concurso de cuentos
Publicado: Mié Dic 13, 2023 5:50 pm
Cuando salen las arañas
Un 20 de junio, en un hospital de Córdoba, una mujer fue llevada a cesárea con tanta urgencia que no hubo tiempo para esperar que hiciera efecto la anestesia. Cuando sintió el filo del bisturí sobre su vientre ella casi dio un salto de la camilla, pero una mano ágil la contuvo y en el mismo movimiento le puso la mascarilla para dormirla.
El médico que recibió al bebé lo envolvió con trapos y atropelló las puertas vaivén. Por detrás, casi corriendo, iban las enfermeras. El Cacho los vio pasar y supo que algo no andaba bien. El tiempo se puso denso como una baba, hasta que el alarido de una criatura atravesó los pasillos y él se largó a llorar. Una de las enfermeras lo abrazó y lo llevó hasta la incubadora. El Cacho se quedó un rato inmóvil, mirando a ese coso escuálido, que se ponía rojo como un tomate y gritaba con una fuerza llamativa para su tamaño. El doctor le puso una mano en el hombro y le dijo “Lo felicito papá, este gringuito es un león”. Por eso, aunque la madre no quería saber nada, el bebé se llamó León.
Aparte del nombre, hubo otros problemas entre ellos y un tiempo después ella se fue de la casa. No había una fecha exacta, porque el Cacho la borró del mapa, pero mirando fotos viejas, León podía deducir cosas. En su cumpleaños número dos ella estaba, aunque no sonreía. En el de tres ya no.
Después hubo un vacío interrumpido con algunas preguntas sin respuesta, una necesidad en uno, en el otro un dolor que cuando parecía apagarse, una brisa, un soplo casual, lo hacía revivir.
Una vez llegó una carta. Mientras la leía, León se preguntaba si la voz que sonaba en su cabeza era la de esa mujer o solo la estaba imaginando. Le decía que iba a venir a verlo en navidad. La esperaron toda la noche y no apareció. Unos días después pudo rescatar una remera de la pila que el Cacho prendió fuego en el patio. Así León mantuvo el recuerdo vivo: si quería ver su rostro buscaba la foto, si quería escuchar su voz leía la carta, y si quería sentir el aroma de su madre, tenía la remera.
Aunque era joven todavía, el Cacho no volvió a formar pareja, así que contrataba niñeras para que cuiden a su hijo. Ninguna duraba mucho; le decía a León que tenía que echarlas porque se enamoraban de él y eso no convenía. La verdad es que renunciaban porque les pagaba poco.
El Cacho se ganaba la vida con un reparto de pan. A veces, cuando no había niñera, sentaba a León al lado suyo, lo cubría con frazadas y antes de que amaneciera salían a trabajar. Después, cuando fue más grande, León esperaba ansioso las vacaciones para ir a repartir con él. Se hacía el plato viéndolo actuar de vendedor. A quien le anda presumiendo que está tan linda, esto lo traigo para clientas especiales, le decía a unas viejas con ruleros que se retorcían de risa y llenaban a León de golosinas.
Los domingos iban a ver a la T. Era una ceremonia que empezaba varias horas antes, con las camisetas, los gorros, la bandera, practicando en el camino los cantitos de la hinchada. Si no era tarde, a la salida de la cancha se subían a la F100 y se iban a tirar la caña al puente de Las Mojarras. El Cacho preparaba una pasta con maíz y esencia de vainilla muy tentadora para las carpas. Sentados uno junto al otro, con las piernas colgando en el puente, pensaban en esa mujer.
-¿Por qué te dicen Cacho?
-Así le dicen a los Oscar. A los Francisco se les dice pancho, a los José pepe, y a los Oscar, cacho.
-¿Cómo sabés tantas cosas?
-Para saber hay que preguntar.
-Pero a veces te pregunto y no me contestás.
Es cierto que el Cacho sabía de todo un poco. Cuando hacía frío y la F100 no arrancaba, con un palo, un pedazo de tela y un poco de kerosene, hacía una antorcha y la metía adentro del motor. Parado en la cabina, León esperaba la señal para darle arranque. Apenas el motor bramaba, el Cacho cerraba con fuerza el capot y corría a ocupar el lugar del conductor.
-¿Por qué no la cambias por otra? - le preguntó León una vez.
-¿Estás loco? Esta chata es parte de la familia.
