El gorrión de costa oscura
Publicado: Lun Dic 11, 2023 2:12 am
Aunque trato, nunca puedo acordarme de cómo era la casa de la tía Graciana. Apenas me acuerdo, si hago el esfuerzo, de una parte de la sala, de un sillón, de un piano contra la pared, de la cocina… Seguramente la casa no era tan distinta a la de mis abuelos, con un patio en el medio, con algún limonero o una parra, con una sala grande; eso, sin embargo, no importa. Voy a rescatar algo mucho menos trivial.
La tía Grace, porque así se llamaba antes de llegar a nuestro país, había nacido en Canadá. No sé bien a qué edad la trajeron para Buenos Aires (ya era anciana) y, por último, a Azul, donde pasó sus últimos días en la casa de la calle Tucumán, en el barrio Monte Viggiano. La tía, cuando yo la conocí, ya vivía sola, o casi sola: lo único que se había traído de su país era una jaulita con un gorrión. Yo, que no me acuerdo ni de la casa ni de la voz de tía Graciana, me acuerdo de aquella jaula y del pajarito gris, chiquito, casi triste; donde estaba la tía, estaba el gorrión.
Me cuenta papá que en verano, cuando salían al patio por la tarde, ella llevaba la jaulita y la colgaba en la pared, siempre cerca suyo. Por la noche, la jaula era depositada sobre una cómoda, cerca de la habitación. Así la tía había pasado sus últimos años, siempre junto a ese pájaro que la había acompañado por todo el continente.
Un día, alguien notó que el gorrión apenas emitía un chillido delgado y pálido, siempre igual, y siempre gris. Era, por decirlo de alguna manera, como el remedo descolorido de una canción opaca y deslucida. Yo me acuerdo de la melodía, y creo que todo aquel que haya pisado alguna vez la casa de la calle Tucumán todavía podría silbar los tonos del gorrión. Yo no sé cómo cantan los gorriones, pero este pájaro en particular parecía haber aprendido una escala tonal (quién sabe dónde, quién sabe cómo) que repetía incansablemente y que no se parecía a ningún otro canto, sobre todo por el matiz triste y afónico, como de cantor viejo y enfermo. No me acuerdo quién dijo, una vez, que la melodía era similar a la de un tango, y que a lo mejor el pájaro la había aprendido de la tía, pero nunca supimos si a la tía le gustaba o no el tango.
Una tarde, Miguel Marateo nos había visitado en la casa de la tía. Miguel, experto en pájaros (y en almas), esa tarde apenas prestó atención a la conversación de mi papá; en cambio, se había quedado prendado del gorrión. Según dijo, ese pájaro estaba casi extinto en todo el mundo, y hasta arriesgó que esa jaula que teníamos frente a nosotros guardaba la libertad de uno de los últimos “gorriones de costa oscura”, tal era el nombre con el que se conocía a la especie. Pero eso no llamó la atención de nadie; lo que causó alarma fue la respuesta de tía Graciana cuando Marateo preguntó por la edad del gorrión. Miguel había explicado que, en libertad, un pájaro como aquel apenas sobrevivía los tres años; tía Graciana cerró los ojos, como si contara los años, y dijo que el gorrión la había acompañado por lo menos veinte… Nos miramos con incomodidad. Miguel miró a papá, la miró a la tía y, como es un hombre comedido y discreto, cambió de tema con cierta habilidad. Era claro que todos habían pensado que la tía ya desvariaba, pero la verdad era que aunque nadie sabía bien la edad del pájaro, papá sí podía dar fe de que la tía había desembarcado con el gorrión en el puerto de Buenos Aires hacía por lo menos cinco años. El tema quedó ahí y ese día Miguel se había marchado un poco consternado, no porque desconfiara de los amigos, sino porque sabía demasiado sobre la vida de los pájaros. Pero lo que pasó después fue todavía más asombroso.
Pasaban los años y tía Graciana envejecía muy despacito. Siempre decía que ya estaba cerca del “último umbral”, y que no tenía miedo sino tristeza, porque la vida siempre le había parecido maravillosa. Sentadita en su silla, el mentón descansando sobre la palma abierta de su mano, la tía pasaba los días en compañía del gorrión, que parecía envejecer junto con ella, feliz y pausadamente, como si quisiera quedarse siempre un poquito más solamente para esperarla. Aunque cada vez con menos frecuencia, cada mañana emitía su melodía triste que, de alguna manera, generaba un clima familiar para todos los que frecuentábamos la casa, haciendo de la cocina un ámbito cerrado, como de ensueño, como de fantasía. No miento si digo que, al recordar aquel trino, hasta puedo evocar el verde sabor áspero del mate cebado minuciosamente por la mano temblorosa de la tía.
