DOS DE UN TIRO.
Publicado: Dom Dic 10, 2023 11:34 pm
DOS DE UN TIRO.
Los teros empezaron a alertar sobre la tormenta que se aproximaba.
Las bombas se escuchaban explotar en el fondo de la casa.
La noche se aproximaba helada.
El mandinga siempre había sido muy perceptivo... Muchos dicen que los animales zarcos tienen la capacidad de ver no solo el plano terrenal si no también el plano ancestral, el espiritual.
Esa noche estuvo inquieto, dando vueltas por la casa, ladrando y toreando. Salí varias veces a ver a qué ladraba pero no había nada ni nadie. Opté por atarlo al alambre que daba a la finca y cruzaba el fondo de la casa. Aunque eso a Nene no le gustó.
Nene y El Mandinga eran inseparables.
A los empleados se los había dejado ir antes por el alerta meteorológica, solo quedamos en la finca Nene y yo.
Una tras otra las bombas explotaban, el cuchillo en la tierra y la cruz de sal en la galería ya estaban listos.
Los pájaros volaban arrastrados por el viento, todos los animales de la casa buscaron cobijo en donde pudieron.
De repente, como si estuviera escapando de algo, un refucilo cruzó el ancho cielo. Por unos segundos, en medio de la noche todo se volvió de día.
Y casi instantáneamente, me paralizó el bramido del trueno, su sonido cual pasos de gigantes como si se tratara de una carrera por alcanzar al rayo.
Las bombas se escuchaban cada vez más cerca.
Luces cada vez más continuas iluminando la noche. Uno atrás de otro, acompañado por el rugido del cielo a punto de quebrarse.
La plegaria ya estaba elevada, pero sin más.
Llegó la piedra.
Las lágrimas de Nene no cesaban de brotar de sus ojos, deslizándose por su cara áspera por las heladas de la mañana Maipucina y el sol abrasador de las tardes.
La noche recién comenzaba. Me apresuré a armar un tabaco, a la primera calada vi como Nene salía hacia la finca.
El Mandinga empezó a ladrar rabiosamente.
Me dispuse a salir tras Nene… Pero la piedra hacía imposible salir de la galería.
Por momentos lograba ver su lámpara a lo lejos pasando los nogales, a la altura de las viñas. Alejándose.
Luego de unos minutos la piedra empezó a mermar.
Por unos segundos todo quedo en silencio.
Y cuando hay silencio en medio del caos es porque se aproxima algo grande.
Entonces los perros de la finca empezaron a aullar al unísono, como advirtiendo lo que pasaría.
Toreaban hacia la dirección en la que Nene salió.
Vi como El Mandinga una y otra vez, desesperado; tomaba carrera intentando cortar el alambre con el peso de su cuerpo, que chicoteaba en el aire y rebotaba en el piso. Corrí a desatarlo.
Sus fosas nasales y sus pupilas estaban dilatadísimas. Logré desatarlo.
Salió disparado en dirección a la finca de los Turcos.
Desenterré el cuchillo de la tierra e intente seguirlo.
Las bombas empezaron a cesar, solo se escuchaban los perros a mi espalda.
Aullando.
A lo lejos adelante escuché al Mandinga torear una vez.
Apuré el paso por el campo en busca de Nene, el cigarrillo caldeado por las bocanadas apresuradas.
La cosecha destruída y las piedras de hielo dificultaban avanzar.
Otro rayo cruzó el cielo.
Me quedé petrificado al ver lo que sucedía, quise gritar, pero por más que intentaba el sonido no salía de mi garganta.
Nene estaba tirado entre las parras con los puños apretados.
Me acerque a él rápidamente, no se veía bien, cuando otro rayo iluminó el cielo.
Le faltaban los ojos, estaba bañado en sangre, tenía arañazos en sus pómulos y los cuencos de los ojos quemados. El olor a carne quemada me hizo vomitar.
Nene murmuró algo. Solo alcancé a escucharlo decir algo sobre “El Mandinga”.
Lo alcé en brazos y corrí lo más rápido que pude hacia la lejana luz que me significaba la estancia.
Tropecé con algo y caímos al piso, cuando quise levantar a Nene su cuerpo ya estaba frío, helado como el granizo.
Me repitió sobre “El Mandinga”.
En ese instante se escuchó el craqueo de una lechuza justo frente a mí. El ruido de su aleteo hacía poder verla.
Con el cuerpo inerte de Nene entre mis manos tomé coraje y avancé.
Ahí estaba, la sentía aletear, la escuchaba ulular mientras avanzaba por la finca.
