Cuento de terror
Publicado: Vie Dic 08, 2023 3:39 pm
A perpetuidad
Al doctor Miguel Vilches lo había visto algunas veces en el pueblo. Era común que no respondiera un saludo. Fue una sorpresa, cuando al enterarse de que yo no tenía familia, había insistido en que pasara la Nochebuena con él. Me habló de lo fría que era la soledad, y la cruel sensación de esperar, en vano, la llegada de alguien.
Era una fecha especial, llena de reflexión, de balances internos, esas palabras me conmovieron. No tardé en convencerme y decidí concurrir.
Vilches vivía en un caserón antiguo, que exhibía en su decadencia, la reminiscencia del lujo que tuvo alguna vez. La hiedra carcomía las paredes. El polvo y las arañas habían sellado sus persianas angostas.
Llegué a la hora pactada. Frente a la entrada, vi a dos mujeres que esperaban que se abriera la puerta. Se notaba que no eran de la zona. Miraban con tensa curiosidad la deslucida ornamentación navideña. La vieja corona de muérdago y el par de campanas descoloridas colgando de la reja de una ventana, contrastaban con la fiesta de luces que vestía al barrio.
Me presenté y me comentaron que venían de distintos lugares y al igual que yo, no tenían familia.
Mientras conversábamos, las hojas de madera del portón se abrieron. El interior de la casa no desentonaba con la fachada. Un hombre muy amable nos recibió, y nos condujo hasta una sala amplia, donde nos esperaba el doctor Vilches.
—¡Bienvenidos! Soy Miguel. Encantados de tenerlos en mi casa. — dijo mientras nos dirigía una sonrisa carismática y nos daba la mano. Preguntó el nombre y nos observó detenidamente, en silencio. Ví en las mujeres cierta incomodidad, que comprendí al estrechar su mano y sentirlas frías como el mármol.
—Buenas noches, doctor —dije, al ver que mis compañeras habían enmudecido mirando la colección de animales embalsamados que ornamentaban el lugar—. Agradezco la invitación, y que nos permita pasar una Navidad diferente.
—Gracias a ustedes, por la confianza en venir. En estos tiempos la gente no se fía de otros. Sin embargo, aunque no me conocen. Decidieron asistir.
Extrañas palabras de bienvenida, pensé.
—¿Son animales de verdad? —preguntó la mujer más joven, evidentemente ajena a lo que expresó el doctor.
Vilches soltó una carcajada y asintió.
Empecé a prestar atención a esos seres momificados. Tenía la sensación de estar en un museo. Colgando del techo, sobre los mueble, diversos animales acoplados, recreaban criaturas extrañas, con pelaje opaco, pieles secas, con ojos vítreos que nos interpelaban, perpetuamente unidos entre sí.
—Veo que a usted también le interesa mi trabajo —dijo Vilches, mientras me ofrecía un vaso de whisky.
La luz tenue de los apliques en la pared, nos dejaba ver las sombras que esas extrañas criaturas proyectaban en el cielo raso.
—No sabía que usted era taxidermista. Debe requerir mucha dedicación y esfuerzo todo esto.
—Es cierto —dijo el doctor—. En realidad es un hobby, una pasión que tengo. Llevo muchos años investigando, para que produzca este impacto.
—No parece que estuvieran muertos —dijo la otra mujer, que miraba a dos serpientes ensambladas, con una mezcla de admiración y repugnancia.
Esa afirmación me hizo sentir hielo en la espalda. ¡Qué horror pensar que no lo estuvieran! Vilches me observaba, sonrió y levantó su vaso como saludándome. Caminó por la sala y se puso a mirar con su invitada una de sus creaciones.
—Veo que es muy meticulosa, mi querida —le dijo orgulloso—. Persigo la perfección. Por eso usted tuvo esa impresión —me miró sonriente—. ¿Se da cuenta, amigo? Es el impacto del que le hablé.
—Evidentemente lo ha logrado — dije con intriga— ¿Cómo surgió esta pasión, doctor?
—Como médico, he visto la muerte rondando muchas veces. Implacable. Llevándose el aire, las emociones, las historias de las personas por las que va pasando. Les doy a los embalsamados la inmortalidad. Siguen estando presentes.
