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Quince minutos (cuento - concurso)

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pablojmateu, Lun Dic 18, 2023 10:37 am

Quince minutos


Subo la escalera mecánica. Por los vidrios inmensos entra el sol, la luz implacable de esta mañana. El piso blanco resplandece. La sala es enorme, con columnas de acero inoxidable. Hay filas y más filas de asientos azules, vacíos. Parece un aeropuerto. Pulcro. Sin gente. Nadie pensaría que éste es un lugar donde morirse.
La voz ronca, la tela que me cubre la boca: no me entiende. Me observa. El pantalón gastado, la campera vieja, las ojeras, las canas revueltas. Desconfía de mi aspecto —supongo—. Ayer a la mañana lo ingresó mi hermano por la guardia, después lo pasaron a la 522, le repito. La recepcionista me mira desde atrás del vidrio. Me dice que no me acerque, que respete la cinta amarilla en el piso, dos metros antes del mostrador. Quiero verlo, por favor. A mi hermano le prometieron que hoy nos iban a dejar —miento—. Señor, le informaron mal: no se permiten las visitas en estos casos. Si no puedo verlo, por lo menos que me den el parte médico. No nos llamaron, no nos informaron nada. Ya pasó un día. Parece la recepcionista de una oficina lujosa. O una azafata con barbijo. 522. Repito el apellido. Insisto. Cede con desgano: levanta el teléfono, habla, cuelga. Me dice que suba, me indica el camino.
Voy hasta el puente hermético de vidrio y acero que une los dos edificios inmensos. Camino por el túnel elevado como si flotara en el espacio, como si nadara lentamente dentro de un tubo de ensayo gigante. A los costados, grandes patios con palomas en las ventanas cerradas. Llego al otro edificio. Un pasillo. Luz artificial. Puertas, carteles, artefactos. Pasan enfermeros. O médicos. No encuentro el ascensor. Pregunto. No voy a volver a verlo —pienso—. Nunca más me van a dejar verlo. Alguien me dice: por acá, señor, y toca el botón del ascensor para ayudarme. Gracias (apenas me sale la voz). Subo al quinto piso.
Busco la 522. No encuentro habitaciones. Hay un mostrador. Vengo a pedir el parte. Digo el apellido. Señor, ¿quién lo dejó pasar? Los partes se dan por teléfono. ¿Por favor, pueden fijarse si tienen el número de mi hermano, que lo trajo ayer, y el mío, por las dudas? Los partes se dan una sola vez al día. Todavía no se comunicaron, ¿podría fijarse, por favor? El enfermero busca de mala gana en una carpeta abierta. Anota mi celular. Señor, tiene que esperar a que lo llamen: no se permiten visitas en casos sospechosos. Ya lo sé. Señor, ésta es un área protegida; tiene que retirarse cuanto antes.
Me sigue con la mirada. Regreso por donde vine. Al lado del ascensor hay una puerta de emergencia. En cuanto el enfermero deja de mirarme empujo la puerta, desaparezco. Está oscuro. Subo unos escalones. Otra puerta: la abro. Un cuarto desmesurado, una ventana con mucha luz, cajas de basura en el piso, paredes descascaradas, olor a humedad. Sigo. Otra pieza, llena de porquerías, con demasiadas puertas: elijo una. Entro a un corredor ancho y lóbrego. Al final, lejos, muy lejos, una única puerta con un vidrio opaco cuadrado, iluminado desde atrás. Hay olor a podrido. Un poco de luz por una claraboya. Alas y arrullos de palomas. El suelo está mojado: regueros de un líquido negro. Intento pisar donde está seco. Levanto la vista, observo: a los costados del corredor hay dos largas hileras de camillas: bultos tapados con sábanas sucias. Me falta el aire. Corro hasta el final.
Salgo a un pasillo vacío: otra vez la pulcritud, la luz artificial. Sigo corriendo, me ahogo con el barbijo, me lo saco. Hay puertas: 502… 504… 510. Llego a la 522. Entro.
