Caramelos
Con el sonido del televisor de fondo y apretando el celular contra la oreja, Norma mira los caramelos desparramados por toda la habitación. Algunos están cerca del caracol; otros cerca de la valija; y otros cerca, muy cerca de las piernas pálidas y estiradas de Lorenzo.
—Vení, Fabricio, por favor, vení.
—¿Quién habla?
—Norma.
—¿Norma?, ¿qué Norma?
El más joven de los dos médicos desenchufa el desfibrilador y comienza a guardar los electrodos; el otro está sentado en la cama y escribe en una hoja apoyada sobre sus rodillas.
—Voy a necesitar que firme acá, señora —dice.
Norma no contesta, no escucha, tiene el celular entre las manos y los ojos ausentes, tan ausentes como se tienen los ojos cuando las imágenes son insoportablemente abrumadoras.
—Señora —dice el médico, estira el brazo alcanzándole la birome a Norma, y unos segundos después, repite: —Señora.
Norma mira el caracol, y cuando estira el brazo en dirección a la birome pisa un caramelo. El ruido es el mismo que hace un vidrio cuando se rompe en miles de astillas de esas que son difíciles de barrer.
Ahora, Norma no entra donde está el cajón. Ve desde unos metros el cristo sufriente que cuelga en la pared flanqueado por pálidas luces que simulan ser velas; ve al sacerdote que reza con una biblia debajo del brazo y un rosario de madera entre las manos, ve una mujer con la cabeza gacha y los dedos entrelazados a la altura de la panza, ve a Fabricio.
Norma no lo había vuelto a ver desde que ella bajó de la ambulancia y en la puerta del hospital, él le pidió que no entre. Que espere ahí, le dijo.
Entonces Norma se quedó sentada en los escalones y cuando el guardia le dijo que ahí no podía estar cruzó a la plaza de enfrente y esperó hasta que se hizo de noche, entonces cruzó la calle, se arrimó hasta la puerta vidriada y no vio médicos ni enfermeros, solo una recepcionista que nunca soltaba el teléfono.
Entonces, entró y fue el guardia el que le dio la noticia.
Un hombre de saco y corbata abre la puerta. Aunque trae una corona el vaivén de la puerta hace que por un segundo el olor de las flores amaine. El hombre acomoda la corona en un trípode de metal y se puede leer en letras blancas sobre un fondo violeta: Tu hijo y tus nietos.
Norma camina hasta el otro extremo de la sala y se sienta en el borde de un sillón. Cuando siente las lágrimas aprieta un pañuelo hasta que las uñas pasan la tela y entonces las siente como agujas que buscan abrirse paso, uñas agujas que presionan hasta que los dedos se vuelven rojos, hasta que se adormecen; y así, aguanta. Aunque los puños cerrados duelen, sabe que si los abre, duelen más.
Cada vez que entra alguien Norma se mira los zapatos, la punta de los zapatos; y no suelta el pañuelo.
Una mosca se para en el brazo de Norma. Después, vuela. Norma dejó los lentes en la valija pero imagina que la mosca va a volar hasta la otra habitación y va a posarse en las manos de Lorenzo. Va a recorrer los dedos despacio. Yendo y viniendo con la mansedumbre de una ola los días que en el mar no hay tanto viento.
Norma había conocido a Lorenzo hacía dos años; por Facebook.
Los dos eran viudos, jubilados.
Ella sin hijos.
Él uno. Fabricio. De un poco más de cuarenta años.
Norma y Lorenzo se veían casi todos los fines de semana. Algunas veces era él el que viajaba hasta Buenos aires; otras era ella la que viajaba a Rosario. Esas veces Lorenzo la esperaba al borde del andén, la ayudaba con la valija y cuando subían a un taxi le regalaba un caramelo. Lorenzo decía que la vida sin caramelos no era vida, y aunque siempre llevaba algunos en los bolsillos, la mayor cantidad la guardaba en un caracol enorme que estaba en el centro de la mesa del comedor. Norma decía que porque no lo llenaba de tierra y le ponía alguna planta. Pero Lorenzo decía que no, que era el mejor lugar para tener siempre caramelos al alcance de la mano. Norma decía que si alguna vez tuviera ese caracol en su casa le pondría una planta de hojas verdes, bien verdes y sin flores.
Lorenzo reía.
Norma se mira los zapatos, aprieta el pañuelo y recuerda que es la segunda vez que ve a Fabricio. La primera fue en el cumpleaños de Lorenzo. Fabricio pasó a saludar y aunque Lorenzo le insistió no se quedó a comer. Dijo que tenía que buscar a los chicos temprano y no quería acostarse tarde. Norma recuerda que ese fin de semana, Lorenzo no dejó de hablar de Fabricio. «Algún día va a traerme a los nietos y los vas a conocer», le había dicho Lorenzo mientras con los nudillos le acariciaba la pierna.
Una mujer reparte café. Y aunque le quedan tres tazas servidas en una bandeja no se acerca hasta el rincón donde está Norma que se inclina, que puede ver la punta del cajón, el brillo opaco de la madera barnizada debajo de la mortaja que se asoma por el borde.
Lorenzo, piensa. Lorenzo. El que me corría la silla, el que me invitaba a brindar en todas las comidas, el que me abría los sobrecitos de azúcar en los bares.
Norma siente las rodillas entumecidas, la cintura tensa, la boca fría y seca. Una lágrima finita rueda por la mejilla y apenas Norma siente la tibieza, cierra los ojos y la borra con el pañuelo; y cuando vuelve a abrirlos, ve la punta de zapatillas frente a ella. Fabricio. Norma lo mira con los labios pegados, con la garganta agria, con los ojos contenidos y aprieta el pañuelo, y siente las uñas clavándose en sus manos, y siente el aire espeso abriéndose paso en la nariz hasta hacer presión sin poder sumergirse en los pulmones.
—Tengo que darte algo.
—¿Para mí? —dice Norma.
Fabricio la mira. —Seguime —dice.
Norma se para. Siente los músculos de las piernas tensos cuando camina detrás de Fabricio hasta el ascensor.
Suben. Él entra primero.
Cuando la puerta se cierra, cuando el único movimiento es el de los números que van descendiendo, Norma dice: gracias.
La puerta se abre y Fabricio sale, camina unos pasos y enciende la luz. Después, sin hablar, va donde están los autos estacionados.
Norma lo sigue detrás. No mucho, apenas un poco, pero detrás.
—Gracias —repite y antes que se le escape una lágrima, Norma empuja saliva.
Fabricio saca del bolsillo las llaves del auto. Las luces de un Peugeot 3008 parpadean.
¿Habrá quedado algún caramelo adentro?, piensa Norma y se imagina revisando el caracol y encontrando dos. De menta, claro. Puede verse dándole uno a Fabricio y quedándose los dos ahí, apoyados contra el auto, saboreando la menta y hablando de Lorenzo.
Te quería, Fabricio. Tu papá te quería, piensa Norma y cuando abre la boca para decirlo una lágrima se le escapa, una gruesa que se arrastra y quema dejando el cauce para que otras la sigan.
Fabricio abre el baúl y saca una valija. —Esto es tuyo —dice.
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Caramelos
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Juan Manuel, Jue Dic 14, 2023 7:09 pm
Me gustó mucho el cuento (pobre Norma). Sobre todo, como narra desde los detalles. También dónde pone la mirada: en la actitud de Fabricio hacia esa relación que tiene (tuvo) su papá. Gracias por compartir, Cristian.