El Cacho también sabía jugar a las bolitas. Le enseñó a meter el pulgar dentro del puño y aflojar el índice para que la bolita salga como una bala. Y de yapa, un versito para concentrarse y mejorar la puntería:
sencillo, sencillo
meta palo
y al bolsillo
En verano comían en el patio con la tele asomada por la ventana del comedor. Una noche en que miraban el festival de Cosquín, a León le llamó la atención cómo tocaba el piano un señor que se llamaba Mariano Mores. Algo cautivante había en el movimiento de esas manos, que corrían por las teclas como dos arañas enloquecidas.
Me gustaría aprender a tocar el piano.
-¿Sabés lo que vale uno de esos?
-¿Son caros?
Su padre no contestó. Miraba fijo las manos del músico.
-No te gustó la idea.
-Tu madre tocaba el piano - dijo el Cacho y fondeó el vaso de vino.
No se habló más del tema, pero a la semana siguiente mientras almorzaban, como un comentario al pasar, le dijo que lo había inscripto en el conservatorio. Y un año después, ahorrando hasta las monedas, le compró un piano usado. Esa tarde los dos se divirtieron con las vecinas que se asomaban a ver el mastodonte que bajaban del camión. Los profesores le dijeron a León que tenía muy buen oído, heredado seguramente, pero no del Cacho, que hacía desafinar hasta los toc toc.
Para lo que sí era muy bueno el Cacho era para el fútbol. León le preguntó una vez cómo tenía que hacer para controlar bien la pelota. El Cacho lo llevó a un campito dos semanas de punta y le enseñó la técnica de José Luis Villarreal. Fue el cinco más elegante que vi en mi vida. Antes de que le llegara la pelota, Villita daba un saltito y encogía la pierna hábil, como un bailarín de ballet.
-Tira ¿Ves? La pelota se duerme ¿De qué te reís?
-De nada.
-Vos hace como te digo y vas a ver…
Los sábados, el Cacho llevaba a León a jugar en infantiles y presumía delante de los demás padres que él le había enseñado a su hijo a parar la pelota como Villarreal.
León confiaba ciegamente en su padre.
Unas vacaciones en Cabalango, unos chicos lo llamaron desde la otra orilla del río. Él no sabía nadar, pero le daba vergüenza ir hasta la parte baja para cruzar. Miró hacia ambos lados y cuando vio que el Cacho estaba cerca, se zambulló. Llegó al otro lado a los manotazos. Después se enteraría que su padre tampoco sabía nadar y le tenía más miedo al agua que él.
Casi todo lo que había aprendido León hasta los once años, se lo enseñó el Cacho. Armar una caña de pescar con un palo de escoba, tanza, un corcho y un pedazo de alambre para el anzuelo. A plegar hacia arriba las alas de los aviones de papel para que vuelen recto. Hacer un barrilete con madera balsa, papel de diario y engrudo. A andar en bici y hasta a manejar la camioneta. También le enseñó a ser respetuoso con todas las personas y con la naturaleza. Que el viento norte era el viento de los locos. Y que las arañas anuncian lluvia.
-¿Cómo saben que va a llover?
-Presienten los cambios.
Una mañana el Cacho se levantó cansado. Dejó el reparto de pan a la mitad y volvió a su casa. Estaba ojeroso y se sostuvo de la puerta de la heladera para decirle que no podían ir a pescar esa tarde. Se pasó toda la noche vomitando en el baño. León se asomó y lo vio en el piso, abrazado al inodoro, llorando. No dijo nada, solo lo abrazó, para que sintiera lo mismo que él cuando se arrojó al río sin saber nadar.
Desde esa noche era el hijo el que acompañaba a su padre a la cama, lo tapaba y esperaba que se durmiera.
Después León pasó varias semanas sentado en un pasillo del hospital. Llevaba la mochila y hacía las tareas del colegio en una mesa de la sala de enfermeras. Escuchó una vez la palabra leucemia y vio el espanto en la cara de su abuela. Ella le dijo que su padre se iba a mejorar, que no tuviera miedo, aunque lo decía con la boca, pero los ojos hablaban otra cosa.
Una tarde de tormenta, mientras León leía una revista de fútbol, un médico cerró con fuerza la puerta de la habitación donde estaba el Cacho, como hacía él con el capot de la F-100. Casi al mismo tiempo, apareció al final del pasillo una voz con tacos que preguntó por Oscar Cardetti. El perfume que se acercaba le resultó familiar. Cuando estuvo a su lado vio unos dedos largos agarrados a una cartera. Afuera empezó a tronar con fuerza. León miró hacia abajo y vio que una araña cruzaba por sus pies.