La luz de la estancia, ya estaba más cerca. Pero aún lejana. Mis brazos se rendían.
Cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensaron al escuchar el craqueo cuando pasé por al lado de ella. Me asustó mucho más que el chillido, el recordar que en este lugar dicen que son brujas y su chillido tan similar al grito desgarrador de una mujer.
Nuevamente se escuchó el aullido de perros, miré hacia el Norte.
Pero esta vez no eran los perros de la estancia los que aullaban.
El aullido se oía desde los álamos lindantes al lugar.
En el lugar se decía que los cimarrones eran los guardas de brujas y del diablo.
Una jauría se aproximaba.
Un escalofrió cruzó toda mi columna dejándome tieso.
Sentía a mis espaldas el gruñido de los cimarrones.
Apuré el paso, cada vez la luz se veía más cercana.
Agotado, empecé a gritar pidiendo auxilio.
Volví a tropezar. Sentía a mis espaldas el gruñido de los cimarrones.
Tuve que tomar una decisión.
O seguía cargando el cuerpo de Nene y lo más seguro sería que me alcanzarían los perros malditos, o lo dejaba lo más alto posible y corría con la última energía hasta la estancia.
Mi instinto de supervivencia no me dejó pensar demasiado. Dejé el cuerpo de Nene lo más alto que pude en la higuera y empecé a correr hacia la luz en el horizonte.
Llegué a la compuerta de atrás de la estancia, salté el zanjón y seguí corriendo a buscar refugio en la capillita.
Como venía entré, puse llave y me dirigí al altar en busca de velas y fósforos.
Me senté a los pies de la pirca.
Los perros estaban en la casa. Escuchaba como a su paso se rompían las cosas de la mesa, de la cocina. En un momento se escuchó como se trenzaron contra los perros de la finca, que terminaron siendo carne fresca para los cimarrones.
Los escuché rondar la capilla, de seguro olfatearon el olor a sangre de Nene en toda mi ropa.
Enseguida intentando no hacer ruido, me saqué toda la ropa empapada de sangre y lluvia y armé un fuego. Desnudo y tiritando de frío tendí la ropa y me apoyé en la pirca a calentarme.
Quedé profundamente dormido.
Desperté y la tormenta ya no estaba. En su lugar, una espesa niebla cubría el terreno.
Si mi cálculo no me fallaba pronto amanecería. Miré por entre las maderas de la puerta y no parecía haber quedado nada después del paso de los malditos perros.
Tomé la ropa aún húmeda y me vestí rápidamente.
Hedía a muerte.
Abrí la puerta y la escena que vi, no la podré borrar nunca de mi cabeza.
El Mandinga tenía el hocico sumergido en lo que quedaba del cuerpo de Nene.
Sin dudas se había convertido en un cimarrón más.
Al verme se le encresparon todos los pelos. Le grité, lentamente, agazapado, comenzó a venir hacia mí, mostrando toda su dentadura ensangrentada, gruñendo, babeando. Con los ojos desorbitados.
Empecé a retroceder, el Mandinga además de ser muy perceptivo era famoso por ser el mejor y más rápido perro de caza del lugar. Lo que me ponía en desventaja.
Miré hacia atrás, figuré la puerta de la casa. Volver a entrar a la capilla no serviría de nada, giré hacia mi derecha y comencé a correr. La niebla dificultaba ver.
Sentí como si se me desgarrara la pierna izquierda, el talón para ser más preciso. Caí al suelo del dolor. Rápidamente desenvainé el cuchillo y me di vuelta con una puñalada que hubiera matado a cualquiera que se atravesara, logré enterrarle hasta el mango el cuchillo entre las costillas. Me levanté y seguí corriendo como pude hacia la casa. Logré entrar. Cerré y me senté contra la puerta. Se escuchaba al Mandinga del otro lado aullando.
Empecé a sentir ardor en la pierna, cuando miré vi como de cuatro círculos marrones en mi piel brotaba sangre, pero no sangre común líquida y roja, más bien color marrón amarillento y coagulada.
El ardor comenzó a subir por mi pierna.
Comencé a sentirla caliente, afiebrada. En unos minutos el calor se fue extendiendo por todo el cuerpo. Junto a una insoportable picazón.
Podía sentir como la sangre burbujeaba en mis venas.
El picor y el dolor aumentaban cada segundo. La fricción de mis uñas contra la piel iba rasgándola sin aliviar en lo más mínimo la picazón que ya se había esparcido por todo el cuerpo.
