Cuento de terror para concurso "El Guardián
Publicado: Dom Dic 10, 2023 1:07 pm
El Guardián
- ¡Dale chango! Anda a buscarlo que lo hicimos cagá- gritó Segundo.
- Dale, dale, dale- agregó Hilario.
Me metí entre los matorrales, con mis alpargatas blancas, camisa arremangada y el machete.
- Acá esta muchachos- les dije, levantando la presa con la mano derecha.
Colgaba de mi mano, su pata trasera izquierda entre mis dedos ensangrentados. Una vizcacha del tamaño de un perro grande, pesaba unos quince kilos más o menos. Guardé el machete en su funda, que colgaba de mi cintura y me cargué el botín en los hombros.
- Bueno, con esto ya tenemos- dije.
- Sí- me respondió Hilario y se colgó la escopeta en el hombro.
- Paren, paren- dijo Segundo-, todavía hay un montón de vizcachas, llevemos algunas más.
- Pero el abuelo nos pidió una sola, y con esta ya tenemos- le dijo Hilario- no hay que matar porque sí chango, ya sabes.
- Pero si podemos tener más, así mañana no volvemos ¿a vos te gusta venir todo el tiempo al monte?
- Así tienen que ser las cosas- le respondió Hilario-, venimos cuando hace falta.
- Si ustedes carneros quieren irse, váyanse, yo me quedo por acá, voy a agarrar unos cuantos más y me vuelvo.
Nos miramos sin decir nada, sabíamos que no era bueno eso, pero Segundo era el más terco de todos, no iba a aceptar que estaba mal lo que hacía, además, nunca le gustó seguir las reglas, siempre dijo que las historias de los más viejos eran todas inventadas. Él nunca vio ni sintió nada.
Nos fuimos con la vizcacha al hombro, la escopeta colgando y tomando unos tragos de ginebra, aunque era la siesta, la ginebra nunca faltaba, un buen trago y un mordisco al charqui, era lo que más me gustaba de las vacaciones en la casa de mis abuelos. Cazar, comer y tomar alguna ginebra en medio de lo que sea que estemos haciendo. Mientras salíamos a cazar con mis primos, mi abuela se quedaba amasando pan casero en el horno de barro, a veces, hasta tenía chicharrón, no puedo explicarles lo que era eso, una vez, una compañera de escuela dijo que era un orgasmo de sabor al probar no recuerdo qué cosa y esa creo que era la mejor definición para ese pan.
- Bueno, bueno- dijo el abuelo cuando llegamos- parece que hoy comemos unas buenas empanadas, Pocha, hagamos unas tapas, hay que mantener el calor en el horno.
Música para mis oídos.
Yo, que llegaba una vez por año desde la Capital Federal, ver tanto verde, tantos animales salvajes, tantas historias, hornos de barro, calentar la pava en las brasas, pan casero, era demasiado, cosas que en mi casa no podíamos ni imaginar. Era un verdadero paraíso gastronómico y para la vista.
- Angel- dijo el abuelo- vayan a traer unos troncos para el horno.
- Sí abuelo- le respondí y nos fuimos caminando con Hilario para atrás de la casa, donde estaban las enormes montañas de leña, de todos los tamaños que uno pueda imaginar.
Nos siguió mi prima más chica Faustina, la hermana de Segundo, que aún no había vuelto del monte.
- ¿Cuántas vizcachas trajeron? – preguntó Faustina.
- Una sola, no hace falta más.
- ¿Y Segundo?
- Quería cazar algunas más, enseguida va a llegar.
- Pero el abuelo siempre dice que nos es bueno cazar de más, que al monte eso no le gusta.
- Si, ya sé- dijo Hilario- se lo dijimos a Segundo, pero él hace lo quiere, como siempre.
- Sí- dijo Faustina- el siempre hace lo que quiere.
Caminamos unos cien metros y llegamos a la montaña de leña. A un lado, estaba la carretilla que siempre se usaba para transportar los troncos.
- Vos agarra la carretilla Angel que nosotros la cargamos.
- Dale- respondí, y acomodé la carretilla frente a la montaña, para que ya quede lista en dirección al horno de leña.
Cuando la tomé por ambas manijas, sentí algo pegajoso en las manos. Una vez ubicada en su lugar, la apoyé en el suelo y me miré las manos, tenía un líquido viscoso, pegajoso, de color rojo medio violáceo. Me dio bastante asco la verdad, pero no sabía que era, largaba un olor nauseabundo, como a animal muerto, las limpié con algunas hojas secas y pedazos de pasto que había por ahí.
