Me animo yo primero
Publicado: Jue Dic 07, 2023 11:47 am
UNA MEMBRANA TRANSPARENTE
Cuando iba al jardín me gustaba llevar a la nena. Mientras yo podaba los rosales, ella se ocultaba entre los tutores de los pimientos. Así, entre las maderas y los las hojas llenas de frutos, se formaba un túnel donde la nena jugaba a la guerra, a El Zorro, o a esconderse de mí. Los jueves nos ocupábamos del jardín, después de que ella hacía los deberes. Cuando terminaba lavaba su taza, que tenía un dibujo de Woody Woodpecker, lavaba el plato y guardaba todo lo demás en la heladera. Vamos al jardín, mami, decía; entonces yo agarraba la tijera de podar del garaje, la pala chica y un balde, conectaba la manguera y salíamos al patio.
El primer día que vimos un caracol, la nena lo sacó de entre las calas y lo trajo en la palma de la mano. Mirá, ma. Con el dedo índice le tocaba las antenas, que se retraían y volvían a salir apenas se detenía el contacto. Lo encontré junto al galpón. ¿Había muchos?, pregunté, preocupada porque los caracoles comen brotes y arruinan los almácigos. Sí, pero solo caracolitos bebé, dijo la nena. Fuimos al cantero de las calas a inspeccionar. Ella saltaba en un pie. Pisaba los ladrillos colorados y obviaba los grises que forman el camino hacia el galpón. Sería capaz de hacer cualquier cosa por ella, pensé. En los tallos y en el nacimiento de las hojas había muchos caracoles del tamaño de la uña de un meñique. Tenían el caparazón blando, translúcido, y se arracimaban de a tres o de a cuatro en torno a las yemas y en el dorso de las hojas. Con un palito la nena excavaba en el suelo, donde había nidos de hojas secas. Encontramos muchos huevos recubiertos de una membrana transparente. Una especie de bolsita que resguardaba de bacterias y extraños peligros un tesoro de cincuenta o sesenta esferas pequeñas como la cabeza de un alfiler. Traje sal y agua hirviendo. Le dije a la nena lo que pasaría y ella, con escrupuloso deleite, exterminó con sal uno a uno los nidos que fue encontrando. Yo hice algo parecido con el agua. Cientos de huevos fueron deshidratados por la nena a causa de la cáustica precaución de una madre jardinera. Después, agachada sobre un cantero, la nena jugaba con las antenas de un caracol adulto que se paseaba por la lustrosa hoja sagitada de una cala. Tiré un poco de sal sobre el caracol, que empezó a retorcerse. ¿Qué le pasa, mami?, consultó la nena. Yo le expliqué que la sal era una forma casera de exterminarlos, dije. El caracol poco a poco detuvo sus estertores; una secreción se desprendía de su cuerpo hasta que, finalmente, se quedó quieto. La nena sacaba la punta de la lengua con los ojos muy abiertos, mientras el bicho perdía líquidos esenciales hasta secarse en la hoja por completo. Es mejor así, le expliqué, porque las plantas pueden florecer y prosperar si no las atacan estos bichos. No parecía tener problemas con eso. Le pedí que trajera el baldecito de playa y que, con un palito y sin tocarlos, tirara todos los que encontrara ahí adentro. Después le dije que les echara un buen puñado de sal. Más tranquila, me despreocupé; regué las margaritas y las calas con la manguera y puse la boquilla en el surco de los tomates, podé un poco el rosal y llamé a la nena para que se bañara antes de cenar.
Traía un caracol pegado a la falda.