Un fuerte dolor en mi nuca y en las sienes no me dejaba pensar con claridad.
Tomé el mechero que colgaba al lado del marco de la puerta. Le saqué la tapa al depósito de kerosen y lo volqué completo en mi pierna. Caí desmayado, seguramente del dolor sumado a la alta fiebre.
Desperté y ya asomaba el sol. Quise pararme pero no pude, tenía que salir de ese lugar inmediatamente. Un charco de sangre con aspecto y olor a leche cortada bajo mi pierna que seguía supurando.
Arrastrándome llegue a la antesala. Del segundo cajón de la mesita verde, saqué el 22. En el tambor solo quedaba una bala.
Apoyándome en una silla me logré parar. La pierna hinchada y llena de ampollas ardía por debajo de la piel con cada movimiento.
Con gran dolor llegué a la puerta, agarré las llaves de la camioneta.
Antes de abrir giré el tambor dejando la bala en boca.
Martillé y abrí.
No quedaban más que pedazos de carne repartidos por todo el campo. Lentamente fui avanzando hacia la cochera.
Me puse el arma en la cintura y abrí la puerta.
El dolor al intentar subir la pierna me hizo caer al piso. Desde ahí vi al otro lado de la camioneta que se aproximaba moribundo el Mandinga. Pero esta vez acompañado de la jauría de cimarrones.
Tendido en el suelo y completamente entumecido del dolor solo me quedaba esperar. Tenía que tomar una decisión.
Pensé en hacerme el muerto y capaz tendría una oportunidad de sobrevivir. Pero el muy maldito me percibió. Comenzó a acercarse hacia mí. Jadeando, largando baba ensangrentada, con el mango del cuchillo aun asomando por entre sus costillas.
Opté por darle pelea. No podría contra todos pero no me iría sin pelear.
Tomé el arma entre mis manos y esperé que se asomara.
Lentamente fue acercándose a mi cuerpo tendido en el piso. Los cimarrones quedaron en sus lugares ladrando y aullando como festejando, como esperando a el que el líder terminara su cometido. Cuando “El Mandinga” clavó sus dientes en mi cara supe que era el momento.
Con lo que me quedaba de energía, lo abracé del cuello fuertemente pegándolo a mi pecho, a mi corazón.
Puse el cañón contra su cráneo.
Y disparé.
Marcelo Kpocha Becerra
+5492617465405
Los teros empezaron a alertar sobre la tormenta que se aproximaba.
Las bombas se escuchaban explotar en el fondo de la casa.
La noche se aproximaba helada.
El mandinga siempre había sido muy perceptivo... Muchos dicen que los animales zarcos tienen la capacidad de ver no solo el plano terrenal si no también el plano ancestral, el espiritual.
Esa noche estuvo inquieto, dando vueltas por la casa, ladrando y toreando. Salí varias veces a ver a qué ladraba pero no había nada ni nadie. Opté por atarlo al alambre que daba a la finca y cruzaba el fondo de la casa. Aunque eso a Nene no le gustó.
Nene y El Mandinga eran inseparables.
A los empleados se los había dejado ir antes por el alerta meteorológica, solo quedamos en la finca Nene y yo.
Una tras otra las bombas explotaban, el cuchillo en la tierra y la cruz de sal en la galería ya estaban listos.
Los pájaros volaban arrastrados por el viento, todos los animales de la casa buscaron cobijo en donde pudieron.
De repente, como si estuviera escapando de algo, un refucilo cruzó el ancho cielo. Por unos segundos, en medio de la noche todo se volvió de día.
Y casi instantáneamente, me paralizó el bramido del trueno, su sonido cual pasos de gigantes como si se tratara de una carrera por alcanzar al rayo.
Las bombas se escuchaban cada vez más cerca.
Luces cada vez más continuas iluminando la noche. Uno atrás de otro, acompañado por el rugido del cielo a punto de quebrarse.
La plegaria ya estaba elevada, pero sin más.
Llegó la piedra.
Las lágrimas de Nene no cesaban de brotar de sus ojos, deslizándose por su cara áspera por las heladas de la mañana Maipucina y el sol abrasador de las tardes.
La noche recién comenzaba. Me apresuré a armar un tabaco, a la primera calada vi como Nene salía hacia la finca.
El Mandinga empezó a ladrar rabiosamente.
Me dispuse a salir tras Nene… Pero la piedra hacía imposible salir de la galería.
Por momentos lograba ver su lámpara a lo lejos pasando los nogales, a la altura de las viñas. Alejándose.
Luego de unos minutos la piedra empezó a mermar.