En la seguridad de sus palabras, afloraba la arrogancia. Miró a las invitadas que seguían recorriendo la sala, con las manos en sus espaldas, como si no quisieran tocar nada.
—En un punto debe sentirse Dios.
Vilches no me respondió. Tomó de un trago el whisky que quedaba en su vaso. Se desparramó en un viejo sofá y me invitó a sentar, dando unas palmadas en el asiento.
—Me llama la atención que los represente de esta manera. Rejuntados, amalgamados.
—Tal vez le parezca extravagante mi trabajo. Voy a tratar de explicarme.—dijo, mientras buscaba las palabras correctas —Le he dicho cuando lo invité, que una de mis obsesiones era la soledad. Fíjese que curioso, aunque tengamos familia y amigos, morimos solos. Es un dilema. Ese viaje no se comparte. Creo que lo que hago es un acto de amor. Es estar acompañados en la eternidad. Un momento de unión creado para siempre. ¿No le parece?
La explicación atrajo la atención de las mujeres, que se acercaron al sofá, dónde estábamos conversando. Una de ellas se sentó con nosotros.
—Le agradezco su preocupación por los que no tenemos a nadie, aunque veo que también es su situación.
La observación incomodó al doctor.
—No es así. —contestó —Afortunadamente tengo dos hermanos que viven en otra ciudad, con los que estamos en contacto con mucha frecuencia. Si algo me sucediera ellos reclamarían por mí.
Al contrario de mi situación, pensé. ¿Quién se preocuparía si algo me pasara?
Mientras Vilches volvía a llenar su vaso con whisky, quise consultar por el origen de los animales, y la técnica que usó para disecarlos, pero desistí por temor a otra respuesta inquietante.
El hombre que nos recibió anuncia que está lista la cena.
—Gracias. Les presento a Gabriel, mi ayudante. Él nos atenderá esta noche. — dijo Vilches.
Los tres invitados sonreímos y los seguimos por el pasillo.
En el comedor, débilmente iluminado con velas, nos esperaba una mesa redonda repleta de manjares y delicada vajilla. Nos sentamos en el lugar que cada uno teníamos asignado.
—Antes de comenzar la cena, quiero decir unas palabras —dijo Vilches visiblemente emocionado—. Vuelvo a agradecer que estén aquí, en la víspera de la Navidad. No es casual. Mañana es el renacer de quien se sacrificó por nosotros. Y esto, querida gente, es un antes y un después. A partir de este día ustedes estarán unidos, eternamente.
Levantamos las copas tímidamente. El mensaje era confuso. La mujer a mi derecha me miró inquieta. La otra sonreía nerviosa.
La velada transcurrió con una tensa tranquilidad. La charla fue amena e intrascendente, algunos chistes del doctor y anécdotas de nuestras vidas. La comida era exquisita y el vino delicioso.
Con el postre, Gabriel trajo unas copas y un botellón de cristal.
—Como es tradición en mi familia, antes de que comiencen las campanadas que la anuncian, honramos la Navidad con esta bebida —dijo, levantando el botellón de cristal y llenando las copas—, receta única y secreta.
Probé un sorbo. Era ácido, alcohólico. Denso en la boca, producía ardor al tragarlo. Mis compañeras lo tomaron sin pensar. Hice lo mismo. El dueño de casa nos miraba comprobando que lo hubiéramos bebido. El sabor frutal del helado no logró quitar el extraño gusto del brebaje. En unos pocos minutos una serie de sensaciones extrañas me invadieron.
Cuando el reloj marcó las 11:48, sonó la primera campanada.
El comedor giraba , las voces se alejaban, mi cabeza parecía estar llena de piedras.
La segunda campanada.
Quise ponerme de pie. Fue inútil. Las piernas no me respondieron. Desde los hombros, un hormigueo recorría mis brazos, hasta las manos. Había tensión en mis músculos y tendones. Noté que al resto les sucedía algo parecido, excepto a Vilches, que miraba la escena, impávido, con sus codos apoyados sobre la mesa, mientras sus manos entrelazadas sostenían su mentón.
La tercera campanada.
Mi cuerpo estaba inmóvil. Sólo podía ver a la mujer que tenía enfrente, que me miraba, desesperada por respuestas.
La cuarta campanada.
Estático, descubrí que no podía gritar. Mi garganta estaba hinchada, estrecha. En la boca, la lengua se apretaba contra el paladar.