Me prometí llamar a un fumigador al día siguiente. El hombre trajo el equipo y roció todo el jardín, donde ya habíamos practicado la masacre necesaria. Me aseguró que los primeros en morir eran los huevos. Sin embargo, una noche de esas en que me levanto a tomar agua, encontré dos babosas en el desagüe. Había empezado a llover el jueves y no aflojaba la humedad. Estaba desvelada. Los bichos, elásticos, afinaban su contorno para pasar entre los barrotes de la rejilla. Pensé en aplastarlos con el pié pero me dio asco. Busqué el salero y me encargué del problema. Dejé el vaso en la pileta y fui a ver a la nena. Dormía con placidez, el antebrazo sobre la frente y una pierna afuera de las cobijas. La luz estaba encendida. Entré para apagarla y vi un caracol en el vidrio de la ventana abierta. La lluvia no aflojaba y el olor a tierra mojada invadía toda la habitación. Había refrescado y ella se dio vuelta, acurrucándose contra la pared. Entonces algo se movió en su pelo. Una babosa avanzaba entre el cabello y la almohada hasta su oreja. Un frío me heló los hombros y el cuello, y se me erizaron todos los pelos de la nuca. Pude sentirlos. Por un segundo, me paralizó la contradicción entre el asco de agarrarla con los dedos y el apuro de sacar el bicho del pelo de la nena, pero no quería despertarla. Corrí a la cocina, saqué el vaso de la pileta y fui a su cuarto. Puse el borde de vidrio en la parte posterior de la babosa y empujé, hasta que cayó con un golpe seco dentro del vaso. Fui al baño y la tiré al inodoro. Tuve el impulso de correr a la pieza de la nena, pero pensé que estaba exagerando. Caminé, entonces, por el pasillo hasta su puerta, donde encontré dos caracoles que tuve que desechar, también, por el excusado. Mirar a la nena dormir así, arrebujada en la sábana, me hizo pensar que era una niña feliz y que yo había tejido, a su alrededor, una buena membrana transparente. Sin embargo, corrí la sábana de arriba y miré bien su pijama y el colchón. También cerré la ventana. Después apagué la luz, entorné su puerta y me fui a dormir.
No pude conciliar el sueño. Me pregunté cómo habían llegado las babosas al drenaje de la cocina y a la cama de la nena. Recordé que una vez tuvimos que cortar un viejo árbol porque las raíces levantaban las baldosas de nuestra vereda y se extendían como tentáculos por las cañerías, tapando los desagües. Recuerdo que vino el plomero y estuvo sacando raigones de los sumideros de toda la casa. No podía olvidar aquellos tentáculos vegetales anudados entre sí como un manojo enorme de cables, desplazándose a una velocidad infinitesimal por los caños, avanzando de noche con la fuerza suficiente para levantar el piso de concreto y las baldosas del comedor. Deduje que si las raíces podían hacerlo, las babosas habían realizado la misma maniobra. Entonces imaginé muchas de aquellas alimañas, cientos; un ejército verde y pegajoso deslizándose por el interior del piso y las paredes con un propósito obsesivo. Como si tuviera rayos X, temí un hervidero fluyente de babosas escondido en los conductos de la casa. De otro modo, no podía concebir cómo esos animales habían llegado al piso de la cocina, a la puerta y, mucho menos, a la almohada de la nena. Me levanté y puse a calentar dos ollas con agua. Cuando estuvo hirviendo, llené con un embudo cinco botellas de gaseosa y las vacié en el desagüe de los servicios, la pileta y la bañadera. Hice lo mismo en la cocina. Después tomé un paquete de sal y tiré una buena parte en el drenaje principal del baño. Esa noche fui al cuarto de la nena y me quedé a dormir con ella.
Todo el fin de semana y el lunes continuó cayendo agua, una llovizna finita como el rocío que hacía brillar las baldosas del patio y ponía una pátina transparente en las herramientas de jardín, apiladas junto a la puerta del galpón. A causa de la plaga, dormíamos con las ventanas cerradas. El calor y la humedad eran insoportables. Me preocupaba el destino del jardín. Toda esa lluvia no haría más que propiciar la infestación. Dos almácigos se habían secado y no había forma de eliminar los bichos en el cantero de las margaritas y las calas. Las hojas de los rosales tenían agujeros diminutos y las ramitas nuevas se ponían mustias.