Cargamos la carretilla y la llevamos al horno.
Para cuando llegamos, la vizcacha, ya estaba colgando de sus patas traseras en la rama de un árbol que estaba al lado del quincho de atrás, al lado del horno de barro y el fogón eterno- así le decía yo, porque nunca se apagaba, a la hora que sea del día o de la noche, uno ponía a calentar la pava o lo que sea, y esas brasas estaban ahí, siempre-. El cuero colgando de la cabeza, se veían todos sus músculos, era el paraíso para un estudiante de veterinaria y, estoy seguro, ninguno habría visto a un animal así en vivo y en directo, pero acá era moneda corriente. El hilo de sangre cayendo sin cesar, mientras se secaba en el interior y los perros, haciéndose un festín de proteínas, si bien no era adrenocromo, para esos caninos era vida pura. Los ojos vidriosos, desencajados, parecía que lo miraban a uno y la mandíbula con todos los dientes a la vista.
Entre todos ayudamos a cortar en pedacitos a lo que unas horas antes era un animal herbívoro que vivía libremente en el monte. Si uno lo cuenta así, es una película de terror pero, en realidad, es lo que venimos haciendo desde que existimos <Pasame el comino> <metele más ajo> <un poco de sal> cosas que se podían oír mientras se preparaba el relleno.
- Changos- dijo el abuelo.
- Si abuelo- dije yo- ¿Qué necesita?
- Vayan a buscar a Segundo, que se deje de joder y venga que acá hay trabajo que hacer.
- Si abuelo- dijo Hilario- venga primo, vamos a buscar a ese tarado que se debe haber quedado durmiendo en el monte.
Agarré el machete que me gustaba llevar a todos lados, no sé, me hacía sentir no sólo más seguro, sino que me decía que estaba ahí, en el campo, en el monte y que llevar un machete decía que era un hombre de campo, aunque mis zapatillas deportivas digan lo contrario. Hilario agarró su sombrero de paja y su machete.
Habíamos dejado a Segundo a unos cuatro kilómetros de la casa de los abuelos, dentro de su propio campo, pero más allá del cerco principal, que marcaba hasta dónde podía llegar el ganado y, normalmente, sólo se atravesaba para cazar o cuando había que llevar el ganado de un campo a otro, ya sea para vender o para traer nuevas cabezas.
- ¡¡Segundooo!! – gritó Hilario- Dale chango que el abuelo nos mandó a buscarte, están preparando las empanadas y hay que ayudar ¡Dale chango!
- ¡Segundo! – grité yo- ¡Vamos primo!
- ¡¡Segundo!! ¡¡Dale que estoy cagao de hambre chango!!
- ¿Dónde se metió este tipo? – dije.
- Mire primo, no sé dónde se habrá metido, pero lo voy a hacé caga cuando lo vea.
- ¡Segundooo!
- ¡Changooo!
Caminamos cómo seis kilómetros en total. Nos alejamos más del lugar donde lo habíamos dejado, pero no lo encontrábamos. Estábamos entrando en la zona de yuyos y matorrales más altos de dónde solíamos cazar las vizcachas. Segundo no aparecía.
- Se habrá dormido este flor de pelotudo- dijo Hilario, ya fastidiado y enojado porque su hermano menor no aparecía- siempre hace lo mismo, ya va a ver cuándo lo agarre.
- Ya va a aparecer, debe andar por ahí, vamos para donde lo dejamos ¿Te parece?
- Dale, volvamos para ahí.
Caminamos durante más o menos media hora más, de un lado al otro, no podía haber desaparecido así, sin más.
Segundo era el más rebelde y valiente, por eso, hacía lo que le daba la gana. Se escondía. Llegaba tarde. Salía a la siesta sin permiso y un sinfín de cosas que supuestamente no se podían hacer, pero que él las hacía igual. Los abuelos se cansaban de decirle y decirle y decirle, pero a él no le importaba y, esta, era una de esas oportunidades en las que hacía lo que tenía ganas.
- Vení primo.
Fui corriendo, estaba a unos cincuenta metros de Hilario. Cuando llegué, nos miramos por unos segundos y dirigimos los ojos a lo que se encontraba en el suelo. Una vizcacha más grande aún que la que habíamos llevado unas horas antes para la casa, le habían cortado la cabeza y tenía el machete de Segundo clavado en el estómago. La cabeza no estaba a la vista. Tampoco Segundo.