Un 20 de junio, en un hospital de Córdoba, una mujer fue llevada a cesárea con tanta urgencia que no hubo tiempo para esperar que hiciera efecto la anestesia. Cuando sintió el filo del bisturí sobre su vientre ella casi dio un salto de la camilla, pero una mano ágil la contuvo y en el mismo movimiento le puso la mascarilla para dormirla.
El médico que recibió al bebé lo envolvió con trapos y atropelló las puertas vaivén. Por detrás, casi corriendo, iban las enfermeras. El Cacho los vio pasar y supo que algo no andaba bien. El tiempo se puso denso como una baba, hasta que el alarido de una criatura atravesó los pasillos y él se largó a llorar. Una de las enfermeras lo abrazó y lo llevó hasta la incubadora. El Cacho se quedó un rato inmóvil, mirando a ese coso escuálido, que se ponía rojo como un tomate y gritaba con una fuerza llamativa para su tamaño. El doctor le puso una mano en el hombro y le dijo “Lo felicito papá, este gringuito es un león”. Por eso, aunque la madre no quería saber nada, el bebé se llamó León.
Aparte del nombre, hubo otros problemas entre ellos y un tiempo después ella se fue de la casa. No había una fecha exacta, porque el Cacho la borró del mapa, pero mirando fotos viejas, León podía deducir cosas. En su cumpleaños número dos ella estaba, aunque no sonreía. En el de tres ya no.
Después hubo un vacío interrumpido con algunas preguntas sin respuesta, una necesidad en uno, en el otro un dolor que cuando parecía apagarse, una brisa, un soplo casual, lo hacía revivir.
Una vez llegó una carta. Mientras la leía, León se preguntaba si la voz que sonaba en su cabeza era la de esa mujer o solo la estaba imaginando. Le decía que iba a venir a verlo en navidad. La esperaron toda la noche y no apareció. Unos días después pudo rescatar una remera de la pila que el Cacho prendió fuego en el patio. Así León mantuvo el recuerdo vivo: si quería ver su rostro buscaba la foto, si quería escuchar su voz leía la carta, y si quería sentir el aroma de su madre, tenía la remera.
Aunque era joven todavía, el Cacho no volvió a formar pareja, así que contrataba niñeras para que cuiden a su hijo. Ninguna duraba mucho; le decía a León que tenía que echarlas porque se enamoraban de él y eso no convenía. La verdad es que renunciaban porque les pagaba poco.
El Cacho se ganaba la vida con un reparto de pan. A veces, cuando no había niñera, sentaba a León al lado suyo, lo cubría con frazadas y antes de que amaneciera salían a trabajar. Después, cuando fue más grande, León esperaba ansioso las vacaciones para ir a repartir con él. Se hacía el plato viéndolo actuar de vendedor. A quien le anda presumiendo que está tan linda, esto lo traigo para clientas especiales, le decía a unas viejas con ruleros que se retorcían de risa y llenaban a León de golosinas.
Los domingos iban a ver a la T. Era una ceremonia que empezaba varias horas antes, con las camisetas, los gorros, la bandera, practicando en el camino los cantitos de la hinchada. Si no era tarde, a la salida de la cancha se subían a la F100 y se iban a tirar la caña al puente de Las Mojarras. El Cacho preparaba una pasta con maíz y esencia de vainilla muy tentadora para las carpas. Sentados uno junto al otro, con las piernas colgando en el puente, pensaban en esa mujer.
-¿Por qué te dicen Cacho?
-Así le dicen a los Oscar. A los Francisco se les dice pancho, a los José pepe, y a los Oscar, cacho.
-¿Cómo sabés tantas cosas?
-Para saber hay que preguntar.
-Pero a veces te pregunto y no me contestás.
Es cierto que el Cacho sabía de todo un poco. Cuando hacía frío y la F100 no arrancaba, con un palo, un pedazo de tela y un poco de kerosene, hacía una antorcha y la metía adentro del motor. Parado en la cabina, León esperaba la señal para darle arranque. Apenas el motor bramaba, el Cacho cerraba con fuerza el capot y corría a ocupar el lugar del conductor.
-¿Por qué no la cambias por otra? - le preguntó León una vez.
-¿Estás loco? Esta chata es parte de la familia.