El martes la nena miraba dibujos en la tele y yo leía una revista. Se me ocurrió poner el agua para el mate. La llamé y nos sentamos a la mesa de la cocina. El verano anterior habíamos reemplazado la mesada de granito por una de acero inoxidable, que siempre estaba reluciente. Por eso me sorprendió, al enchufar la tetera, un reguero de baba que bajaba por la campana de la chimenea hasta la mesada y desde ahí se perdía en las juntas de cerámica, quizá, hacia la parte interna de la casa. Tuve un presentimiento y me acerqué a la ventana. Entonces las ví, salpicadas en el patio como granizo. Las baldosas se habían llenado de pólipos verdes. Una vez escuché que en China habían llovido ranas. Esto era igual. No existía sal que pudiera contener esa muchedumbre. Con desesperación tomé la escoba y empecé a barrerlas hacia el agujero del antiguo pozo séptico que había debajo del patio. Le grité a la nena que no saliera y me quedé luchando con ellas hasta que se me acabaron las fuerzas. Entonces entré en la casa. La nena había estado mirándome trajinar desde la ventana del dormitorio. ¿Nos vienen a matar por los huevitos?, dijo. Pero no, cómo van a hacernos eso, le contesté. Fui a guardar la escoba en el armario de la cocina, y vi cómo las babosas subían desde el desagüe a la pileta y de allí se tiraban al piso. En el baño pasaba otro tanto. Por un momento no supe qué hacer y luego decidí buscar el número de un nuevo servicio de exterminio. Encontré dos y llamé al primero. Tenían una demora de tres días. El segundo prometió que pasaría al promediar la tardecita. Nos miramos, la nena y yo. Una larga fila de tentáculos movedizos dejaba en el comedor un rastro viscoso hacia los cuartos. Tomé las llaves y la mano de la nena, que hizo conmigo un esfuerzo para evitarlas. Entramos al garaje y subimos al auto. Volveríamos con un ejército de fumigadores.
Abrí el portón eléctrico y puse el coche en marcha. Sabía que mientras tanto, en la casa, los bichos se descolgarían por las rejillas de ventilación; que subirían por los sumideros y se reproducirían en los caños. Entendí que, como una ola de mucosidad, avanzaban ahora de forma minuciosa a la pieza de mi hija. Pisé el acelerador, feliz de alejarme de aquella infección. Entonces miré por el retrovisor: la nena comía, satisfecha, un caracol. Pese a que por un segundo perdí el control del volante, seguí conduciendo con la mirada obsesiva en el camino, sin desviarla a los costados; sin mirar por el espejo la membrana transparente que cubriría la alfombra, y la colonia de babosas que prosperaría, a sus anchas, en el asiento de atrás.
- - -
No sé si asusta, pero ojalá les guste
Cuando iba al jardín me gustaba llevar a la nena. Mientras yo podaba los rosales, ella se ocultaba entre los tutores de los pimientos. Así, entre las maderas y los las hojas llenas de frutos, se formaba un túnel donde la nena jugaba a la guerra, a El Zorro, o a esconderse de mí. Los jueves nos ocupábamos del jardín, después de que ella hacía los deberes. Cuando terminaba lavaba su taza, que tenía un dibujo de Woody Woodpecker, lavaba el plato y guardaba todo lo demás en la heladera. Vamos al jardín, mami, decía; entonces yo agarraba la tijera de podar del garaje, la pala chica y un balde, conectaba la manguera y salíamos al patio.
El primer día que vimos un caracol, la nena lo sacó de entre las calas y lo trajo en la palma de la mano. Mirá, ma. Con el dedo índice le tocaba las antenas, que se retraían y volvían a salir apenas se detenía el contacto. Lo encontré junto al galpón. ¿Había muchos?, pregunté, preocupada porque los caracoles comen brotes y arruinan los almácigos. Sí, pero solo caracolitos bebé, dijo la nena. Fuimos al cantero de las calas a inspeccionar. Ella saltaba en un pie. Pisaba los ladrillos colorados y obviaba los grises que forman el camino hacia el galpón. Sería capaz de hacer cualquier cosa por ella, pensé. En los tallos y en el nacimiento de las hojas había muchos caracoles del