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Cuento de terror: In medias res

Publicado: Vie Dic 08, 2023 8:17 pm
por Marina Gomez Alais
In medias res

La rapidez con la que transcurren los sucesos, supera con creces la capacidad de almacenamiento que tiene la memoria o, sencillamente, el cerebro se satura de información desagradable, guarda lo que menos daño provoca y desecha lo que resuena con los miedos más profundos.
¿De qué manera uno hilvanaría —no sin antes descomponerse— en un mismo párrafo, los vocablos “ferrocarril”, “hedor”, “niño”, “descomposición”, “calmo”, “degollamiento”, “retrete”, “sonriente”, “excremento”?
El veinticinco de abril de mil novecientos cincuenta y tres, las primeras planas de todos los periódicos lo escribieron sin tapujos y con todas las letras, asegurándose ventas récord de ejemplares.
“Por la madrugada del miércoles próximo pasado, en la estación Ezpeleta del Ferrocarril General Roca, personal de limpieza fue requerido para revisar las instalaciones de los baños públicos a causa del hedor nauseabundo que de allí salía. Para sorpresa y horror del empleado, detrás de una de las puertas, se enfrentó con una situación inesperada: sobre la tapa de uno de los retretes y hundido en una profusa deposición, encontró a un niño de, aproximadamente, seis meses de edad, calmo y sonriente, comiéndose su propio excremento. Volvió el hallazgo aún más espeluznante que, apoyada entre sus piernas y envuelta en un lienzo ensangrentado, tuviera una cabeza putrefacta. La víctima de degollamiento —supuestamente, de sexo masculino—, todavía no ha podido ser identificada por el avance en su estado de descomposición.”
El escenario en el que encontraron al “bebé del baño” —así se lo mencionó, mientras se mantuvo en vigencia el caso— se calificó como aberrante, pero, a decir verdad, no se ha creado todavía la palabra adecuada que alcance a describirlo en su total dimensión.
Forenses, investigadores, policía científica, periodistas, centraron la atención en este incidente que les provocaba más curiosidad que náuseas, pero no sabían por dónde empezar a desentrañar el misterio. La criatura no tenía ni una sola huella dactilar sobre su piel y la cabeza, así las hubiera tenido, ya no resultaban detectables. El corte en el cuello era tan preciso que no hubo modo de descubrir con qué herramienta se había realizado. Tampoco se habían radicado denuncias de desaparición de niños ni nadie se presentó para reclamarlo. De haber existido en esa época las pruebas de ADN, tanto con los huesos del cráneo como con la saliva del bebé, habrían resuelto gran parte del enigma porque el niño era hijo del degollado.
No tuvo resolución y, como la prensa difunde hasta que la noticia deja de rendir, en pocos meses ya no se habló del asunto.
Por raro que parezca, hoy nadie lo recuerda.
Todos olvidaron, excepto dos personas.
Jaime no puede dormir más de tres horas diarias. Tampoco pudo volver a limpiar baños.
Cada madrugada, a las tres y veinte —la hora del hallazgo macabro—, se despierta transpirado y gritando. Sueña con el bebé que agita sus manitos enmierdadas y muestra con una sonrisa las encías marrones, mientras mece la cabeza podrida sobre su falda. Le hace morisquetas, levanta los brazos gordos y cortos, pide que lo alce. Casi todas las noches, vomita. Ya pasaron cinco años del suceso y no logra superarlo. Se desvela pensando en qué habrá sido de ese chico. Si seguirá vivo, si alguien lo habrá reclamado, si fue dado en adopción, si todavía dormirá en una institución de menores. Prefiere convencerse de que no tendrá memoria de nada, si cuando pasó “todo eso” era apenas un bebé. Todavía siente en la yema de sus dedos la textura viscosa de su cuerpo rollizo untado de caca. “Es caca de bebé”, pensó para poder alzarlo sin asco y arrancarlo de ese infierno. Todavía ve caer la cabeza fofa del degollado que impacta sobre los mosaicos, se estampa sobre el suelo como un bofe y le salpica la cara. Nada le quita de la cabeza que, si buscaran a la madre, encontrarían a la asesina, pero quizás a estas alturas, también sea una muerta en vida.