La quinta campanada.
Todos mis músculos estaban atrofiados, insensibles. Excepto mi corazón que latía , ensordecedor, en mis oídos.
La sexta campanada.
Mis pulmones intentaron aprovechar el hilo de aire que les llegaba. Un dolor indescriptible llenó mi pecho al intentar inhalar.
La octava campanada.
Gabriel ingresó al salón, tenía puesto un delantal de cuero negro. Yo era rigidez, vista, oído, dolor, incertidumbre, horror y conciencia.
La novena campanada.
La cabeza de la mujer, sentada enfrente a mi, cayó inerte sobre su pecho. El doctor vestía un guardapolvo de hule y colocó una valija sobre la mesa. Buscaba, revolvía. El ruido de metales golpeándose entre sí, era un tormento.
La décima campanada.
Rompieron mi pantalón y mi camisa. Clavaron agujas en mis brazos y en las piernas, conectadas a unas sondas. Los líquidos fluían por mi cuerpo. Entraban, salían.
Vilches, que observaba atento, se acercó y susurró a mi oído: —No habrá más soledad para usted, mi amigo. Desde hoy estarán unidos, para siempre. Con el alma y con la carne.
La undécima campanada.
Mi cuerpo se vaciaba, veía algunas luces titilando. En la cabeza, un zumbido enloquecedor impedía oír mis latidos, que cada vez eran más débiles.
La duodécima campanada.
El ruido de una sierra eléctrica y el reflejo de los fuegos artificiales en la ventana fueron lo último que percibí.
Las campanadas anuncian la Navidad. Voces y risas llegan desde el comedor. Las ventanas siguen cerradas. La luz de los apliques espeja el vidrio de la vitrina. Un par de brazos de mujer cosidos a mi espalda, se asoman como inútiles alas. Ignoro el destino de los míos. Dos piernas extendidas están cosidas a mis caderas. Estoy atrapado en este adefesio. Desmembrado, con conciencia plena. Eternamente oigo y veo.
Las partes de un todo. Un ensamble de almas y horror y carne. Unidos para siempre. Condenados a perpetuidad.
Rosana Domínguez
Al doctor Miguel Vilches lo había visto algunas veces en el pueblo. Era común que no respondiera un saludo. Fue una sorpresa, cuando al enterarse de que yo no tenía familia, había insistido en que pasara la Nochebuena con él. Me habló de lo fría que era la soledad, y la cruel sensación de esperar, en vano, la llegada de alguien.
Era una fecha especial, llena de reflexión, de balances internos, esas palabras me conmovieron. No tardé en convencerme y decidí concurrir.
Vilches vivía en un caserón antiguo, que exhibía en su decadencia, la reminiscencia del lujo que tuvo alguna vez. La hiedra carcomía las paredes. El polvo y las arañas habían sellado sus persianas angostas.
Llegué a la hora pactada. Frente a la entrada, vi a dos mujeres que esperaban que se abriera la puerta. Se notaba que no eran de la zona. Miraban con tensa curiosidad la deslucida ornamentación navideña. La vieja corona de muérdago y el par de campanas descoloridas colgando de la reja de una ventana, contrastaban con la fiesta de luces que vestía al barrio.
Me presenté y me comentaron que venían de distintos lugares y al igual que yo, no tenían familia.
Mientras conversábamos, las hojas de madera del portón se abrieron. El interior de la casa no desentonaba con la fachada. Un hombre muy amable nos recibió, y nos condujo hasta una sala amplia, donde nos esperaba el doctor Vilches.
—¡Bienvenidos! Soy Miguel. Encantados de tenerlos en mi casa. — dijo mientras nos dirigía una sonrisa carismática y nos daba la mano. Preguntó el nombre y nos observó detenidamente, en silencio. Ví en las mujeres cierta incomodidad, que comprendí al estrechar su mano y sentirlas frías como el mármol.
—Buenas noches, doctor —dije, al ver que mis compañeras habían enmudecido mirando la colección de animales embalsamados que ornamentaban el lugar—. Agradezco la invitación, y que nos permita pasar una Navidad diferente.
—Gracias a ustedes, por la confianza en venir. En estos tiempos la gente no se fía de otros. Sin embargo, aunque no me conocen. Decidieron asistir.