Por unos segundos todo quedo en silencio.
Y cuando hay silencio en medio del caos es porque se aproxima algo grande.
Entonces los perros de la finca empezaron a aullar al unísono, como advirtiendo lo que pasaría.
Toreaban hacia la dirección en la que Nene salió.
Vi como El Mandinga una y otra vez, desesperado; tomaba carrera intentando cortar el alambre con el peso de su cuerpo, que chicoteaba en el aire y rebotaba en el piso. Corrí a desatarlo.
Sus fosas nasales y sus pupilas estaban dilatadísimas. Logré desatarlo.
Salió disparado en dirección a la finca de los Turcos.
Desenterré el cuchillo de la tierra e intente seguirlo.
Las bombas empezaron a cesar, solo se escuchaban los perros a mi espalda.
Aullando.
A lo lejos adelante escuché al Mandinga torear una vez.
Apuré el paso por el campo en busca de Nene, el cigarrillo caldeado por las bocanadas apresuradas.
La cosecha destruída y las piedras de hielo dificultaban avanzar.
Otro rayo cruzó el cielo.
Me quedé petrificado al ver lo que sucedía, quise gritar, pero por más que intentaba el sonido no salía de mi garganta.
Nene estaba tirado entre las parras con los puños apretados.
Me acerque a él rápidamente, no se veía bien, cuando otro rayo iluminó el cielo.
Le faltaban los ojos, estaba bañado en sangre, tenía arañazos en sus pómulos y los cuencos de los ojos quemados. El olor a carne quemada me hizo vomitar.
Nene murmuró algo. Solo alcancé a escucharlo decir algo sobre “El Mandinga”.
Lo alcé en brazos y corrí lo más rápido que pude hacia la lejana luz que me significaba la estancia.
Tropecé con algo y caímos al piso, cuando quise levantar a Nene su cuerpo ya estaba frío, helado como el granizo.
Me repitió sobre “El Mandinga”.
En ese instante se escuchó el craqueo de una lechuza justo frente a mí. El ruido de su aleteo hacía poder verla.
Con el cuerpo inerte de Nene entre mis manos tomé coraje y avancé.
Ahí estaba, la sentía aletear, la escuchaba ulular mientras avanzaba por la finca.
La luz de la estancia, ya estaba más cerca. Pero aún lejana. Mis brazos se rendían.
Cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensaron al escuchar el craqueo cuando pasé por al lado de ella. Me asustó mucho más que el chillido, el recordar que en este lugar dicen que son brujas y su chillido tan similar al grito desgarrador de una mujer.
Nuevamente se escuchó el aullido de perros, miré hacia el Norte.
Pero esta vez no eran los perros de la estancia los que aullaban.
El aullido se oía desde los álamos lindantes al lugar.
En el lugar se decía que los cimarrones eran los guardas de brujas y del diablo.
Una jauría se aproximaba.
Un escalofrió cruzó toda mi columna dejándome tieso.
Sentía a mis espaldas el gruñido de los cimarrones.
Apuré el paso, cada vez la luz se veía más cercana.
Agotado, empecé a gritar pidiendo auxilio.
Volví a tropezar. Sentía a mis espaldas el gruñido de los cimarrones.
Tuve que tomar una decisión.
O seguía cargando el cuerpo de Nene y lo más seguro sería que me alcanzarían los perros malditos, o lo dejaba lo más alto posible y corría con la última energía hasta la estancia.
Mi instinto de supervivencia no me dejó pensar demasiado. Dejé el cuerpo de Nene lo más alto que pude en la higuera y empecé a correr hacia la luz en el horizonte.
Llegué a la compuerta de atrás de la estancia, salté el zanjón y seguí corriendo a buscar refugio en la capillita.
Como venía entré, puse llave y me dirigí al altar en busca de velas y fósforos.
Me senté a los pies de la pirca.
Los perros estaban en la casa. Escuchaba como a su paso se rompían las cosas de la mesa, de la cocina. En un momento se escuchó como se trenzaron contra los perros de la finca, que terminaron siendo carne fresca para los cimarrones.
Los escuché rondar la capilla, de seguro olfatearon el olor a sangre de Nene en toda mi ropa.
Enseguida intentando no hacer ruido, me saqué toda la ropa empapada de sangre y lluvia y armé un fuego. Desnudo y tiritando de frío tendí la ropa y me apoyé en la pirca a calentarme.
Quedé profundamente dormido.
Desperté y la tormenta ya no estaba. En su lugar, una espesa niebla cubría el terreno.