Quién sabe qué mística unión habría entre la anciana y el pájaro, qué secreto vínculo, o qué tierno magnetismo de amor y de magia. Si trato de imaginar una escena muy triste, lo primero que me viene a la mente es el día en que tuvimos que vaciar la casa de la tía, la semana en que falleció. No importa cuán chica fuera la casa, o cuán repleta de cosas estuviera, lo cierto es que la imagen de esa jaulita sobre la mesa de la cocina bastaba para que el espacio se agigantara y uno sintiera la asfixia de la soledad. Los ojitos del pájaro, tan negros y tan tristes, parecían entender la muerte y el adiós. Cuando tuvimos que sacar la jaula, el viejo compañero de la tía se golpeaba contra el alambre como si reclamara algo que le hubiera sido arrebatado con injusticia. El latido de su corazón chiquito y la forma en la que nos miraba posiblemente sean los recuerdos más tristes que tengo en la memoria. La vida es siempre una sorpresa; a mí, que soy un hombre de sentimientos medidos, me bastó la imagen de ese pajarito, acorralado y solo, para que se me ablandara el alma de manera vergonzosa.
Creo que fue un sábado cuando sacamos al gorrión de la casa y lo llevamos a la nuestra, apenas a tres cuadras. La mañana del domingo nos despertó la melodía triste del gorrión. Lo que vimos cuando nos acercamos, sin embargo, no tiene una explicación satisfactoria que no incluya lo fantástico: el canto, ahora, era entonado por otros gorriones en nuestro patio (si me preguntan, tengo que decir que de algún modo los pájaros habían aprendido aquellos mismos tonos tristes). La jaula, por otro lado, estaba vacía: solamente vimos, a un costado del tachito del agua, un montón como de cenizas.
Dice Marateo que esa especie se extinguió oficialmente en el año 1987. Nosotros sabemos que en Azul el gorrión desapareció en 1995, un par de días después de la muerte de tía Graciana. Nos gusta pensar que aquel último gorrión de costa oscura había retrasado su muerte solamente para acompañar a la tía y que a lo mejor la especie no desapareció del todo: todavía sobrevive en una melodía que, cada tanto, se escucha cuando mateamos bajo la parra, en el patio de nuestra casa.
La tía Grace, porque así se llamaba antes de llegar a nuestro país, había nacido en Canadá. No sé bien a qué edad la trajeron para Buenos Aires (ya era anciana) y, por último, a Azul, donde pasó sus últimos días en la casa de la calle Tucumán, en el barrio Monte Viggiano. La tía, cuando yo la conocí, ya vivía sola, o casi sola: lo único que se había traído de su país era una jaulita con un gorrión. Yo, que no me acuerdo ni de la casa ni de la voz de tía Graciana, me acuerdo de aquella jaula y del pajarito gris, chiquito, casi triste; donde estaba la tía, estaba el gorrión.
Me cuenta papá que en verano, cuando salían al patio por la tarde, ella llevaba la jaulita y la colgaba en la pared, siempre cerca suyo. Por la noche, la jaula era depositada sobre una cómoda, cerca de la habitación. Así la tía había pasado sus últimos años, siempre junto a ese pájaro que la había acompañado por todo el continente.
Un día, alguien notó que el gorrión apenas emitía un chillido delgado y pálido, siempre igual, y siempre gris. Era, por decirlo de alguna manera, como el remedo descolorido de una canción opaca y deslucida. Yo me acuerdo de la melodía, y creo que todo aquel que haya pisado alguna vez la casa de la calle Tucumán todavía podría silbar los tonos del gorrión. Yo no sé cómo cantan los gorriones, pero este pájaro en particular parecía haber aprendido una escala tonal (quién sabe dónde, quién sabe cómo) que repetía incansablemente y que no se parecía a ningún otro canto, sobre todo por el matiz triste y afónico, como de cantor viejo y enfermo. No me acuerdo quién dijo, una vez, que la melodía era similar a la de un tango, y que a lo mejor el pájaro la había aprendido de la tía, pero nunca supimos si a la tía le gustaba o no el tango.
