EL BOCADO
Algunos eran arrugados como cáscaras de nuez. Otros, amargos como pulpa de limón. Incluso los había pinchudos. Sí, algunos pinchaban o, peor aún, quemaban. Y sus quemaduras ardían como burbujas de lava.
La variedad de sapos era casi infinita. Y si no se veían, sospechábamos que estaban en sus escondites, dispuestos a exhibirnos su audacia.
Desde muy chicas Lucía y yo nos acostumbramos a convivir con ellos. Seres agrietados, de mirada esquiva y patas con resortes. A decir verdad, el problema no eran los anfibios, sino la regla que indicaba qué debíamos hacer con ellos. Era un mandato riguroso. Inevitable.
Nosotras lo aprendimos casi al mismo tiempo que las primeras palabras. Y pronto supimos que sólo era cuestión de tiempo: esperar el día en que alguien nos sentara en frente y lo dijera de una vez. La orden era simple: las chicas como nosotras no sólo debíamos convivir entre sapos. También debíamos tragarlos. Así sería, sin excusas ni escándalos: nuestro deber era abrir la boca grande, bien grande y deglutir.
Desde que lo supimos, varias veces creímos estar a punto de iniciar el ritual hasta que una tarde lluviosa sucedió.
El azar quiso que primero le tocara a Lucía. Ese día su tía Clivia le acercó esos ojos de búho que no conocen la ternura y una orden disfrazada de pregunta.
-Ya sabes de qué se trata ¿no?
Mi amiga lo sabía, pero Clivia no esperaba una respuesta. Sólo estiró el dedo índice y acercó su uña curva como un cuenco a las pupilas temblorosas de Lucía. Después, dos de sus dedos en pinza viajaron hacia el lomo de un sapo ancho y gris como nube de tormenta. La apelación de la tía sonó en voz alta:
-Ya es hora. Acá está. Tenés que tragarlo.
Clivia dijo lo suyo y aguardó con rígida impaciencia. Frente a ella, sentada en su silla, Lucía inventaba recuerdos con perfume a jazmín y a vainilla para alejar el asco. El momento había llegado y nada podía hacer más que apretar los párpados; abrir grande la boca y engullir el cuerpo gordo, las patas largas, los ojos como esferas de gelatina.
Lo sospeché entonces; lo confirmé después: aquel trago agitaría una desdicha espesa y una sensación de vergüenza inédita en Lucía. Razón suficiente para encerrarse en su cuarto y para quedarse ahí muy quieta, sin asomar la nariz por la ventana, ni salir al patio siquiera.
Pensé en ella. Pensé en nosotras y en nuestros sueños de vuelo alto. Y me acordé de esa tarde en la que desde su terraza elegimos nombres de heroínas para las estrellas.
Por suerte, días más tarde, cuando salí a la vereda vi el camino de números hasta el cielo recién trazado con tiza. No me extrañó demasiado. Lucía es así; fuerte; capaz de superar cualquier trago, por repulsivo que sea.
Las tardes de juego se olvidaron de aquella pausa pudorosa y volvieron. Sonreímos otra vez. Entrelazamos los dedos. Intentamos alejar la amargura.
El problema era lo que nosotras escondíamos en la garganta: una sensación con raíces poderosas que había empezado a enredar nuestras vidas y a sacudirlo todo.
Cada tanto, Lucía me miraba de reojo, con sus pestañas rubias de hada madrina para anticipar lo que ambas sabíamos. “Ya se acerca el día”, “ya te falta poco”, me decía sin mover los labios.
Ella no se equivocaba: muy pronto llegó mi hora. La diferencia fue que mi institutriz sería mamá, alguien más gentil que la funesta Clivia.
Aquel día nos sentamos bajo la sombra de los sauces viejos. Cerré los ojos. Inspiré el aire para llenar mis pulmones de ese perfume lejano que exhalaban los taquitos de reina.
-El primer bocado es el más difícil: los demás, ni se sienten– me animó mamá mientras corría la cara, así yo no veía sus ojos como ventanas salpicadas de lluvia.
Esa tarde tomé coraje y abrí la boca lo más grande que pude. Entonces experimenté ese sabor rancio que enerva la piel. Mi primer sapo se metía en la cueva de mi paladar; examinaba inquieto el interior de mis mejillas y después de unas cuantas vueltas, se deslizaba a sus anchas por el tobogán de mi garganta.
Mamá supervisó la desgracia con una espina en el pecho y otra más filosa en el corazón. Después, sin decir palabra, tomó mis manos frías.
