comunes –Replicó Estrella-. Así que en cualquier cosa que puedan ayudarnos serán bienvenidas siempre hay cosas por hacer. Ahora estamos organizando una movilización que va a terminar allí, en el cementerio, pidiendo que se destapen las tumbas comunes, queremos saber quiene son los “parias”, porque si bien pueden no ser los desaparecidos que nosotros buscamos, son otras personas que mueren en el olvido y sin identidad.
- Miré señora –Cortó por lo sano Diderot-, muy loable lo que hacen pero yo sólo quiero aclarar el caso de Zanón y saber por qué robaban las tumbas. Ya esto de meterme en cosas políticas y organizar marchas no son cosas de un detective profesional.
- Usted por sí sólo –respondió Estrella sin perder la calma que mantenía esa esfera entre sus dedos-, usted por sí sólo no puede más que resolver un par de simples crímenes, no desmontar un plan sistemático, o usted se cree que la desaparición de Zanón no es parte del plan porque filtró la noticia a los medios, o usted se cree que lo del Padre Estrada fue un accidente, y va a ser tan inocente de no pensar que van detrás de sus pasos, señor Diderot, por atreverse a investigar algo que no debería. Si un plan sistemático de desaparecer gente no es político, digáme usted qué es.
Y Carlos metió la mano en el bolsillo, sacó las dos cartas con sus respectivas moscas muestras. Se quedó mirando a Carlota que perdía a su vez la mirada en aquellos extraños mensajes que yacían allí sobre su escritorio. Se hizo una pausa en el tiempo tan corto que pareció una eternidad. Hasta que Diderot se animó a romper el silencio.
- Uno lo recibí yo esta mañana, el otro lo tenía el Padre en el bolsillo y Zanón recibió un mensaje igual el día que desapareció. Digame usted cómo lo sabe y por qué no se meten con ustedes, así como se metieron con nosotros.
- Lo sabemos porque hace diez años que seguimos estos casos y no una semana en que alguien cree que tiene la varita mágica. Lo sabemos porque nos empuja el dolor de la pérdida y el amor a nuestros seres queridos, como puede sucederle a Juana. No lo hacemos por alimentar nuestro ego. Usted vaya a resolver quién robó una billetera, que para enfrentarnos a esta maquinaria perversa estamos nosotros, porque somos la medusa griega que le cortan una cabeza y nacen dos, tres, miles. En cambio, si usted muere hoy, quién va a continuar su trabajo mañana. Por eso es más difícil que se metan con nosotros, entiende.
- Yo me quiero sumar a ustedes –dijo Juana sin titubear un segundo, mientras Diderot perdía sus ojos en el infinito del escritorio, atónito ante las revelaciones que se le habían hecho, se levantó de golpe sobre su silla y mirando a los ojos a Carlota afirmó- Yo también ¿Qué se puede hacer?
Los dos se avocaron a la organización de la movilización. Juana se sumó a la asociación de familiares de detenidos-desaparecidos y Carlos acompañó la convocatoria, ocupando un espacio en la difusión, aprovechando todos los contactos que había cosechado durante sus años de detective. El día de la movilización había llegado, se esperaba que fuera masiva, lo más masiva posible. Era la única manera de que a Justicia no le pudiera sacar el cuerpo al pedido de la asociación de abrir la fosa de los parias.
Las columnas se iban acumulando en el punto de concentración desde horas bien tempranas. Los ánimos de los organizadores estaban exaltados. La adrenalina corría por la piel de Carlos que no quería dejar ningún detalle al azar. En eso se dio cuenta que faltaban las cintas para reforzar las banderas y pegar los carteles. Salió corriendo al kiosco de la esquina. Detrás de él venían repiqueteando los borceguíes sobre el asfalto. Dos policías que se lo llevaron.
Juana llegó hasta Carlota antes de arrancar la marcha, nadie sabía dónde estaba Carlos. Carlota con la cabeza fría pero el corazón latiendo fuerte y la sangre a punto de hervir, metió el brazo de Juana debajo del brazo suyo y empezó a liderar la marcha que había sobrepasado la masividad esperada. La Justicia se hizo eco de los reclamos y pidió que se abrieran las fosas comunes y reclamó la aparición con vida de Carlos Diderot. En los primeros estaba Zanón, un nuevo desaparecido, y otros viejos que habían desaparecido por segunda vez. Carlos sigue sin aparecer.