El Cacho también sabía jugar a las bolitas. Le enseñó a meter el pulgar dentro del puño y aflojar el índice para que la bolita salga como una bala. Y de yapa, un versito para concentrarse y mejorar la puntería:
sencillo, sencillo
meta palo
y al bolsillo
En verano comían en el patio con la tele asomada por la ventana del comedor. Una noche en que miraban el festival de Cosquín, a León le llamó la atención cómo tocaba el piano un señor que se llamaba Mariano Mores. Algo cautivante había en el movimiento de esas manos, que corrían por las teclas como dos arañas enloquecidas.
Me gustaría aprender a tocar el piano.
-¿Sabés lo que vale uno de esos?
-¿Son caros?
Su padre no contestó. Miraba fijo las manos del músico.
-No te gustó la idea.
-Tu madre tocaba el piano - dijo el Cacho y fondeó el vaso de vino.
No se habló más del tema, pero a la semana siguiente mientras almorzaban, como un comentario al pasar, le dijo que lo había inscripto en el conservatorio. Y un año después, ahorrando hasta las monedas, le compró un piano usado. Esa tarde los dos se divirtieron con las vecinas que se asomaban a ver el mastodonte que bajaban del camión. Los profesores le dijeron a León que tenía muy buen oído, heredado seguramente, pero no del Cacho, que hacía desafinar hasta los toc toc.
Para lo que sí era muy bueno el Cacho era para el fútbol. León le preguntó una vez cómo tenía que hacer para controlar bien la pelota. El Cacho lo llevó a un campito dos semanas de punta y le enseñó la técnica de José Luis Villarreal. Fue el cinco más elegante que vi en mi vida. Antes de que le llegara la pelota, Villita daba un saltito y encogía la pierna hábil, como un bailarín de ballet.
-Tira ¿Ves? La pelota se duerme ¿De qué te reís?
-De nada.
-Vos hace como te digo y vas a ver…
Los sábados, el Cacho llevaba a León a jugar en infantiles y presumía delante de los demás padres que él le había enseñado a su hijo a parar la pelota como Villarreal.
León confiaba ciegamente en su padre.
Unas vacaciones en Cabalango, unos chicos lo llamaron desde la otra orilla del río. Él no sabía nadar, pero le daba vergüenza ir hasta la parte baja para cruzar. Miró hacia ambos lados y cuando vio que el Cacho estaba cerca, se zambulló. Llegó al otro lado a los manotazos. Después se enteraría que su padre tampoco sabía nadar y le tenía más miedo al agua que él.
Casi todo lo que había aprendido León hasta los once años, se lo enseñó el Cacho. Armar una caña de pescar con un palo de escoba, tanza, un corcho y un pedazo de alambre para el anzuelo. A plegar hacia arriba las alas de los aviones de papel para que vuelen recto. Hacer un barrilete con madera balsa, papel de diario y engrudo. A andar en bici y hasta a manejar la camioneta. También le enseñó a ser respetuoso con todas las personas y con la naturaleza. Que el viento norte era el viento de los locos. Y que las arañas anuncian lluvia.
-¿Cómo saben que va a llover?
-Presienten los cambios.
Una mañana el Cacho se levantó cansado. Dejó el reparto de pan a la mitad y volvió a su casa. Estaba ojeroso y se sostuvo de la puerta de la heladera para decirle que no podían ir a pescar esa tarde. Se pasó toda la noche vomitando en el baño. León se asomó y lo vio en el piso, abrazado al inodoro, llorando. No dijo nada, solo lo abrazó, para que sintiera lo mismo que él cuando se arrojó al río sin saber nadar.
Desde esa noche era el hijo el que acompañaba a su padre a la cama, lo tapaba y esperaba que se durmiera.
Después León pasó varias semanas sentado en un pasillo del hospital. Llevaba la mochila y hacía las tareas del colegio en una mesa de la sala de enfermeras. Escuchó una vez la palabra leucemia y vio el espanto en la cara de su abuela. Ella le dijo que su padre se iba a mejorar, que no tuviera miedo, aunque lo decía con la boca, pero los ojos hablaban otra cosa.
Una tarde de tormenta, mientras León leía una revista de fútbol, un médico cerró con fuerza la puerta de la habitación donde estaba el Cacho, como hacía él con el capot de la F-100. Casi al mismo tiempo, apareció al final del pasillo una voz con tacos que preguntó por Oscar Cardetti. El perfume que se acercaba le resultó familiar. Cuando estuvo a su lado vio unos dedos largos agarrados a una cartera. Afuera empezó a tronar con fuerza. León miró hacia abajo y vio que una araña cruzaba por sus pies.