Extrañas palabras de bienvenida, pensé.
—¿Son animales de verdad? —preguntó la mujer más joven, evidentemente ajena a lo que expresó el doctor.
Vilches soltó una carcajada y asintió.
Empecé a prestar atención a esos seres momificados. Tenía la sensación de estar en un museo. Colgando del techo, sobre los mueble, diversos animales acoplados, recreaban criaturas extrañas, con pelaje opaco, pieles secas, con ojos vítreos que nos interpelaban, perpetuamente unidos entre sí.
—Veo que a usted también le interesa mi trabajo —dijo Vilches, mientras me ofrecía un vaso de whisky.
La luz tenue de los apliques en la pared, nos dejaba ver las sombras que esas extrañas criaturas proyectaban en el cielo raso.
—No sabía que usted era taxidermista. Debe requerir mucha dedicación y esfuerzo todo esto.
—Es cierto —dijo el doctor—. En realidad es un hobby, una pasión que tengo. Llevo muchos años investigando, para que produzca este impacto.
—No parece que estuvieran muertos —dijo la otra mujer, que miraba a dos serpientes ensambladas, con una mezcla de admiración y repugnancia.
Esa afirmación me hizo sentir hielo en la espalda. ¡Qué horror pensar que no lo estuvieran! Vilches me observaba, sonrió y levantó su vaso como saludándome. Caminó por la sala y se puso a mirar con su invitada una de sus creaciones.
—Veo que es muy meticulosa, mi querida —le dijo orgulloso—. Persigo la perfección. Por eso usted tuvo esa impresión —me miró sonriente—. ¿Se da cuenta, amigo? Es el impacto del que le hablé.
—Evidentemente lo ha logrado — dije con intriga— ¿Cómo surgió esta pasión, doctor?
—Como médico, he visto la muerte rondando muchas veces. Implacable. Llevándose el aire, las emociones, las historias de las personas por las que va pasando. Les doy a los embalsamados la inmortalidad. Siguen estando presentes.
En la seguridad de sus palabras, afloraba la arrogancia. Miró a las invitadas que seguían recorriendo la sala, con las manos en sus espaldas, como si no quisieran tocar nada.
—En un punto debe sentirse Dios.
Vilches no me respondió. Tomó de un trago el whisky que quedaba en su vaso. Se desparramó en un viejo sofá y me invitó a sentar, dando unas palmadas en el asiento.
—Me llama la atención que los represente de esta manera. Rejuntados, amalgamados.
—Tal vez le parezca extravagante mi trabajo. Voy a tratar de explicarme.—dijo, mientras buscaba las palabras correctas —Le he dicho cuando lo invité, que una de mis obsesiones era la soledad. Fíjese que curioso, aunque tengamos familia y amigos, morimos solos. Es un dilema. Ese viaje no se comparte. Creo que lo que hago es un acto de amor. Es estar acompañados en la eternidad. Un momento de unión creado para siempre. ¿No le parece?
La explicación atrajo la atención de las mujeres, que se acercaron al sofá, dónde estábamos conversando. Una de ellas se sentó con nosotros.
—Le agradezco su preocupación por los que no tenemos a nadie, aunque veo que también es su situación.
La observación incomodó al doctor.
—No es así. —contestó —Afortunadamente tengo dos hermanos que viven en otra ciudad, con los que estamos en contacto con mucha frecuencia. Si algo me sucediera ellos reclamarían por mí.
Al contrario de mi situación, pensé. ¿Quién se preocuparía si algo me pasara?
Mientras Vilches volvía a llenar su vaso con whisky, quise consultar por el origen de los animales, y la técnica que usó para disecarlos, pero desistí por temor a otra respuesta inquietante.
El hombre que nos recibió anuncia que está lista la cena.
—Gracias. Les presento a Gabriel, mi ayudante. Él nos atenderá esta noche. — dijo Vilches.
Los tres invitados sonreímos y los seguimos por el pasillo.
En el comedor, débilmente iluminado con velas, nos esperaba una mesa redonda repleta de manjares y delicada vajilla. Nos sentamos en el lugar que cada uno teníamos asignado.