- ¿Qué pasó acá primo? – pregunté.
- No sé chango, pero algo pasó, Segundo puede ser un pelotudo, pero nunca dejaría el machete tirado. Algo raro pasó acá, esto no me gusta nada puta que lo parió- agregó y sacó el machete de su cintura. Yo lo seguí, si Hilario sacaba el machete de esa manera era porque algo lo inquietaba, si es que no lo asustaba.
Dimos unos pasos más y encontramos una de las alpargatas de Segundo. Nos miramos sin decir nada, con ojos preocupados, temerosos. La levantó.
- Hijo ‘e puta chango- la soltó tan rápido como la había agarrado y al caer, larvas de gusanos volaron por los aires como si una granada hubiera explotado dentro de la alpargata.
Tenía manchas de sangre que resaltaban en la tela blanca.
- ¡¡Segundooo!! ¡¡Segundooo!! – comencé a gritar con desesperación.
Unos pastizales comenzaron a moverse más adelante. Hilario tomó el machete con fuerza, yo lo seguía detrás, me transpiraban las manos y me costaba mantener la empuñadura firme. Hilario levantó con fuerza el brazo y comenzaba a caer con velocidad, cuando se detuvo en seco, a centímetros de la cara de Segundo, que lloraba y suplicaba por piedad. Tenía el rostro completamente ensangrentado, hinchado como un boxeador que acababa de recibir una paliza dentro del cuadrilátero. Estaba doblado en el suelo, casi en posición fetal, completamente desnudo, lleno de moretones, algunos de sus dedos quebrados. Aullaba del dolor.
- ¡¡SEGUNDO!! – gritó Hilario.
- ¡¿Qué te pasó?! – pregunté yo, también a los gritos.
No había un animal en el monte que pudiera hacerle eso. Me imaginé a mi primo luchando contra un tigre o un león o un gorila embravecido, desgarrándolo por completo, dejándolo completamente desnudo, sangrando por todos los lados que uno pueda imaginar. Le faltaban dientes, las orejas chorreaban sangre seca, rodeado de moscas. Estaba hecho mierda. Apenas lo podíamos mover. Lo dimos vuelta, para tratar de levantarlo y un chorro de sangre saltó como un geiser ¡¡Tenía una planta de maíz empalada en el culo!!
Lo levantamos como pudimos y lo llevamos para la casa.
Fue un verdadero alboroto. Todo el mundo estaba allí. Los Almada. Los Altamirano. Los Sotelo. Todos.
Cuando llegó el medico del pueblo, lo revisó y, efectivamente, alguien le había dado la paliza de su vida. Estaba tan golpeado, que no podía quedarse en ninguna posición y mucho menos moverse. Estaba destrozado, con los ojos hinchados, llenos de sangre. Cuando el médico le preguntó que le había sucedido, apenas pudo balbucear sin que se le llegase a entender nada.
Estuvo todo el tiempo en cama, sin moverse, sin comer, apenas tomando agua. Bajó de peso tanto, que parecía quebrarse con solo tocarlo. La abuela estuvo junto a él todo el tiempo, no se movió en ningún momento, con el rosario enredado entre los dedos, rezaba para que se ponga bien, rezaba por lo que le había sucedido, rezaba porqué, decía, eso no era natural, no era cosa de hombres. Decía que a Segundo lo había atacado un Espanto, que algo había pasado en el monte, que algo les había molestado y por eso lo agarraron.
- Lo lastimaron- decía la abuela- no lo llevaron para que veamos que hay cosas que no se pueden hacer y lo que pasa cuando alguien hace lo que no se puede.
- ¿Quién lo agarró abuela? – le pregunté una tarde.
- Un guardián mijo ¿Qué se quedó haciendo Segundo cuando ustedes se vinieron para la casa?
- Quería cazar más vizcachas abuela. Le dijimos que se venga con nosotros, pero no quiso.
- Montón de veces le dije que no joda a los animales, que eso no está bien, no puede andar cazando porque sí. Es un pelotudo- dijo casi inaudible, como si hablara con ella misma.
- ¿Vos decís que algo en el monte lo agarró abuela?
- Pero claro mijo, lo cagaron a palo, lo violaron, lo dejaron tirado para que lo encontremos, para que veamos lo que pasa cuando hacemos cagada.
Yo estaba aterrorizado. No quería ni salir a buscar algo lejos de la casa.