Una tarde, Miguel Marateo nos había visitado en la casa de la tía. Miguel, experto en pájaros (y en almas), esa tarde apenas prestó atención a la conversación de mi papá; en cambio, se había quedado prendado del gorrión. Según dijo, ese pájaro estaba casi extinto en todo el mundo, y hasta arriesgó que esa jaula que teníamos frente a nosotros guardaba la libertad de uno de los últimos “gorriones de costa oscura”, tal era el nombre con el que se conocía a la especie. Pero eso no llamó la atención de nadie; lo que causó alarma fue la respuesta de tía Graciana cuando Marateo preguntó por la edad del gorrión. Miguel había explicado que, en libertad, un pájaro como aquel apenas sobrevivía los tres años; tía Graciana cerró los ojos, como si contara los años, y dijo que el gorrión la había acompañado por lo menos veinte… Nos miramos con incomodidad. Miguel miró a papá, la miró a la tía y, como es un hombre comedido y discreto, cambió de tema con cierta habilidad. Era claro que todos habían pensado que la tía ya desvariaba, pero la verdad era que aunque nadie sabía bien la edad del pájaro, papá sí podía dar fe de que la tía había desembarcado con el gorrión en el puerto de Buenos Aires hacía por lo menos cinco años. El tema quedó ahí y ese día Miguel se había marchado un poco consternado, no porque desconfiara de los amigos, sino porque sabía demasiado sobre la vida de los pájaros. Pero lo que pasó después fue todavía más asombroso.
Pasaban los años y tía Graciana envejecía muy despacito. Siempre decía que ya estaba cerca del “último umbral”, y que no tenía miedo sino tristeza, porque la vida siempre le había parecido maravillosa. Sentadita en su silla, el mentón descansando sobre la palma abierta de su mano, la tía pasaba los días en compañía del gorrión, que parecía envejecer junto con ella, feliz y pausadamente, como si quisiera quedarse siempre un poquito más solamente para esperarla. Aunque cada vez con menos frecuencia, cada mañana emitía su melodía triste que, de alguna manera, generaba un clima familiar para todos los que frecuentábamos la casa, haciendo de la cocina un ámbito cerrado, como de ensueño, como de fantasía. No miento si digo que, al recordar aquel trino, hasta puedo evocar el verde sabor áspero del mate cebado minuciosamente por la mano temblorosa de la tía.
Quién sabe qué mística unión habría entre la anciana y el pájaro, qué secreto vínculo, o qué tierno magnetismo de amor y de magia. Si trato de imaginar una escena muy triste, lo primero que me viene a la mente es el día en que tuvimos que vaciar la casa de la tía, la semana en que falleció. No importa cuán chica fuera la casa, o cuán repleta de cosas estuviera, lo cierto es que la imagen de esa jaulita sobre la mesa de la cocina bastaba para que el espacio se agigantara y uno sintiera la asfixia de la soledad. Los ojitos del pájaro, tan negros y tan tristes, parecían entender la muerte y el adiós. Cuando tuvimos que sacar la jaula, el viejo compañero de la tía se golpeaba contra el alambre como si reclamara algo que le hubiera sido arrebatado con injusticia. El latido de su corazón chiquito y la forma en la que nos miraba posiblemente sean los recuerdos más tristes que tengo en la memoria. La vida es siempre una sorpresa; a mí, que soy un hombre de sentimientos medidos, me bastó la imagen de ese pajarito, acorralado y solo, para que se me ablandara el alma de manera vergonzosa.
Creo que fue un sábado cuando sacamos al gorrión de la casa y lo llevamos a la nuestra, apenas a tres cuadras. La mañana del domingo nos despertó la melodía triste del gorrión. Lo que vimos cuando nos acercamos, sin embargo, no tiene una explicación satisfactoria que no incluya lo fantástico: el canto, ahora, era entonado por otros gorriones en nuestro patio (si me preguntan, tengo que decir que de algún modo los pájaros habían aprendido aquellos mismos tonos tristes). La jaula, por otro lado, estaba vacía: solamente vimos, a un costado del tachito del agua, un montón como de cenizas.
Dice Marateo que esa especie se extinguió oficialmente en el año 1987. Nosotros sabemos que en Azul el gorrión desapareció en 1995, un par de días después de la muerte de tía Graciana. Nos gusta pensar que aquel último gorrión de costa oscura había retrasado su muerte solamente para acompañar a la tía y que a lo mejor la especie no desapareció del todo: todavía sobrevive en una melodía que, cada tanto, se escucha cuando mateamos bajo la parra, en el patio de nuestra casa.