—Antes de comenzar la cena, quiero decir unas palabras —dijo Vilches visiblemente emocionado—. Vuelvo a agradecer que estén aquí, en la víspera de la Navidad. No es casual. Mañana es el renacer de quien se sacrificó por nosotros. Y esto, querida gente, es un antes y un después. A partir de este día ustedes estarán unidos, eternamente.
Levantamos las copas tímidamente. El mensaje era confuso. La mujer a mi derecha me miró inquieta. La otra sonreía nerviosa.
La velada transcurrió con una tensa tranquilidad. La charla fue amena e intrascendente, algunos chistes del doctor y anécdotas de nuestras vidas. La comida era exquisita y el vino delicioso.
Con el postre, Gabriel trajo unas copas y un botellón de cristal.
—Como es tradición en mi familia, antes de que comiencen las campanadas que la anuncian, honramos la Navidad con esta bebida —dijo, levantando el botellón de cristal y llenando las copas—, receta única y secreta.
Probé un sorbo. Era ácido, alcohólico. Denso en la boca, producía ardor al tragarlo. Mis compañeras lo tomaron sin pensar. Hice lo mismo. El dueño de casa nos miraba comprobando que lo hubiéramos bebido. El sabor frutal del helado no logró quitar el extraño gusto del brebaje. En unos pocos minutos una serie de sensaciones extrañas me invadieron.
Cuando el reloj marcó las 11:48, sonó la primera campanada.
El comedor giraba , las voces se alejaban, mi cabeza parecía estar llena de piedras.
La segunda campanada.
Quise ponerme de pie. Fue inútil. Las piernas no me respondieron. Desde los hombros, un hormigueo recorría mis brazos, hasta las manos. Había tensión en mis músculos y tendones. Noté que al resto les sucedía algo parecido, excepto a Vilches, que miraba la escena, impávido, con sus codos apoyados sobre la mesa, mientras sus manos entrelazadas sostenían su mentón.
La tercera campanada.
Mi cuerpo estaba inmóvil. Sólo podía ver a la mujer que tenía enfrente, que me miraba, desesperada por respuestas.
La cuarta campanada.
Estático, descubrí que no podía gritar. Mi garganta estaba hinchada, estrecha. En la boca, la lengua se apretaba contra el paladar.
La quinta campanada.
Todos mis músculos estaban atrofiados, insensibles. Excepto mi corazón que latía , ensordecedor, en mis oídos.
La sexta campanada.
Mis pulmones intentaron aprovechar el hilo de aire que les llegaba. Un dolor indescriptible llenó mi pecho al intentar inhalar.
La octava campanada.
Gabriel ingresó al salón, tenía puesto un delantal de cuero negro. Yo era rigidez, vista, oído, dolor, incertidumbre, horror y conciencia.
La novena campanada.
La cabeza de la mujer, sentada enfrente a mi, cayó inerte sobre su pecho. El doctor vestía un guardapolvo de hule y colocó una valija sobre la mesa. Buscaba, revolvía. El ruido de metales golpeándose entre sí, era un tormento.
La décima campanada.
Rompieron mi pantalón y mi camisa. Clavaron agujas en mis brazos y en las piernas, conectadas a unas sondas. Los líquidos fluían por mi cuerpo. Entraban, salían.
Vilches, que observaba atento, se acercó y susurró a mi oído: —No habrá más soledad para usted, mi amigo. Desde hoy estarán unidos, para siempre. Con el alma y con la carne.
La undécima campanada.
Mi cuerpo se vaciaba, veía algunas luces titilando. En la cabeza, un zumbido enloquecedor impedía oír mis latidos, que cada vez eran más débiles.
La duodécima campanada.
El ruido de una sierra eléctrica y el reflejo de los fuegos artificiales en la ventana fueron lo último que percibí.
Las campanadas anuncian la Navidad. Voces y risas llegan desde el comedor. Las ventanas siguen cerradas. La luz de los apliques espeja el vidrio de la vitrina. Un par de brazos de mujer cosidos a mi espalda, se asoman como inútiles alas. Ignoro el destino de los míos. Dos piernas extendidas están cosidas a mis caderas. Estoy atrapado en este adefesio. Desmembrado, con conciencia plena. Eternamente oigo y veo.
Las partes de un todo. Un ensamble de almas y horror y carne. Unidos para siempre. Condenados a perpetuidad.
Rosana Domínguez