Otra noche más llegó y Segundo seguía postrado en el catre. Mi abuela con el rosario y yo, sentado en la punta de la mesa del comedor, mirando a la nada y todo al mismo tiempo. Aún no podía creer lo que estaba sucediendo y me invadían imágenes, momentos, destellos de lo que pudo haber sido para Segundo pasar por lo que pasó.
Eran las diez más o menos y yo cabeceaba en la esquina de la mesa.
- Vaya a dormir mijo, que Hilario y su abuelo ya están por llegar- me dijo la abuela- y no salga por nada, quédese adentro que su abuelo lo busca a la mañana.
Obedecí.
Abrí los ojos y aún era de noche. Me despertó un ruido que venía de afuera, como si alguien estuviera caminando y pasando un palo por las paredes de ladrillos. Iba y venía, con ese palo. No me dejaba dormir. Había un olor a hierba húmeda en el ambiente como si hubiera llovido toda la noche. Me asomé por la ventana, pero no vi nada y, sin embargo, el palo o lo que sea se seguía oyendo ir y venir contra la pared. Media hora después, se seguía escuchando y después de gritar algunas veces por la ventana, tratando de que alguien me escuche desde la casa y que nadie responda, pude oír una voz conocida.
- Vení changuito, abrí la puerta que estoy acá afuera.
- ¿Quién sos? – pregunté con voz temblorosa.
- Soy yo changuito, vení así lo vamos a ver a Segundo que se está poniendo bien, ya anda como si nada, es fuerte ese desgraciado.
- ¿Dónde estás? Asomate.
- Estoy acá, dale, salí así lo vamos a ver a ese hijo e´ puta.
- Llamala a la abuela, ella te va a dejar pasar, yo no puedo- le dije, recordando lo que me había dicho antes de que me venga a dormir, que no salga por nada y que espere al abuelo que me iba a buscar en la mañana.
- Esa vieja puta no me deja entrar.
Su voz había cambiado por completo, ya no me resultaba familiar, al contrario, daba miedo, era una vos ronca, apagada, de ultratumba y se oía enojada.
- Yo no te puedo dejar pasar- le dije.
- Chango de mierda, abrime esa puerta, vine a llevarme a Segundo, él es mío, abrime la puerta si no querés que te pase lo mismo que a él.
Sentí las piernas calientes, mojadas. Me había meado encima.
- Hasta acá se siente el olor meo chango, abrime, ya te dije que no te quiero a vos.
- ¿Y por qué lo querés a Segundo, te parece poco lo que le hiciste?
- Eso no es nada comparado con lo que le espera.
- ¡Abuela! ¡Abuela! – gritaba yo por la ventana.
El ruido contra las paredes no cesaba, era cada vez más fuerte, de a ratos se volvía ensordecedor.
- Te voy a hace mierda chango si no me dejas entrar, vas a ver lo que es sufrir, Segundo ya te habría entregado en bandeja de plata si estaba en tu lugar, ese no quiere a nadie, te voy a meter todo el maíz que te entre por el culo vas a ver, te voy a arrancar las uñas y me las voy a comer adelante tuyo hijo e´ puta. Te voy a arrancar los huevos y te los voy a hacer comer mientras te abro la panza chango, y te vas a volver a comer tu propia mierda.
- ¡Pará! – le grité- ¿por qué viniste? ¿qué querés?
- Porque no se jode a las criaturas del monte, ustedes tienen todo, animales, agua, todo, y no les importa y salen y matan más de lo que necesitan y eso está prohibido acá y Segundo lo sabía y no le importó un carajo y se lo advertí cuando me vio la otra vez, le hice saber que no podía seguir así, que no podía matar por matar.
Me quedé apoyado con la espalda sobre la puerta, pensando en lo que el Pompero me acababa de decir. Los golpes y el palo en las paredes cesaron, el olor a hierba húmeda se fue tan rápido como llegó. Me acosté y enseguida me quedé dormido.
Al día siguiente, cuando me levanté, Segundo ya no estaba. La abuela estaba sentada, al costado de la cama, con el rosario entre los dedos.
- No sé cómo se lo llevó mijo, estuve toda la noche acá, ni me moví y hoy ya no estaba- no levantaba la cabeza.
- ¿Y cómo se lo llevó? – pregunté.
- Alguien lo dejó entrar mijo, alguien lo dejó entrar.
¿Había sido yo?
Pero no le abrí la puerta, ni siquiera le dije que pase.
Nunca más lo volví a ver. Fui al campo unos años más y luego ya no regresé. Todo cambió desde que Segundo desapareció y yo no dejo de preguntarme si fui yo, quien dejo entrar al Pompero para que cumpla con su cometido.