tamaño de la uña de un meñique. Tenían el caparazón blando, translúcido, y se arracimaban de a tres o de a cuatro en torno a las yemas y en el dorso de las hojas. Con un palito la nena excavaba en el suelo, donde había nidos de hojas secas. Encontramos muchos huevos recubiertos de una membrana transparente. Una especie de bolsita que resguardaba de bacterias y extraños peligros un tesoro de cincuenta o sesenta esferas pequeñas como la cabeza de un alfiler. Traje sal y agua hirviendo. Le dije a la nena lo que pasaría y ella, con escrupuloso deleite, exterminó con sal uno a uno los nidos que fue encontrando. Yo hice algo parecido con el agua. Cientos de huevos fueron deshidratados por la nena a causa de la cáustica precaución de una madre jardinera. Después, agachada sobre un cantero, la nena jugaba con las antenas de un caracol adulto que se paseaba por la lustrosa hoja sagitada de una cala. Tiré un poco de sal sobre el caracol, que empezó a retorcerse. ¿Qué le pasa, mami?, consultó la nena. Yo le expliqué que la sal era una forma casera de exterminarlos, dije. El caracol poco a poco detuvo sus estertores; una secreción se desprendía de su cuerpo hasta que, finalmente, se quedó quieto. La nena sacaba la punta de la lengua con los ojos muy abiertos, mientras el bicho perdía líquidos esenciales hasta secarse en la hoja por completo. Es mejor así, le expliqué, porque las plantas pueden florecer y prosperar si no las atacan estos bichos. No parecía tener problemas con eso. Le pedí que trajera el baldecito de playa y que, con un palito y sin tocarlos, tirara todos los que encontrara ahí adentro. Después le dije que les echara un buen puñado de sal. Más tranquila, me despreocupé; regué las margaritas y las calas con la manguera y puse la boquilla en el surco de los tomates, podé un poco el rosal y llamé a la nena para que se bañara antes de cenar.
Traía un caracol pegado a la falda.
Me prometí llamar a un fumigador al día siguiente. El hombre trajo el equipo y roció todo el jardín, donde ya habíamos practicado la masacre necesaria. Me aseguró que los primeros en morir eran los huevos. Sin embargo, una noche de esas en que me levanto a tomar agua, encontré dos babosas en el desagüe. Había empezado a llover el jueves y no aflojaba la humedad. Estaba desvelada. Los bichos, elásticos, afinaban su contorno para pasar entre los barrotes de la rejilla. Pensé en aplastarlos con el pié pero me dio asco. Busqué el salero y me encargué del problema. Dejé el vaso en la pileta y fui a ver a la nena. Dormía con placidez, el antebrazo sobre la frente y una pierna afuera de las cobijas. La luz estaba encendida. Entré para apagarla y vi un caracol en el vidrio de la ventana abierta. La lluvia no aflojaba y el olor a tierra mojada invadía toda la habitación. Había refrescado y ella se dio vuelta, acurrucándose contra la pared. Entonces algo se movió en su pelo. Una babosa avanzaba entre el cabello y la almohada hasta su oreja. Un frío me heló los hombros y el cuello, y se me erizaron todos los pelos de la nuca. Pude sentirlos. Por un segundo, me paralizó la contradicción entre el asco de agarrarla con los dedos y el apuro de sacar el bicho del pelo de la nena, pero no quería despertarla. Corrí a la cocina, saqué el vaso de la pileta y fui a su cuarto. Puse el borde de vidrio en la parte posterior de la babosa y empujé, hasta que cayó con un golpe seco dentro del vaso. Fui al baño y la tiré al inodoro. Tuve el impulso de correr a la pieza de la nena, pero pensé que estaba exagerando. Caminé, entonces, por el pasillo hasta su puerta, donde encontré dos caracoles que tuve que desechar, también, por el excusado. Mirar a la nena dormir así, arrebujada en la sábana, me hizo pensar que era una niña feliz y que yo había tejido, a su alrededor, una buena membrana transparente. Sin embargo, corrí la sábana de arriba y miré bien su pijama y el colchón. También cerré la ventana. Después apagué la luz, entorné su puerta y me fui a dormir.