***
El tiempo que pasó hasta ver otra vez a Lucía me resultó eterno. Cuando nos encontramos, ella besó mis ojos tristes. Sin ánimo chocamos las palmas. Nuestra complicidad era un consuelo resignado. Un ardid para ocultar la angustia honda que cada tanto se nos escurría por los bordes.
Fueron pasando los meses y nos convencimos de que era mejor aceptarlo, igual que todo eso que no tiene caso contradecir. Ella supo de algunas chicas que competían para ver quién tragaba más o quién se animaba al más asqueroso. Decidimos espiarlas y nos reímos de semejantes ocurrencias.
Esther por ejemplo, se atrevía a sapos rarísimos, deformes, agresivos. Y parecía que no corría peligro hasta que una tarde su cara empezó a escamarse y se infló como un globo. Su tez se puso verdosa y durante días anduvo dando saltos.
El caso de Greta, mi prima, fue memorable. Se estaba yendo el otoño; lloviznaba. Lucía y yo caminábamos hacia la plaza y en el camino la encontramos con el semblante desencajado. Respiraba con dificultad y estiraba el cuello, como las palomas cuando quieren descansar del cielo.
Nosotras nos acercamos para ayudarla, pero ella nos apartó con la mirada y nos empujó con los brazos rígidos.
Greta no quería ni podía separar los labios. Se negaba incluso a intentarlo. Intentar deshacerse del susodicho que estaba a punto de dejarla sin aire; sin futuro; sin esa caja de memoria en la que se guardaba quien era y quien había sido antes de llevárselo a la boca.
En ese lío estábamos, sin saber bien qué hacer ni a quien pedir ayuda, cuando una mujer llegó sin que nadie la viera. Apareció de la nada, como una visión o un espíritu. Se acercó a Greta, palpó sus brazos, la acarició con ternura, la abrazó y, de a poco, logró aliviar sus espasmos. Cuando el susto pasó, la mujer buscó su bolso y nos contó algo inesperado.
-Presten atención – dijo - y nos mostró un frasco lleno de sapos que nos espiaban desde adentro. Las pupilas de ellos y las nuestras se desafiaron.
-El último que me tragué casi me mata – confesó la mujer - No era tan grande, ni tan desagradable, pero me recordó a todos los anteriores. Fue suficiente.
-¿Y qué hiciste? – me animé a preguntar.
-Pensé; me miré por dentro. Y un día descubrí la estrategia para liberarme.
-¿Se puede? – se animó a preguntar Lucía.
- Es cuestión de intentarlo. Se trata de correr el velo que cubre las palabras. Se trata de saber sembrarlas, cultivarlas, protegerlas de las tempestades; dejarlas jugar su juego para que puedan abrir puertas y alejar los miedos. Sólo así podrán huir las frases cautivas y, con ellas, se irán los sapos. Les aseguro que saldrán despavoridos, porque comprenderán quién manda. Y después, nada de extrañarlos: que corran lejos, que salten, que rueden y se revuelquen.
Días y noches enteras masticamos el mensaje. Lo saboreamos despacio mientras renombrábamos a las estrellas desde la terraza de Lucía.
Lo mismo hicieron otras chicas. Inspiramos y exhalamos profundo unas cuantas veces. Invocamos nuestros deseos, nuestros secretos, hasta que por fin sucedió.
Primero fueron sonidos raros, ahogados. Después, sílabas enteras. Más tarde, palabras que salieron expulsadas, impacientes, flotando en hileras robustas.
Frente a nuestros ojos había palabras sombrías, amargas, ásperas como lijas, apretadas y con resabios de ironía. Palabras furiosas o repletas de lágrimas y hasta mezcladas con risas. A nuestro alrededor giraron palabras pinchudas; punzantes; cortantes, encendidas; suaves pero precisas.
Eran y no eran nuestras porque algún día las habíamos tragado al fin y al cabo. Palabras anfibias. Infladas. De ojos como bolillas viscosas, de cuerpo ancho, agrietadas y con patas saltarinas. Las vimos correr, revolotear como si tuvieran alas. Las vimos rodar y revolcarse.
Aquel rato de gloria renovó el aire.
Nuestra hora había llegado. Y algún día llegaría la hora de quienes nos habían inculcado el mandato. Ellas, casi todas, también podían lograrlo.
Lograr que los sapos salieran corriendo del susto, que rodaran por aquí y por allá hasta que quedaran unos pocos; débiles; inofensivos. Hasta que un día, de una vez por todas, dejaran de indigestarnos.
Autora: Luciana Fernández Blanco
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Cuento El bocado
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Silvina Maiuli, Mié Dic 20, 2023 11:37 am
Hermoso cuento, me dejó pensando cuántas cosas podrían ser los sapos...