- ¡Dale chango! Anda a buscarlo que lo hicimos cagá- gritó Segundo.
- Dale, dale, dale- agregó Hilario.
Me metí entre los matorrales, con mis alpargatas blancas, camisa arremangada y el machete.
- Acá esta muchachos- les dije, levantando la presa con la mano derecha.
Colgaba de mi mano, su pata trasera izquierda entre mis dedos ensangrentados. Una vizcacha del tamaño de un perro grande, pesaba unos quince kilos más o menos. Guardé el machete en su funda, que colgaba de mi cintura y me cargué el botín en los hombros.
- Bueno, con esto ya tenemos- dije.
- Sí- me respondió Hilario y se colgó la escopeta en el hombro.
- Paren, paren- dijo Segundo-, todavía hay un montón de vizcachas, llevemos algunas más.
- Pero el abuelo nos pidió una sola, y con esta ya tenemos- le dijo Hilario- no hay que matar porque sí chango, ya sabes.
- Pero si podemos tener más, así mañana no volvemos ¿a vos te gusta venir todo el tiempo al monte?
- Así tienen que ser las cosas- le respondió Hilario-, venimos cuando hace falta.
- Si ustedes carneros quieren irse, váyanse, yo me quedo por acá, voy a agarrar unos cuantos más y me vuelvo.
Nos miramos sin decir nada, sabíamos que no era bueno eso, pero Segundo era el más terco de todos, no iba a aceptar que estaba mal lo que hacía, además, nunca le gustó seguir las reglas, siempre dijo que las historias de los más viejos eran todas inventadas. Él nunca vio ni sintió nada.
Nos fuimos con la vizcacha al hombro, la escopeta colgando y tomando unos tragos de ginebra, aunque era la siesta, la ginebra nunca faltaba, un buen trago y un mordisco al charqui, era lo que más me gustaba de las vacaciones en la casa de mis abuelos. Cazar, comer y tomar alguna ginebra en medio de lo que sea que estemos haciendo. Mientras salíamos a cazar con mis primos, mi abuela se quedaba amasando pan casero en el horno de barro, a veces, hasta tenía chicharrón, no puedo explicarles lo que era eso, una vez, una compañera de escuela dijo que era un orgasmo de sabor al probar no recuerdo qué cosa y esa creo que era la mejor definición para ese pan.
- Bueno, bueno- dijo el abuelo cuando llegamos- parece que hoy comemos unas buenas empanadas, Pocha, hagamos unas tapas, hay que mantener el calor en el horno.
Música para mis oídos.
Yo, que llegaba una vez por año desde la Capital Federal, ver tanto verde, tantos animales salvajes, tantas historias, hornos de barro, calentar la pava en las brasas, pan casero, era demasiado, cosas que en mi casa no podíamos ni imaginar. Era un verdadero paraíso gastronómico y para la vista.
- Angel- dijo el abuelo- vayan a traer unos troncos para el horno.
- Sí abuelo- le respondí y nos fuimos caminando con Hilario para atrás de la casa, donde estaban las enormes montañas de leña, de todos los tamaños que uno pueda imaginar.
Nos siguió mi prima más chica Faustina, la hermana de Segundo, que aún no había vuelto del monte.
- ¿Cuántas vizcachas trajeron? – preguntó Faustina.
- Una sola, no hace falta más.
- ¿Y Segundo?
- Quería cazar algunas más, enseguida va a llegar.
- Pero el abuelo siempre dice que nos es bueno cazar de más, que al monte eso no le gusta.
- Si, ya sé- dijo Hilario- se lo dijimos a Segundo, pero él hace lo quiere, como siempre.
- Sí- dijo Faustina- el siempre hace lo que quiere.
Caminamos unos cien metros y llegamos a la montaña de leña. A un lado, estaba la carretilla que siempre se usaba para transportar los troncos.
- Vos agarra la carretilla Angel que nosotros la cargamos.
- Dale- respondí, y acomodé la carretilla frente a la montaña, para que ya quede lista en dirección al horno de leña.
Cuando la tomé por ambas manijas, sentí algo pegajoso en las manos. Una vez ubicada en su lugar, la apoyé en el suelo y me miré las manos, tenía un líquido viscoso, pegajoso, de color rojo medio violáceo. Me dio bastante asco la verdad, pero no sabía que era, largaba un olor nauseabundo, como a animal muerto, las limpié con algunas hojas secas y pedazos de pasto que había por ahí.