Gina no quiere dormir. Esconde debajo de la lengua las pastillas que le obligan a tomar y cuando se va la enfermera, las escupe. Las pocas veces que concilia el sueño, aparecen ellos envueltos en sangre y mierda y ya no soporta verlos. En el desorden con el que se suceden sus pensamientos, la acosan visiones de los dos en la cámara frigorífica del negocio, colgando de ganchos y entremezclados con las medias reses. No entiende, exactamente, qué es lo que pasó. Todo se acerca y se aleja como una estampida de toros. Hace unos meses, se arrancó los ojos pensando que la ceguera le iba a traer un poco de sosiego, pero solo la obligó a mirar hacia adentro y deambular entre las sombras de su aterrador universo interno. Se lava las manos de manera obsesiva, como no hay modo de limpiarlas, se desolla los dedos y las palmas hasta quedar en carne viva. En la carnicería carneaba a las vacas a la par de su marido, aunque él fuera el experto.
Las imágenes persisten. Van y vienen, la perturban. Por momentos, imagina que todo el cuerpo se le cubre de manchas rojas que huelen a sebo y a animal muerto y oye sus propios quejidos fusionados con los insultos de su marido y el llanto del bebé, y supone que está dormida y atrapada en una irremediable pesadilla, pero no, ella ya no duerme y eso no es un sueño sino su realidad monstruosa. Ella es monstruosa. Su marido es monstruoso. Su bebé es monstruoso. No importa lo que haga, ahí siguen los tres pegoteados, recordando lo miserables y puercas que son sus vidas.
Cómo se mata después de matar. Cómo se abandona después de abandonar.
Luego olvida. Más tarde recuerda algunos detalles.
Los abandonó juntos como una última forma de piedad. Uno vivo, el otro muerto, aunque pensando que, al fin de cuentas, el niño quedaba bajo la mirada de su padre. Pero la persigue esa diminuta sonrisa de mierda. Los dedos carnosos que se hunden en la pasta marrón, el pequeño come mierda —al que no pudo nunca llamar hijo— se chupa las manitos embadurnadas.
Y ahí se detiene esa oleada de recuerdos y avanza otra, que arranca de más atrás.
Piensa que no es un hijo lo que entra en el cuerpo por la fuerza. Es una posesión, una miniatura de demonio, el recordatorio permanente de su hechura sucia de semen violento. Al salir, desgarró su cuerpo, idéntica a la ferocidad con la que lo hizo entrar su progenitor.
Escucha golpes y tapa sus oídos. Abraza las piernas y se balancea. La destroza a golpes como a una vaca muerta, la somete al ultraje y a la locura.
La doctora pregunta, ella sigue muda, aturdida por el estruendo de las trompadas.
El odio se reconcentra y lanza recuerdos amontonados, salen a borbotones como en un chorro de sangre, en un presente continuo y acelerado.
Lo mata a mazazos mientras duerme. Desmantela su cuerpo con la sierra. Pela los huesos y los mezcla con los de los animales. Se lo llevan los seberos en el camión. Pasa la carne por la picadora y la va tirando a la basura, poco a poco. Solo queda la cabeza arriba de un estante. Los ojos miran con una expresión tan viva, que electriza. El bebé sigue creciendo y ya no soporta que le recuerde a la bestia. Si bien no puede quererlo, tampoco se atreve a matarlo. Después se torna todo muy confuso. Al momento de dejarlos, la criatura se caga como si hubiera explotado algo en sus entrañas. Se encierran en un baño, le quita la ropa, intenta limpiarlo, pero el crío sigue perdiendo como un surtidor y mete sus manos en la mierda y después en la boca y todo se sale de control. Apoya la cabeza del padre en su regazo. Cierra la puerta. Corre.
Gina, por fin, va a confesarse con su psiquiatra. Sonríe aliviada porque la verdad libera. Abre la boca y no hay nada para decir, la historia se esfuma en la niebla de la desmemoria. Se pierde para siempre. Ni siquiera sabe por qué quedó ciega ni donde está ni quién es.
Solo recuerda una hilera de medias reses que chorrean sangre sobre el piso, colgadas de ganchos plateados, relucientes.