No pude conciliar el sueño. Me pregunté cómo habían llegado las babosas al drenaje de la cocina y a la cama de la nena. Recordé que una vez tuvimos que cortar un viejo árbol porque las raíces levantaban las baldosas de nuestra vereda y se extendían como tentáculos por las cañerías, tapando los desagües. Recuerdo que vino el plomero y estuvo sacando raigones de los sumideros de toda la casa. No podía olvidar aquellos tentáculos vegetales anudados entre sí como un manojo enorme de cables, desplazándose a una velocidad infinitesimal por los caños, avanzando de noche con la fuerza suficiente para levantar el piso de concreto y las baldosas del comedor. Deduje que si las raíces podían hacerlo, las babosas habían realizado la misma maniobra. Entonces imaginé muchas de aquellas alimañas, cientos; un ejército verde y pegajoso deslizándose por el interior del piso y las paredes con un propósito obsesivo. Como si tuviera rayos X, temí un hervidero fluyente de babosas escondido en los conductos de la casa. De otro modo, no podía concebir cómo esos animales habían llegado al piso de la cocina, a la puerta y, mucho menos, a la almohada de la nena. Me levanté y puse a calentar dos ollas con agua. Cuando estuvo hirviendo, llené con un embudo cinco botellas de gaseosa y las vacié en el desagüe de los servicios, la pileta y la bañadera. Hice lo mismo en la cocina. Después tomé un paquete de sal y tiré una buena parte en el drenaje principal del baño. Esa noche fui al cuarto de la nena y me quedé a dormir con ella.
Todo el fin de semana y el lunes continuó cayendo agua, una llovizna finita como el rocío que hacía brillar las baldosas del patio y ponía una pátina transparente en las herramientas de jardín, apiladas junto a la puerta del galpón. A causa de la plaga, dormíamos con las ventanas cerradas. El calor y la humedad eran insoportables. Me preocupaba el destino del jardín. Toda esa lluvia no haría más que propiciar la infestación. Dos almácigos se habían secado y no había forma de eliminar los bichos en el cantero de las margaritas y las calas. Las hojas de los rosales tenían agujeros diminutos y las ramitas nuevas se ponían mustias.
El martes la nena miraba dibujos en la tele y yo leía una revista. Se me ocurrió poner el agua para el mate. La llamé y nos sentamos a la mesa de la cocina. El verano anterior habíamos reemplazado la mesada de granito por una de acero inoxidable, que siempre estaba reluciente. Por eso me sorprendió, al enchufar la tetera, un reguero de baba que bajaba por la campana de la chimenea hasta la mesada y desde ahí se perdía en las juntas de cerámica, quizá, hacia la parte interna de la casa. Tuve un presentimiento y me acerqué a la ventana. Entonces las ví, salpicadas en el patio como granizo. Las baldosas se habían llenado de pólipos verdes. Una vez escuché que en China habían llovido ranas. Esto era igual. No existía sal que pudiera contener esa muchedumbre. Con desesperación tomé la escoba y empecé a barrerlas hacia el agujero del antiguo pozo séptico que había debajo del patio. Le grité a la nena que no saliera y me quedé luchando con ellas hasta que se me acabaron las fuerzas. Entonces entré en la casa. La nena había estado mirándome trajinar desde la ventana del dormitorio. ¿Nos vienen a matar por los huevitos?, dijo. Pero no, cómo van a hacernos eso, le contesté. Fui a guardar la escoba en el armario de la cocina, y vi cómo las babosas subían desde el desagüe a la pileta y de allí se tiraban al piso. En el baño pasaba otro tanto. Por un momento no supe qué hacer y luego decidí buscar el número de un nuevo servicio de exterminio. Encontré dos y llamé al primero. Tenían una demora de tres días. El segundo prometió que pasaría al promediar la tardecita. Nos miramos, la nena y yo. Una larga fila de tentáculos movedizos dejaba en el comedor un rastro viscoso hacia los cuartos. Tomé las llaves y la mano de la nena, que hizo conmigo un esfuerzo para evitarlas. Entramos al garaje y subimos al auto. Volveríamos con un ejército de fumigadores.
Abrí el portón eléctrico y puse el coche en marcha. Sabía que mientras tanto, en la casa, los bichos se descolgarían por las rejillas de ventilación; que subirían por los sumideros y se reproducirían en los caños. Entendí que, como una ola de mucosidad, avanzaban ahora de forma minuciosa a la pieza de mi hija. Pisé el acelerador, feliz de alejarme de aquella infección. Entonces miré por el retrovisor: la nena comía, satisfecha, un caracol. Pese a que por un segundo perdí el control del volante, seguí conduciendo con la mirada obsesiva en el camino, sin desviarla a los costados; sin mirar por el espejo la membrana transparente que cubriría la alfombra, y la colonia de babosas que prosperaría, a sus anchas, en el asiento de atrás.
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No sé si asusta, pero ojalá les guste