Cargamos la carretilla y la llevamos al horno.
Para cuando llegamos, la vizcacha, ya estaba colgando de sus patas traseras en la rama de un árbol que estaba al lado del quincho de atrás, al lado del horno de barro y el fogón eterno- así le decía yo, porque nunca se apagaba, a la hora que sea del día o de la noche, uno ponía a calentar la pava o lo que sea, y esas brasas estaban ahí, siempre-. El cuero colgando de la cabeza, se veían todos sus músculos, era el paraíso para un estudiante de veterinaria y, estoy seguro, ninguno habría visto a un animal así en vivo y en directo, pero acá era moneda corriente. El hilo de sangre cayendo sin cesar, mientras se secaba en el interior y los perros, haciéndose un festín de proteínas, si bien no era adrenocromo, para esos caninos era vida pura. Los ojos vidriosos, desencajados, parecía que lo miraban a uno y la mandíbula con todos los dientes a la vista.
Entre todos ayudamos a cortar en pedacitos a lo que unas horas antes era un animal herbívoro que vivía libremente en el monte. Si uno lo cuenta así, es una película de terror pero, en realidad, es lo que venimos haciendo desde que existimos <Pasame el comino> <metele más ajo> <un poco de sal> cosas que se podían oír mientras se preparaba el relleno.
- Changos- dijo el abuelo.
- Si abuelo- dije yo- ¿Qué necesita?
- Vayan a buscar a Segundo, que se deje de joder y venga que acá hay trabajo que hacer.
- Si abuelo- dijo Hilario- venga primo, vamos a buscar a ese tarado que se debe haber quedado durmiendo en el monte.
Agarré el machete que me gustaba llevar a todos lados, no sé, me hacía sentir no sólo más seguro, sino que me decía que estaba ahí, en el campo, en el monte y que llevar un machete decía que era un hombre de campo, aunque mis zapatillas deportivas digan lo contrario. Hilario agarró su sombrero de paja y su machete.
Habíamos dejado a Segundo a unos cuatro kilómetros de la casa de los abuelos, dentro de su propio campo, pero más allá del cerco principal, que marcaba hasta dónde podía llegar el ganado y, normalmente, sólo se atravesaba para cazar o cuando había que llevar el ganado de un campo a otro, ya sea para vender o para traer nuevas cabezas.
- ¡¡Segundooo!! – gritó Hilario- Dale chango que el abuelo nos mandó a buscarte, están preparando las empanadas y hay que ayudar ¡Dale chango!
- ¡Segundo! – grité yo- ¡Vamos primo!
- ¡¡Segundo!! ¡¡Dale que estoy cagao de hambre chango!!
- ¿Dónde se metió este tipo? – dije.
- Mire primo, no sé dónde se habrá metido, pero lo voy a hacé caga cuando lo vea.
- ¡Segundooo!
- ¡Changooo!
Caminamos cómo seis kilómetros en total. Nos alejamos más del lugar donde lo habíamos dejado, pero no lo encontrábamos. Estábamos entrando en la zona de yuyos y matorrales más altos de dónde solíamos cazar las vizcachas. Segundo no aparecía.
- Se habrá dormido este flor de pelotudo- dijo Hilario, ya fastidiado y enojado porque su hermano menor no aparecía- siempre hace lo mismo, ya va a ver cuándo lo agarre.
- Ya va a aparecer, debe andar por ahí, vamos para donde lo dejamos ¿Te parece?
- Dale, volvamos para ahí.
Caminamos durante más o menos media hora más, de un lado al otro, no podía haber desaparecido así, sin más.
Segundo era el más rebelde y valiente, por eso, hacía lo que le daba la gana. Se escondía. Llegaba tarde. Salía a la siesta sin permiso y un sinfín de cosas que supuestamente no se podían hacer, pero que él las hacía igual. Los abuelos se cansaban de decirle y decirle y decirle, pero a él no le importaba y, esta, era una de esas oportunidades en las que hacía lo que tenía ganas.
- Vení primo.
Fui corriendo, estaba a unos cincuenta metros de Hilario. Cuando llegué, nos miramos por unos segundos y dirigimos los ojos a lo que se encontraba en el suelo. Una vizcacha más grande aún que la que habíamos llevado unas horas antes para la casa, le habían cortado la cabeza y tenía el machete de Segundo clavado en el estómago. La cabeza no estaba a la vista. Tampoco Segundo.
- ¿Qué pasó acá primo? – pregunté.