Tengo que hacer fuerza para abrir la puerta. Un viento helado me pega en pleno rostro, me silba en los oídos. No está en la cama. Las sábanas revueltas. Los cables de los monitores arrancados de cuajo. Con su pantalón gris y su saco anticuado de lana negra, como el último día que lo vi en su casa, subido a una silla, de espaldas, intenta encaramarse a la ventana abierta, una ventana muy alta. ¡Papá! ¿Qué hacés? ¿Qué estás haciendo? Lo abrazo por las piernas, me aferro a su cadera, tironeo con cuidado, trato de bajarlo de la silla, papá, papá, creo que estoy gritando, o susurrando, no sé, el viento es muy fuerte, da vuelta la cara, la tiene llena de manchas oscuras, me mira. ¿Por qué me trajeron? Acá me van a matar. Tu madre está sola, me espera. Me sacaron el celular. Llamala vos, decile que llego para el almuerzo, así no se preocupa. Toda su vida almorzaron juntos a la misma hora, incluso en vacaciones, incluso los fines de semana, salvo si viajaba, solo, por negocios. Me tengo que ir de acá, me van a matar, ¿por qué me trajeron? Lo bajo, no pesa nada, es puro hueso, con un brazo le sostengo las piernas y con el otro le rodeo la espalda hasta que lo cargo a upa, liviano como un chico, como él me llevaba a la cama, a veces, y me hacía cosquillas y me tapaba y después me leía un cuento y me daba el beso de las buenas noches. En la palma arrugada de la mano derecha todavía tiene clavado el catéter para el suero. Sale mucha sangre por la vía. Le acaricio la frente pero lo ensucio con su propia sangre, mientras busco algún timbre con la otra mano, algo para llamar a los enfermeros, rápido, sé que no debería estar acá pero qué importa, es urgente, encuentro un cable blanco y grueso al lado de la cama, entre las sábanas revueltas, tiene un botón, aprieto, debe ser el timbre, no dejo de apretar y grito, por favor, ayuda, alguien, por favor, mientras lo acomodo sobre la cama, sostengo su brazo derecho en alto, el del catéter, trato de acomodarlo como puedo sobre la cama, las piernas, la cabeza, voy a cerrar la ventana cuando entra volando una sombra, como una tela oscura contra mis ojos, me agacho, me cubro instintivamente la cara con los brazos, un aleteo frenético: son palomas, entraron dos palomas junto con el viento frío, se agitan detrás de la cabecera de la cama, entre los monitores, el cablerío, suben, bajan, vuelan contra el cielo raso, confundidas, quieren escapar, se chocan, se desesperan, no encuentran la ventana abierta, vuelvo a apretar el timbre, sus ojos se van cerrando.
No me dejaron pasar, ni siquiera me leyeron el parte, llamá vos. Ya llamé, me contesta mi hermano, no estaba la doctora, me van a contactar en cuanto tengan novedades. No me dejaron pasar, le repito. Sabías que no íbamos a poder verlo, me responde.
Entendemos la angustia, señor, pero trate de calmarse. Hay un solo interlocutor por grupo familiar, no podemos informarle nada aunque nos llame a cada rato. Me quedé toda la noche tirado en el sofá de mi departamento, a oscuras. Tomé uno, dos, tres whiskies, la bebida favorita de mi padre. Hacía mucho que no tomaba. No podía dejar de sentirme como aquella vez que me obligó a quedarme a oscuras en el living de esa casa grande de mi infancia; yo tenía terror a la oscuridad, y él sabía que ése era el peor castigo por hacerme pis en la cama. No pude dormir nada. A las cinco de la mañana sonó mi celular; era mi hermano: lo habían llamado a él. Que no le llegaba oxígeno, que las lesiones pulmonares eran por el virus, que se estaba agravando el cuadro, que debíamos decidir si dormirlo y ponerle un respirador o dejarlo así.
No, su madre no puede venir. Es una persona mayor. Si usted quiere verlo, existe un protocolo: quince minutos, nada más. Tenemos anotado su número de teléfono, señor. Le vamos a avisar cuando falte poco.
Apenas hay espacio alrededor de la cama. Ni una ventana. La luz artificial es despiadada. La doctora lleva puesta una bata blanca. Debe adivinar lo que estoy pensando. Por qué no usa máscara, traje, guantes, como se ve en las noticias. Ya estamos todos contagiados, me dice. Usted seguramente también. Debe ser por eso que me dejaron pasar así, con ropa de calle —pienso—. Un tubo negro le entra por la boca. Duerme. Morfina, me dice la doctora. No se da cuenta de nada. No sufre, ya le había explicado por teléfono, me dice, cansada de repetirme lo mismo tantas veces —supongo—. Corro la sábana. Está desnudo. Debajo de la piel se prenden unas lucecitas rojas, cada vez más intensas. Se le ven las costillas, los pulmones, como ese vidrio iluminado desde abajo que usábamos para calcar mapas y dibujos en la primaria, ese artefacto maravilloso que él nos había fabricado. Las luces se desplazan por su pecho con un zumbido de motores eléctricos. Es el virus, me dice la doctora. La cara de mi padre se frunce, se atraganta con el tubo rígido que le empuja la tráquea hacia arriba y le vuelca la cabeza para atrás. Le agarro una mano. Abre los ojos. Gime. Sálvenlo, sálvenlo, por favor. Por lo que más quieran. Miro a la doctora. Suplico, imploro. Me mintieron, me dijeron que no sufría, le reclamo. Hacemos lo que podemos, señor, me responde. Mi padre me mira, me reconoce, se retuerce de dolor. Se lleva la mano al tubo, empieza a sacárselo: es un tubo largo que no termina de salir nunca por su boca. Tose. No me dejes acá, me pide, casi sin aire, no me abandones.
