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Lo que llega por la mañana

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emilyliedo, Vie Dic 08, 2023 6:49 pm

Lo que llega por la mañana

AVISO MATUTINO:
Se solicita a Harold Hessen. Calle Solís 1990, piso 1 depto 3. Edificio tranquilo, sin vecinos, ideal para hombre divorciado. No hay teléfono. Venir en persona, solo.

Relees. No sales de tu asombro. Te frotas los ojos. Relees: “Se solicita a Harold Hessen”. Piensas que es una broma de mal gusto. Aplastas el diario contra la mesa, tomas tus llaves, tu mochila y tu campera, y sales a la calle.
Caminas por la ciudad derrotada por la avaricia y el resentimiento, que ahora emana una esencia pestilente. Observas a tu alrededor: sólo descubres autómatas que huelen a resignación. Tú eres uno más.
Fijas la vista en las baldosas ahuecadas. Pisas un charco barroso, sus gotas mugrientas te salpican el pantalón de gabardina. Notas que lo llevas puesto hace unos días o unos meses; no recuerdas cuándo fue la última vez que lo lavaste. Lo sacudes, sueltas unos improperios al cielo gris encapotado. Nadie pareció escucharte, a nadie pareció importarle.
Regresas a tu casa, no sabes por qué saliste.
Revuelves la pila de diarios viejos. Extiendes uno cualquiera, abres los avisos. Lees:

Se solicita a Harold Hessen, divorciado, cuarenta años, vida monótona, requiere cambio. No hay teléfono, no hay mail. Acuda personalmente a Solís 1990, piso 1 depto 3.

Sin querer, derramas una taza que está sobre la mesa: unos gusanos salen de ella flotando en una sustancia viscosa. En un gesto apresurado, intentas limpiarlo. No lo logras: los gusanos siguen retorciéndose sobre la madera roída.
Tomas tus llaves, tu mochila y tu abrigo, sales a la calle y, en un ilusorio entusiasmo, cambias el rumbo. Sientes tus pies acelerados sobre la vereda. Giras a la izquierda, luego a la derecha, te pierdes.
Solís 1900. Miras los números de las casas: 1988, 1992… No encuentras el 1990; sólo ves una galería oscura, abandonada, ni un letrero que indique el lugar. Te adentras en ella. Caminas lento, descubres las vidrieras tapadas con telas viejas y amarillentas. En el fondo brota de la oscuridad una señora que, con voz ronca, te llama:
—Don Harold, por aquí…
Miras atrás. Lo último que notas son los autómatas de la avenida. Y vas detrás de la mujer.
Subes los pesados peldaños uno a uno, con resignación, como un hombre vencido. Cruzas el largo corredor. Las luces parpadean ilusorias e invisibles, no alumbran tu camino. Un empapelado desgarrado y horripilante viste de harapos las sucias paredes. Al final del recorrido, una puerta. No distingues su color: está todo en penumbras. Palpas la perilla, la giras suavemente, rechina en tus manos. Abres la puerta. Un gato negro se escurre entre tus piernas, huyendo por el pasillo como alma endiablada; no puedes ver a dónde va.
Entras, das unos pasos leves por el salón: es un comedor o un escritorio con una silla; en la media luz no puedes discernirlo. Luego ves un sillón de un floreado percudido y una mesita ratona con un florero lleno de margaritas marchitas. En el fondo, una ventana cerrada, con los postigos de un verde oxidado, sucio.
Otra puerta. La empujas con desconfianza. Desde un rincón, sentado detrás de una mesa de algarrobo, te mira un señor de bigotes pronunciados y pelo blanco brilloso como la hoja de un cuchillo afilado. Destapa de la oscuridad una mano arrugada y huesuda, la desliza por la madera rasposa.
—Siéntese, Harold, lo estaba esperando —escupe de su boca trémula. Cierras la puerta detrás de ti.
—Leí su anuncio —dijiste—. Harold Hessen.
—Lo sé. Acérquese más, que no puedo verlo.
Te acercas al viejo. Los bigotes le cubren toda la boca, y no puedes notar la mueca que se esconde debajo. Las ojeras remarcan su rostro pálido. Una camisa ceñida hasta el cuello lo ahorca, un saco de raída lana marrón abriga su espalda.
El gato pasa frotándose en tu pantalón, con la cola en alto en señal de atención hacia el individuo desconocido que eres tú. Lo miras, y ronronea a tu lado. Sus ojos verdes te escudriñan. Lanza un maullido que te desorienta, pareciera que te llama por tu nombre.
La voz del anciano te saca de tu ensimismamiento:
—No tengo mucho tiempo, verá… Estoy algo viejo. Solicité su presencia porque necesito que alquile este lugar. Y estoy apurado. ¿Cree que podrá ocuparlo a partir de hoy?
—No entiendo. ¿Cómo supo que necesitaba mudarme?
—¿Y no necesita mudarse?
—Sí, pero…
—Entonces no dé vueltas. Este lugar es suyo, tiene su nombre.
El viejo se levanta de la silla; ahora habla desde el rincón del comedor, en la penumbra de la habitación contigua. Susurra, y sus palabras se esfuman en la distancia.
Desde donde estás, inmóvil y atónito, ves cómo el hombre sale del departamento. Te quedas estupefacto, pero pronto la figura de un gato de turmalina te llama la atención y te abstraes en la vitrina que está detrás de la mesa, y en todos los frasquitos y estatuillas de porcelana que pueblan sus estantes. Levantas una escultura; te ensucia el dedo, y lo limpias en tu pantalón de gabardina.
Un portazo te distrae: entra la señora que habías visto abajo.
—Entonces, don Harold —dice con esa misma voz ronca—, va a alquilar el lugar, ¿verdad? Le traje el contrato.
Unos papeles tambalean en sus manos arrugadas, llenas de grotescas verrugas como horribles arañas peludas que caminaran por ellas. En la escasa luz, no puedes verificar si son pequeños bichos o es una ilusión. La vieja frunce las cejas: no le gustará que la mires.
—El señor… —te detienes, no recuerdas su nombre, conjeturas que no te lo ha dicho —no me ha mencionado el costo del alquiler, no sé si podré costearlo, además no he visto la totalidad del departamento, pero creo que es muy grande para mí.
—No lo es.
La vieja apoya los papeles en la mesa. Su larga pollera limpia el piso de madera. Te acercas: el alquiler es tentador, nadie podría negarse a ese precio. Firmas.
La vieja se sienta en la punta del sillón, casi que se hunde en una de las flores y se la traga el polen de una margarita rosa estampada en el sofá gastado. No la miras, la sigues con el oído:
—Hizo un buen negocio, Harold, ya lo verá.
—¿Y el señor no vendrá otra vez?
—¿Para qué lo necesita? ¿No le alcanza con mi compañía?
La voz ronca se le difumina entre el sofá y la mesita ratona, entre los frascos y las fotos viejas de los portarretratos polvorientos. La mujer se fue, o la perdiste de vista. El gato también se va, maullando y saltando como un conejo.
Algo como una voz se desliza por las paredes del living. Caminas por el departamento; te pierdes en los pasillos. Aun no te acostumbras a la media luz, pero no te atreves a prender una lámpara o abrir las ventanas. Te dejas llevar por el murmullo que viene de la otra habitación.
El crepúsculo se anuncia entre las cortinas; un último hilo de luz pálida se filtra por la rendija. Encuentras una cama. Piensas que mereces un descanso, y te acuestas. Pruebas con mesura el colchón: te da la impresión de que no estás solo en él.
Palpas la suavidad de las sábanas, luego aparece una extraña sensación, como cuando tocas algo esponjoso, aunque no lo suficiente para determinar si es un ser vivo. Piensas que es el gato, pero lo oyes merodeando en los techos, lejos.
Sigues tocando, casi que te gusta. Unos dedos se asoman, se deslizan entre las sábanas; parecen un arroyo de serpientes. Uñas largas y afiladas rasgan la tela desde adentro. La cosa toma forma, como si el colchón se la hubiese tragado y ahora se elevara debajo del lienzo blanco. Te seduce:
—¿No quieres mi compañía?
Tiemblas. La tela se desliza hacia abajo. La tenue luz lunar que entra por las rendijas deja ver a una mujer de tumultuosos pechos y una hermosa melena que se confunde con la oscuridad.
—Ven aquí —dice su boca de turgentes labios que se cierran, fingiendo un beso.
Te dejas llevar, te aferras a su cuerpo, le das el calor que le falta a esa piel tersa como un pétalo caído. Leves gemidos nacen quizá de su garganta y mueren en tus labios cuando la penetras. Su mirada te devuelve tu reflejo. Cansado, dejas que el colchón te absorba, tus párpados se cierran. Te duermes.