- No sé chango, pero algo pasó, Segundo puede ser un pelotudo, pero nunca dejaría el machete tirado. Algo raro pasó acá, esto no me gusta nada puta que lo parió- agregó y sacó el machete de su cintura. Yo lo seguí, si Hilario sacaba el machete de esa manera era porque algo lo inquietaba, si es que no lo asustaba.
Dimos unos pasos más y encontramos una de las alpargatas de Segundo. Nos miramos sin decir nada, con ojos preocupados, temerosos. La levantó.
- Hijo ‘e puta chango- la soltó tan rápido como la había agarrado y al caer, larvas de gusanos volaron por los aires como si una granada hubiera explotado dentro de la alpargata.
Tenía manchas de sangre que resaltaban en la tela blanca.
- ¡¡Segundooo!! ¡¡Segundooo!! – comencé a gritar con desesperación.
Unos pastizales comenzaron a moverse más adelante. Hilario tomó el machete con fuerza, yo lo seguía detrás, me transpiraban las manos y me costaba mantener la empuñadura firme. Hilario levantó con fuerza el brazo y comenzaba a caer con velocidad, cuando se detuvo en seco, a centímetros de la cara de Segundo, que lloraba y suplicaba por piedad. Tenía el rostro completamente ensangrentado, hinchado como un boxeador que acababa de recibir una paliza dentro del cuadrilátero. Estaba doblado en el suelo, casi en posición fetal, completamente desnudo, lleno de moretones, algunos de sus dedos quebrados. Aullaba del dolor.
- ¡¡SEGUNDO!! – gritó Hilario.
- ¡¿Qué te pasó?! – pregunté yo, también a los gritos.
No había un animal en el monte que pudiera hacerle eso. Me imaginé a mi primo luchando contra un tigre o un león o un gorila embravecido, desgarrándolo por completo, dejándolo completamente desnudo, sangrando por todos los lados que uno pueda imaginar. Le faltaban dientes, las orejas chorreaban sangre seca, rodeado de moscas. Estaba hecho mierda. Apenas lo podíamos mover. Lo dimos vuelta, para tratar de levantarlo y un chorro de sangre saltó como un geiser ¡¡Tenía una planta de maíz empalada en el culo!!
Lo levantamos como pudimos y lo llevamos para la casa.
Fue un verdadero alboroto. Todo el mundo estaba allí. Los Almada. Los Altamirano. Los Sotelo. Todos.
Cuando llegó el medico del pueblo, lo revisó y, efectivamente, alguien le había dado la paliza de su vida. Estaba tan golpeado, que no podía quedarse en ninguna posición y mucho menos moverse. Estaba destrozado, con los ojos hinchados, llenos de sangre. Cuando el médico le preguntó que le había sucedido, apenas pudo balbucear sin que se le llegase a entender nada.
Estuvo todo el tiempo en cama, sin moverse, sin comer, apenas tomando agua. Bajó de peso tanto, que parecía quebrarse con solo tocarlo. La abuela estuvo junto a él todo el tiempo, no se movió en ningún momento, con el rosario enredado entre los dedos, rezaba para que se ponga bien, rezaba por lo que le había sucedido, rezaba porqué, decía, eso no era natural, no era cosa de hombres. Decía que a Segundo lo había atacado un Espanto, que algo había pasado en el monte, que algo les había molestado y por eso lo agarraron.
- Lo lastimaron- decía la abuela- no lo llevaron para que veamos que hay cosas que no se pueden hacer y lo que pasa cuando alguien hace lo que no se puede.
- ¿Quién lo agarró abuela? – le pregunté una tarde.
- Un guardián mijo ¿Qué se quedó haciendo Segundo cuando ustedes se vinieron para la casa?
- Quería cazar más vizcachas abuela. Le dijimos que se venga con nosotros, pero no quiso.
- Montón de veces le dije que no joda a los animales, que eso no está bien, no puede andar cazando porque sí. Es un pelotudo- dijo casi inaudible, como si hablara con ella misma.
- ¿Vos decís que algo en el monte lo agarró abuela?
- Pero claro mijo, lo cagaron a palo, lo violaron, lo dejaron tirado para que lo encontremos, para que veamos lo que pasa cuando hacemos cagada.
Yo estaba aterrorizado. No quería ni salir a buscar algo lejos de la casa.
Otra noche más llegó y Segundo seguía postrado en el catre. Mi abuela con el rosario y yo, sentado en la punta de la mesa del comedor, mirando a la nada y todo al mismo tiempo. Aún no podía creer lo que estaba sucediendo y me invadían imágenes, momentos, destellos de lo que pudo haber sido para Segundo pasar por lo que pasó.
