Del infierno al paraíso
Publicado: Vie Dic 08, 2023 9:36 am
Salimos de madrugada para esquivar el tránsito pesado. Esa era la frase de papá, en la previa a cada viaje familiar. Yo no entendía si hablaba de los camiones que, de tan cargados, se volvían tortugas achacosas o, se refería a ese hormiguero de autos que la autopista vomitaba como maíz frito. Me reí de la comparación, el abuelo la usaba siempre y, según decía era de Martín Fierro y hablaba de los indios. Algo de salvaje había en este montón de luces, hierros y bocinas ofuscadas, sea verano o invierno, casi irremediablemente nos encontrábamos con esa procesión de vehículos que avanzaba a paso de hombre por la autopista, eso de a paso de hombre lo decía la abuela y yo no podía evitar pensar en los pasos de papá, largos y rápidos, en los míos, torpes e inestables o en los de mamá que parecía volar de un lugar a otro de la casa o del super, los pasos del abuelo eran lentos y los de mi hermano, inexistentes. Eso de pasos de hombres era relativo.
Lo cierto es que salir de madrugada no nos sirvió de mucho. Ahí estábamos montados en nuestra tortuga, con las ventanillas bajas, abanicándonos con los folletos del super que papá jamás bajaba del auto. La abuela, mamá de mi papá, viajaba con nosotros desde que mis padres se habían casado. Alguna vez escuché a mi madre rezongar por eso, después o se resignó y lo aceptó o solo lo aceptó, no lo sé; lo cierto es que el calor era agobiante para un asiento trasero con tres ocupantes: mi abuela, mi hermano menor en su sillita de bebé y yo. Papá disfrutaba manejar, se notaba, después que llegábamos a destino, solía dormir mucho, vine a descansar, decía. Mamá, resistía la ruta, las demoras, la suegra y el viaje porque el destino, cualquiera fuera era lo que le importaba, creo que salir de casa la revivía, por eso en esa demora impuesta y no prevista, resistía estoica, saboreando el mar o la montaña, el verde o la nieve, el frío o el calor: a mamá no le importaban las rutas, los km o el tránsito como a papá, ella quería llegar, ver el hotel o la cabaña, calzarse la gorra o el traje de baño, planear comidas y excursiones, agotarse, vivir y exprimir el viaje; mientras tanto manipulaba GPS y mate, repartía galletitas, y jugos, preparaba mamaderas y encendía los cigarrillos de papá, espabilaba el humo y manipulaba la radio, su bolso albergaba todo tipo de artilugios para entretenernos, alimentarnos, limpiarnos, calmarnos, calmarse.
La fila de acero avanzaba unos metros y se detenía, volvía a avanzar como una promesa de libertad y luego nos aprisionaba cercando sus garras, limitando el paso, encerrándonos, estrechando un círculo sin fin de insultos y bocinazos, de rostros sudando rabia y manos inquietas apoyadas en volantes inertes. Mamá comenzó a resoplar, la abuela se quejó de su pierna, mi hermano se revolvió en su silla, yo, hacía un buen rato había manifestado mis ganas de ir al baño; entonces, ahogados en nuestra cárcel de acero, todo se enrareció, el malhumor y el hastío nos ganó por completo. Papá callaba, resistía, comentaba datos absurdos de la autopista, de los autos vecinos, dilataba o amenizaba, no lo sé. Creo que, en el fondo, se insultaba por lo bajo por su falta de previsión. El llanto del bebé, el calor, el sol furioso golpeando el cristal, la charla intrascendente de papá, el quejido silencioso de la abuela, los gritos de los ocupantes del auto de al lado, las manos de mamá multiplicadas como pulpo, todo eso y mis ganas terribles de hacer pis comenzaron a flotar como un universo extraño, mutando la escena familiar, repitiéndola infinitamente, comencé a llorar de rabia y de miedo, de angustia y desesperación, no quería pero no lo pude evitar, comencé a temblar, sentí que las paredes del auto se achicaban, que mi abuela se convertía en un monstruo que me obligaba a comer chocolates y caramelos, que mi hermano aumentaba su tamaño en proporciones infinitas y su llanto perforaba mis sentidos, incendiándolo todo; las voces de mamá y papá en el asiento delantero se hicieron difusas, se alejaban, tomaban distancia y me abandonaban, la angustia me ganó por completo y lloré, golpeando el vidrio con desesperación, arañando el hierro, lastimando el metal, hurgando por una salida de aquel infierno de acero, de aquel limbo de cemento, de mi asiento trasero devenido en atroces seres que alguna vez fueron mi familia.