Despiertas, pequeños rayos de sol se estacan en el piso de madera. Uno de los rincones está muy oscuro. Te das vuelta, buscas. La mujer ya no está. Pero no te sientes solo: una sombra mendiga compañía en aquella esquina. Una mano quieta te apunta con su índice, sólo ves el brazo y nada más. Te arrastras entre las sábanas. La superficie ya no es acolchonada: tus manos palpan el gélido metal de la camilla que te sostiene. Pones los pies en el suelo: está más lejos que cuando te acostaste. Confundido, caminas hacia las sombras, llegas al rincón, tomas la mano de esos hermosos dedos finos. No hay respuesta. Ella sigue quieta en el rincón, petrificada, con la mirada en un punto fijo. Sus ojos se pierden entre esas gruesas pestañas que brotan de sus párpados de plástico.
Te distraes con el chirrido de la puerta de entrada, que hace eco en los pasillos de la casa.
Turbado, sales de la habitación. El gato se cruza entre tus piernas, y sientes que la mala suerte se te impregna en la piel.
El viejo te espera apoyado en la mesa de algarrobo; una tenue luz da en su rostro demacrado. Te acomodas en la silla. Repiqueteas tus uñas en la mesa, te impacientas. Se pasa el día, o eso crees, por la posición de las sombras que se proyectan en el piso. El viejo por fin habla:
—Te dejo el diario, muchacho. Página 53.
Lo desliza por la mesa hasta que cae en tu falda. Lo abres, buscas la página:

Se solicita la presencia de la familia de Harold Hessen. Coronas florales a la dirección Solís 1990, primer piso, departamento tres. Cochería Martínez-Menéndez. No hay teléfono, acudir en persona.

María Emilia Liedo (Emily Liedo)

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federico Vilar, Vie Dic 08, 2023 6:58 pm

Interesantísima re-intepretacion de Aura. Carlos Fuentes marcó mi vida y esa novela en particular, creo que me cambió la forma de ver la literatura. Te aplaudo: la forma de traerlo a la actualidad, de ponerlo en primera persona, de que la historia se desarrolle en Buenos Aires. Excelente.
Fijate que crearon un sub foro para ir colocando ahí los cuentos de terror. También lo podes mandar a participar del concurso, en el apartado que está en la página principal

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emilyliedo, Vie Dic 08, 2023 7:29 pm

Gracias, Federico. Soy nueva en este foro, y estoy media perdida. (Pensé que lo había posteado en el subforo)
Y coincido con vos, totalmente. Carlos Fuentes es una gran influencia en mí, "Muñeca reina" fue un antes y un después en mi estilo literario. Y de ahí, mi amor (medio extraño) por lo inmóvil.
Gracias por la data, ahora veo en dónde colocar el cuento.