Eran las diez más o menos y yo cabeceaba en la esquina de la mesa.
- Vaya a dormir mijo, que Hilario y su abuelo ya están por llegar- me dijo la abuela- y no salga por nada, quédese adentro que su abuelo lo busca a la mañana.
Obedecí.
Abrí los ojos y aún era de noche. Me despertó un ruido que venía de afuera, como si alguien estuviera caminando y pasando un palo por las paredes de ladrillos. Iba y venía, con ese palo. No me dejaba dormir. Había un olor a hierba húmeda en el ambiente como si hubiera llovido toda la noche. Me asomé por la ventana, pero no vi nada y, sin embargo, el palo o lo que sea se seguía oyendo ir y venir contra la pared. Media hora después, se seguía escuchando y después de gritar algunas veces por la ventana, tratando de que alguien me escuche desde la casa y que nadie responda, pude oír una voz conocida.
- Vení changuito, abrí la puerta que estoy acá afuera.
- ¿Quién sos? – pregunté con voz temblorosa.
- Soy yo changuito, vení así lo vamos a ver a Segundo que se está poniendo bien, ya anda como si nada, es fuerte ese desgraciado.
- ¿Dónde estás? Asomate.
- Estoy acá, dale, salí así lo vamos a ver a ese hijo e´ puta.
- Llamala a la abuela, ella te va a dejar pasar, yo no puedo- le dije, recordando lo que me había dicho antes de que me venga a dormir, que no salga por nada y que espere al abuelo que me iba a buscar en la mañana.
- Esa vieja puta no me deja entrar.
Su voz había cambiado por completo, ya no me resultaba familiar, al contrario, daba miedo, era una vos ronca, apagada, de ultratumba y se oía enojada.
- Yo no te puedo dejar pasar- le dije.
- Chango de mierda, abrime esa puerta, vine a llevarme a Segundo, él es mío, abrime la puerta si no querés que te pase lo mismo que a él.
Sentí las piernas calientes, mojadas. Me había meado encima.
- Hasta acá se siente el olor meo chango, abrime, ya te dije que no te quiero a vos.
- ¿Y por qué lo querés a Segundo, te parece poco lo que le hiciste?
- Eso no es nada comparado con lo que le espera.
- ¡Abuela! ¡Abuela! – gritaba yo por la ventana.
El ruido contra las paredes no cesaba, era cada vez más fuerte, de a ratos se volvía ensordecedor.
- Te voy a hace mierda chango si no me dejas entrar, vas a ver lo que es sufrir, Segundo ya te habría entregado en bandeja de plata si estaba en tu lugar, ese no quiere a nadie, te voy a meter todo el maíz que te entre por el culo vas a ver, te voy a arrancar las uñas y me las voy a comer adelante tuyo hijo e´ puta. Te voy a arrancar los huevos y te los voy a hacer comer mientras te abro la panza chango, y te vas a volver a comer tu propia mierda.
- ¡Pará! – le grité- ¿por qué viniste? ¿qué querés?
- Porque no se jode a las criaturas del monte, ustedes tienen todo, animales, agua, todo, y no les importa y salen y matan más de lo que necesitan y eso está prohibido acá y Segundo lo sabía y no le importó un carajo y se lo advertí cuando me vio la otra vez, le hice saber que no podía seguir así, que no podía matar por matar.
Me quedé apoyado con la espalda sobre la puerta, pensando en lo que el Pompero me acababa de decir. Los golpes y el palo en las paredes cesaron, el olor a hierba húmeda se fue tan rápido como llegó. Me acosté y enseguida me quedé dormido.
Al día siguiente, cuando me levanté, Segundo ya no estaba. La abuela estaba sentada, al costado de la cama, con el rosario entre los dedos.
- No sé cómo se lo llevó mijo, estuve toda la noche acá, ni me moví y hoy ya no estaba- no levantaba la cabeza.
- ¿Y cómo se lo llevó? – pregunté.
- Alguien lo dejó entrar mijo, alguien lo dejó entrar.
¿Había sido yo?
Pero no le abrí la puerta, ni siquiera le dije que pase.
Nunca más lo volví a ver. Fui al campo unos años más y luego ya no regresé. Todo cambió desde que Segundo desapareció y yo no dejo de preguntarme si fui yo, quien dejo entrar al Pompero para que cumpla con su cometido.