Si mi cálculo no me fallaba pronto amanecería. Miré por entre las maderas de la puerta y no parecía haber quedado nada después del paso de los malditos perros.
Tomé la ropa aún húmeda y me vestí rápidamente.
Hedía a muerte.
Abrí la puerta y la escena que vi, no la podré borrar nunca de mi cabeza.
El Mandinga tenía el hocico sumergido en lo que quedaba del cuerpo de Nene.
Sin dudas se había convertido en un cimarrón más.
Al verme se le encresparon todos los pelos. Le grité, lentamente, agazapado, comenzó a venir hacia mí, mostrando toda su dentadura ensangrentada, gruñendo, babeando. Con los ojos desorbitados.
Empecé a retroceder, el Mandinga además de ser muy perceptivo era famoso por ser el mejor y más rápido perro de caza del lugar. Lo que me ponía en desventaja.
Miré hacia atrás, figuré la puerta de la casa. Volver a entrar a la capilla no serviría de nada, giré hacia mi derecha y comencé a correr. La niebla dificultaba ver.
Sentí como si se me desgarrara la pierna izquierda, el talón para ser más preciso. Caí al suelo del dolor. Rápidamente desenvainé el cuchillo y me di vuelta con una puñalada que hubiera matado a cualquiera que se atravesara, logré enterrarle hasta el mango el cuchillo entre las costillas. Me levanté y seguí corriendo como pude hacia la casa. Logré entrar. Cerré y me senté contra la puerta. Se escuchaba al Mandinga del otro lado aullando.
Empecé a sentir ardor en la pierna, cuando miré vi como de cuatro círculos marrones en mi piel brotaba sangre, pero no sangre común líquida y roja, más bien color marrón amarillento y coagulada.
El ardor comenzó a subir por mi pierna.
Comencé a sentirla caliente, afiebrada. En unos minutos el calor se fue extendiendo por todo el cuerpo. Junto a una insoportable picazón.
Podía sentir como la sangre burbujeaba en mis venas.
El picor y el dolor aumentaban cada segundo. La fricción de mis uñas contra la piel iba rasgándola sin aliviar en lo más mínimo la picazón que ya se había esparcido por todo el cuerpo.
Un fuerte dolor en mi nuca y en las sienes no me dejaba pensar con claridad.
Tomé el mechero que colgaba al lado del marco de la puerta. Le saqué la tapa al depósito de kerosen y lo volqué completo en mi pierna. Caí desmayado, seguramente del dolor sumado a la alta fiebre.
Desperté y ya asomaba el sol. Quise pararme pero no pude, tenía que salir de ese lugar inmediatamente. Un charco de sangre con aspecto y olor a leche cortada bajo mi pierna que seguía supurando.
Arrastrándome llegue a la antesala. Del segundo cajón de la mesita verde, saqué el 22. En el tambor solo quedaba una bala.
Apoyándome en una silla me logré parar. La pierna hinchada y llena de ampollas ardía por debajo de la piel con cada movimiento.
Con gran dolor llegué a la puerta, agarré las llaves de la camioneta.
Antes de abrir giré el tambor dejando la bala en boca.
Martillé y abrí.
No quedaban más que pedazos de carne repartidos por todo el campo. Lentamente fui avanzando hacia la cochera.
Me puse el arma en la cintura y abrí la puerta.
El dolor al intentar subir la pierna me hizo caer al piso. Desde ahí vi al otro lado de la camioneta que se aproximaba moribundo el Mandinga. Pero esta vez acompañado de la jauría de cimarrones.
Tendido en el suelo y completamente entumecido del dolor solo me quedaba esperar. Tenía que tomar una decisión.
Pensé en hacerme el muerto y capaz tendría una oportunidad de sobrevivir. Pero el muy maldito me percibió. Comenzó a acercarse hacia mí. Jadeando, largando baba ensangrentada, con el mango del cuchillo aun asomando por entre sus costillas.
Opté por darle pelea. No podría contra todos pero no me iría sin pelear.
Tomé el arma entre mis manos y esperé que se asomara.
Lentamente fue acercándose a mi cuerpo tendido en el piso. Los cimarrones quedaron en sus lugares ladrando y aullando como festejando, como esperando a el que el líder terminara su cometido. Cuando “El Mandinga” clavó sus dientes en mi cara supe que era el momento.
Con lo que me quedaba de energía, lo abracé del cuello fuertemente pegándolo a mi pecho, a mi corazón.
Puse el cañón contra su cráneo.
Y disparé.
Marcelo Kpocha Becerra
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