De chico, antes de que me extirparan las amígdalas, tenía angina con pus cada vez más seguido. Volaba de la fiebre y algunas veces deliraba. Entonces, cuando él me escuchaba quejarme por las noches, venía en camiseta (siempre dormía con una camiseta blanca de algodón), prendía la luz de mi dormitorio, me ponía sobre la frente un pañuelo mojado, me daba un vaso de agua y una aspirina, apoyaba su mano firme en mi brazo, me decía que no tuviera miedo, que ya iba a pasar, y se sentaba a mi lado hasta que me durmiera.
Señor, experimentó una mejoría notable. El antibiótico le hizo efecto. Ya está curado de la neumonía, aunque le van a quedar lesiones: nada grave. No necesita más oxígeno: satura bien. Acaba de comer. Está despierto, sin morfina, tranquilo. ¿Puedo ir a visitarlo? Solo usted, si no está contagiado. Mi análisis dio negativo, contesto, y no tengo síntomas. Venga a las veinte.
No puede abrazarlo, no puede tocarlo. Mantenga la distancia. Me rocían, me fumigan, me envuelven en un traje blanco; les lleva mucho tiempo. Entro. Hay una ventana. Está sentado, con una bata celeste. Parece más joven, pero le sacaron la dentadura y le sobran mejillas. Me sonríe. Me acerco. Papá, si podés escucharme, tenemos que hablar, yo sé… Hace el gesto de silencio con el índice perpendicular a los labios. Baja la baranda de la cama, palmea la sábana para que me siente al lado de él. No puedo, le digo. Vuelve a hacerme el gesto. Bueno (mi voz retumba por la escafandra de acrílico). No sé si me escucha, si me entiende. Me siento cerca, pero es muy engorroso con mi traje de astronauta. Me sonríe. De la mesa de luz saca un libro grande de tapa dura. Voy a leerte un cuento, dice. Abre el libro. Cómo vino a parar acá —me pregunto—. Es el libro azul con mis cuentos favoritos. Cuando abre el libro me llega ese olor que añoro tanto. Papá, tenemos que hablar, yo sé que nunca… La cabeza se le cae sobre el pecho como si se hubiera desmayado. Debajo de la bata celeste se encienden de nuevo las lucecitas rojas del virus, otra vez se mueven adentro de sus pulmones…
Me llama mi hermano. Le avisaron a él. Soy el único que puede ir a la clínica, el único que no se contagió. No hay nadie en la ciudad, tan tarde. Estaciono en la puerta, me anuncio. Me siento en el lobby descomunal de la planta baja, vacío, frío, apenas iluminado. Lejos, una recepcionista. Y un guardia. Al rato llega un muchacho muy joven, más joven que mi hijo, de traje oscuro, barbijo negro. Señor, mientras espera…
Ya no lo escucho. Al fondo del pasillo vacío se abre la puerta inoxidable del ascensor. Baja él, solo, de saco y corbata (habrá venido así con mi hermano —me imagino—, elegante: siempre quiso ir bien vestido, aunque las corbatas hayan pasado de moda), camina despacio, arrastra los pies, desde hace algunos años que le cuesta caminar, se apoya en el bastón que le regalamos el último cumpleaños. Con la otra mano me saluda, débil todavía. Corro para abrazarlo y llevarlo a su casa cuanto antes. Yo sé que no es el momento, seguramente, pero… ¿podríamos hablar?
Señor, mientras espera que baje alguien de administración para hacer el trámite, ¿le explicaron que puede pasar a reconocer el cuerpo? ¿Ahora? Ahora, es lo único que me sale, pero sé que él no tiene la culpa de nada. Debe ser más joven que mi hijo. Me prometieron que me iban a dejar verlo quince minutos mientras estuviera vivo, que me iban a avisar. Nunca me llamaron. ¿Qué sentido tiene, ahora? Como usted quiera. No es indispensable.
Dejo de hablarle. Doy vuelta la cara, no quiero que me vea así. Me derrumbo en el sillón. Él apoya su mano firme en mi brazo y me pregunta si ya le avisamos a mamá.

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VichRomina, Mié Dic 20, 2023 10:37 pm

🥺Conmovedor

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Nathanobsek, Vie May 10, 2024 7:07 am

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