Entonces algo pasó: unas manos abrieron la puerta, eran suaves y fuertes, unos brazos me liberaron del cinturón y me levantaron, yo sentía el agua correr por mis mejillas y mis pantalones, los brazos me cercaron, algo como una cuna pretérita me envolvió, un retorno a una paz anterior, desconocida, añorada, el gris mutó en azul, el cielo me envolvió y me acunó, una música venida de algún extraño lugar penetró mis oídos y mi cuerpo dejó de temblar. No sé qué pasó después, lo cierto es que cuando desperté el mar me saludó con su fresca brisa, el sol comenzaba a esconderse en un barco pesquero que descansaba de sus faenas y la arena sostenía mi cuerpo y se colaba en mi ropa. A mi lado, un ángel, sonreía. Como otras veces, mamá revivía frente al mar, como otras veces, el pulpo, mutaba en ángel y me reconfortaba; solo ella tenía ese poder, solo ella, transformaba el infierno en paraíso.
Lo cierto es que salir de madrugada no nos sirvió de mucho. Ahí estábamos montados en nuestra tortuga, con las ventanillas bajas, abanicándonos con los folletos del super que papá jamás bajaba del auto. La abuela, mamá de mi papá, viajaba con nosotros desde que mis padres se habían casado. Alguna vez escuché a mi madre rezongar por eso, después o se resignó y lo aceptó o solo lo aceptó, no lo sé; lo cierto es que el calor era agobiante para un asiento trasero con tres ocupantes: mi abuela, mi hermano menor en su sillita de bebé y yo. Papá disfrutaba manejar, se notaba, después que llegábamos a destino, solía dormir mucho, vine a descansar, decía. Mamá, resistía la ruta, las demoras, la suegra y el viaje porque el destino, cualquiera fuera era lo que le importaba, creo que salir de casa la revivía, por eso en esa demora impuesta y no prevista, resistía estoica, saboreando el mar o la montaña, el verde o la nieve, el frío o el calor: a mamá no le importaban las rutas, los km o el tránsito como a papá, ella quería llegar, ver el hotel o la cabaña, calzarse la gorra o el traje de baño, planear comidas y excursiones, agotarse, vivir y exprimir el viaje; mientras tanto manipulaba GPS y mate, repartía galletitas, y jugos, preparaba mamaderas y encendía los cigarrillos de papá, espabilaba el humo y manipulaba la radio, su bolso albergaba todo tipo de artilugios para entretenernos, alimentarnos, limpiarnos, calmarnos, calmarse.
La fila de acero avanzaba unos metros y se detenía, volvía a avanzar como una promesa de libertad y luego nos aprisionaba cercando sus garras, limitando el paso, encerrándonos, estrechando un círculo sin fin de insultos y bocinazos, de rostros sudando rabia y manos inquietas apoyadas en volantes inertes. Mamá comenzó a resoplar, la abuela se quejó de su pierna, mi hermano se revolvió en su silla, yo, hacía un buen rato había manifestado mis ganas de ir al baño; entonces, ahogados en nuestra cárcel de acero, todo se enrareció, el malhumor y el hastío nos ganó por completo. Papá callaba, resistía, comentaba datos absurdos de la autopista, de los autos vecinos, dilataba o amenizaba, no lo sé. Creo que, en el fondo, se insultaba por lo bajo por su falta de previsión. El llanto del bebé, el calor, el sol furioso golpeando el cristal, la charla intrascendente de papá, el quejido silencioso de la abuela, los gritos de los ocupantes del auto de al lado, las manos de mamá multiplicadas como pulpo, todo eso y mis ganas terribles de hacer pis comenzaron a flotar como un universo extraño, mutando la escena familiar, repitiéndola infinitamente, comencé a llorar de rabia y de miedo, de angustia y desesperación, no quería pero no lo pude evitar, comencé a temblar, sentí que las paredes del auto se achicaban, que mi abuela se convertía en un monstruo que me obligaba a comer chocolates y caramelos, que mi hermano aumentaba su tamaño en proporciones infinitas y su llanto perforaba mis sentidos, incendiándolo todo; las voces de mamá y papá en el asiento delantero se hicieron difusas, se alejaban, tomaban distancia y me abandonaban, la angustia me ganó por completo y lloré, golpeando el vidrio con desesperación, arañando el hierro, lastimando el metal, hurgando por una salida de aquel infierno de acero, de aquel limbo de cemento, de mi asiento trasero devenido en atroces seres que alguna vez fueron mi familia.
Entonces algo pasó: unas manos abrieron la puerta, eran suaves y fuertes, unos brazos me liberaron del cinturón y me levantaron, yo sentía el agua correr por mis mejillas y mis pantalones, los brazos me cercaron, algo como una cuna pretérita me envolvió, un retorno a una paz anterior, desconocida, añorada, el gris mutó en azul, el cielo me envolvió y me acunó, una música venida de algún extraño lugar penetró mis oídos y mi cuerpo dejó de temblar. No sé qué pasó después, lo cierto es que cuando desperté el mar me saludó con su fresca brisa, el sol comenzaba a esconderse en un barco pesquero que descansaba de sus faenas y la arena sostenía mi cuerpo y se colaba en mi ropa. A mi lado, un ángel, sonreía. Como otras veces, mamá revivía frente al mar, como otras veces, el pulpo, mutaba en ángel y me reconfortaba; solo ella tenía ese poder, solo ella, transformaba el infierno en paraíso.