En la sala, aumenta o disminuye velocidad ruidosamente,
marcando el ritmo de mañanas frías y noches oscuras. Con cada
puntada, el pie de Adelfa, la modista, frena o acelera la monotonía
del tiempo entre moldes, tizas, botones, cintas de algodón,
cierres e hilos, y revistas de moda.
Aquel día fue uno más, pero lo que estaba por pasar era una
resultante inesperada que no hacía imaginar su destino oculto.
Todo se fue generando desde la misma tediosa rutina.
Al despertar, su mirada se concentraba en los tirantes blanqueados
del techo alto del dormitorio. Se incorporaba desganada
y vestida. Sencillamente, se lavaba la cara en la palangana de losa
de la habitación, quedando de espaldas al espejo de su antigua
cómoda de madera color nogal, donde estaban desparramados
escasos elementos de higiene y belleza: apenas un peine y algún
jabón blanco. Nada de perfumes. Nunca pinturas de uñas, labial
o delineador, ni mucho menos, cremas.
La casa grande, blanca, era precedida por una hilera de tuyas
bien verdes, podadas al ras. La puerta principal, elevada, de color
gris, daba paso a la sala, amoblada con tres sillones de caña, tapizados
de cuerina azul. Allí mismo, en un rincón contra la pared,
estaba la Singer, regalo de su padre, para que cumpliera con el
oficio de corte y confección y con el rol de señorita de su casa.
Costurera, sin un mal paso.
La noche previa fue de mucho calor. Después de la cena con
sus padres, que eran los únicos integrantes de su familia, sacó la
máquina al frente, donde estaba un poco más respirable. Debía
entregar un vestido de novia el sábado que, todavía, estaba armado
con alfileres. Por eso, planeaba quedarse hasta muy de
madrugada.
Fue, en ese momento, donde se originó todo.
Quedó allí sola, doblada y forzando la vista por la escasa luz
de una lamparita, que la hacía fijar los ojos en el hilvanado, primero,
y después, en el pespunte a mano con la ayuda del dedal.
Manipulaba, cuidadosamente, el raso blanquísimo y unos cuantos
metros de encaje guipur. Mucha tela para cortar.
Los bichos cascarudos negros volaban, se multiplicaban y se
acumulaban por cientos y miles, buceando en esa isla de seda
y rosas de encaje. Caminaban por las paredes, trepando por su
cabellera, enredados, en medio de una espesa oscuridad que parecía
impenetrable. El silencio pueblerino aumentó su aplomo,
al punto que sólo se oía retumbar el eco metálico de la tijera,
cortando el género.
De repente, se pinchó con la aguja y succionó la sangre, que
alcanzó a salpicar la tela. Entonces, su cerebro agotado, insensible
al dolor, sintió vértigo. Sentenció, en su inconsciente, que
la tarea de coser había terminado. Había terminado esa postura
encorvada, inclinada siempre de sumisión. Transformó su ansiedad
en excitación, hasta el punto de convencerse que su vida
sin riesgo se hacía terriblemente aburrida, justificada en la frustración
de su soltería, de su no vida, de coser y coser para acontecimientos
de otras vidas felices. Sentía reprimida la necesidad
de afecto por mandatos patriarcales, ya que su padre le corría
los pretendientes apenas se acercaban a la puerta de entrada del
camino de tuyas.
Un día predestinado, comenzó a comportarse excesivamente
agresiva, como poseída por un fuerte instinto animal que la
dominaba. Ya no toleraba más las tiránicas prohibiciones en su
vida de mujer adulta, tratada como niña, y subestimada. Así fue
como decidió que tampoco reprimiría más sus oscuros deseos y
se dejó llevar por un fuerte estado de emoción violenta, porque
sentía alivio y desahogo ante tanto dolor guardado.
En penumbras, se dirigió al terreno bajo, junto a la laguna
cercana. Cavó un pozo entre los árboles que enmarañaban de
espinas y en el rincón más apartado y escondido. Regresó, luego,
con una bolsa de arpillera, llena de perros, cachorros recién
nacidos con la sofocación del calor nocturno. Arrancados de su
madre, los asfixió con la fuerza incontrolable de sus puños y los
tiró al fondo del hueco, dando un grito de venganza postergado.
Sintió el placer en sí misma, placer de sentir el dolor de otro
ser vivo. Pero, cuando estaba por echarle tierra encima, decidió
dejarlo así. Como una puerta abierta, para descender al fangoso
infierno.
Volvió serena a la casa, apenas amanecía, apretando en la
mano la bolsa vacía. Se preparó para recibir a su clienta ilusionada,
cabeza de novia. La prueba del vestido sería a las diez.
Tendría tiempo de desayunar y bañarse.
La futura esposa llegó puntual, radiante con la frescura de
sus veinte años y la distracción de la boda cercana. Se encontró
con el rostro pálido, mustio y el entrecejo sádico y cincuentón
de su modista solterona. Entre comentarios de los preparativos,
y teniendo los cuidados necesarios de la prueba del vestido, la
jovencita quedó frente al espejo ovalado. La costurera, entonces,
tomó varias medidas e hizo correcciones, ultimando detalles.
Escuchó paciente, arrodillada a veces, la planificación del viaje de
bodas y la ostentación de su inminente estado civil, creyéndose
superior, demostrando arrogancia y prepotencia.
Entonces, cuando el centímetro rozó ese cuello elegante, resaltado
en el escote de su clienta, bella y transparente, una escalofriante
sensación de insatisfacción se apoderó de Adelfa.
Sintiéndose indefensa, vulnerable, no pudo tolerar esa excitante
emoción recurrente ante su mayor miedo: a que los demás le hicieran
daño y la controlaran, sometiéndola o dominándola como
su padre. Por eso, reaccionó en defensa con las tijeras en las manos,
y sintió el poder de su oficio. La afirmación de ser ella que
controlara. La protagonista de su historia.
Esa iniciativa inacabable, de querer más y más, de recuperar
lo suyo a costa del sufrimiento de otro, anestesió su conciencia y
atacó de nuevo, experimentando en todo su cuerpo, nuevamente,
el mismo impulso emocional atávico.
Hundió, de un sólo golpe con fuerza, la yugular de la jovencita
enamorada con las dos cuchillas de acero.
Solo después de tapar el pozo, volvió a la casa. Erguida, con
un trozo de raso blanco ensangrentado, sostenido en sus pesadas
manos como garras.
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ENTREVISTA A MARTÍN KOHAN
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LA MODISTA DEL PUEBLO
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