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Un gol cada uno (cuento)

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Juan Manuel, Jue Dic 14, 2023 8:44 pm

Un gol cada uno

—Más despacio, muchachos —dijo Daniel.
Luis y Federico se retorcían en el piso como dos babosas en sal. La pelota había salido de la cancha por uno de los agujeros que tenía el tejido. Algunos aprovecharon la pausa para tomar agua. Daniel se acercó hasta Luis.
—¿Estás bien, Luisito? —preguntó.
—Me hice mierda la rodilla —dijo Luis, abrazándose la pierna.
—¿Te duele? —Daniel apoyó una mano en el hombro de Luis. Después, ajustando suavemente la presión de los dedos, dijo—: ¿Querés atajar un ratito?
A Daniel no le gustaba atajar cuando su equipo iba perdiendo, prefería estar en cancha. Parado abajo del arco, con los brazos en jarra, sentía que se estaba perdiendo algo. Atajar era como mirar el partido de afuera. Años atrás, hubiera pedido cambio de arquero y alguno se habría sacrificado por él, pero ya no. En realidad, nadie quería atajar y menos durante los últimos minutos del partido, cuando la cosa se definía. Entre todos, habían consensuado adherir a la modalidad de un-gol-cada-uno, que repartía los tiempos al arco ordenada y democráticamente. La única chance de evitar el turno de arquero era que alguien pidiera cambio por lesión o cansancio.
—¿Hacemos un pique? —dijo Ribelotti—. Volvé al arco, Daniel, dale.
—Atajá un rato, Luis, no seas boludo —insistió Daniel.
—No, no. Estoy bien — dijo Luis, mientras se levantaba. Como técnicamente no había sido foul, hicieron un pique neutral entre Nico y Fafa.
Cada vez eran más los veinteañeros. El grupo de WhatsApp había empezado con diez miembros. Cinco contra cinco. Todos pasaban los treinta y algunos rondaban los cuarenta. Al mes, Ribelotti empezó a sumar integrantes porque el plantel estable sufría continuas bajas por compromisos familiares, dolencias físicas o interferencias laborales. No era fácil juntar diez. Con esta manga de viejos chotos, nos hundimos, le había dicho Ribelotti a Daniel un día que tuvieron que suspender el partido porque no juntaron ni siete. Ambos opinaban que era urgente incorporar muchachos más jóvenes. Pendejos como el Nico y el Fafa qué están al recontra pedo todo el día, había especificado Ribelotti. Una semana después, el grupo tenía quince miembros. Los primeros en sumarse fueron, justamente, Nico y Fafa. Luis trajo a Chicho y Tiki. Jeremías, el nene, había caído de rebote. Nadie recordaba bien cómo.
—¡Era tu marca! —dijo Daniel, y el reproche interrumpió la recuperación de Ribelotti, que tomaba aire por la boca como un asmático en plena crisis.
—¿Qué querés que haga? —dijo Ribelotti, agitado.
Jeremías, con un zurdazo fuerte y preciso, había reventado el travesaño.
—¿Por qué no atajás un ratito? —dijo Daniel.
Las nuevas incorporaciones habían provocado ciertos movimientos imperceptibles. Silenciosos. Ahora la convocatoria estaba asegurada (confirmaban las diez asistencias hasta tres días antes del partido), pero habían bajado el promedio etario del plantel de treinta y tres a veintiocho años. El dato no era irrelevante. Implicaba una serie de ajustes y desplazamientos, principalmente entre los que tenían más de treinta y cinco.
Luis, por ejemplo, había empezado a tomarse licencias estrictas en caso de molestias musculares. El grupo prescindía de su sacrificio porque había reemplazo. Federico, sin previo aviso y contra toda opinión, pasó de jugar de dos a jugar de nueve. Decidió que su lugar en la cancha era el área rival. La zona del centro delantero. Y Daniel, de forma leve y gradual, aumentó su porcentaje de infracciones cometidas. Empezó a pegar más: agarrones, manotazos, patadas. Ahora, Daniel llegaba tarde a las pelotas divididas. Recurrentemente tarde.
—¿Cómo es? ¿Dos nosotros? ⸺Germán acomodaba la pelota para patear un tiro libre.
—¿Estás loco? —dijo Luis—. Qué dos: uno.
—¿No es dos? —insistió Germán.
—No empecés, Germán —dijo Daniel, que intentaba atarse los cordones con los guantes puestos.
—Siempre lo mismo con vos, viejo —dijo Luis—. Uno ustedes, dale.
Así registraban el resultado: no sumaban los goles, contabilizaban la diferencia. Un poco por simplificar, un poco por que decir once a nueve o trece a diez aniñaba la competición. La hacía sonar infantil. Preferían decir tres arriba, dos nosotros, uno ustedes.
Desde el arco, Daniel no podía ver el reloj, pero sabía que quedaba poco. Tres, cuatro minutos. Los muchachos que jugaban después ya precalentaban al costado de la cancha. Daniel veía al viejo parado atrás del mostrador. Todavía estaba lejos del timbre. Cuando se cumplía la hora, el viejo se paraba junto al timbre y esperaba. No cortaba el partido abruptamente, dejaba jugar un gol más. Y si los delanteros estaban muy imprecisos, decretaba el final cuando la pelota salía de la cancha por uno de los agujeros del tejido, como ahora, que había ido a parar debajo de las mesas y Nico corría como un condenado a buscarla para jugar el último córner de la noche.
Cómo es el futbol. Lo que hasta ahí para Daniel había sido un obstáculo, de pronto se convertía en una oportunidad. Porque si Luis o Ribelotti hubiesen aceptado atajar, Daniel ahora estaría enredado en ese amontonamiento que era el área rival y no parado en el medio de la cancha, completamente solo, posicionándose como la mejor opción posible para Nico, que demoraba el córner porque sabía que era ese y nada más.
Enérgicamente, con autoridad, Daniel se la pidió. Nico visualizó un pase fácil y ahora la pelota rodaba hacia Daniel. Era pegarle al arco fuerte, empate sobre la hora con gol de arquero y timbre. Como le vino uno poquito corrida, Daniel no se animó a patear de primera. La quiso acomodar y después pegarle. Jeremías, el nene, salió disparado a tapar el tiro. Daniel estiró la pierna derecha hacia atrás, en un movimiento pendular ascendente mientras Jeremías corría, quizás convencido de llegar a trabar, incluso puntear, por qué no controlar la pelota, tirar la gambeta y llevar la diferencia a dos goles. Algo de todo eso intuyó Daniel, porque agudizó su intento. Nunca abandonó la convicción de patear al arco pero pasó el acento de la dirección a la fuerza. Si antes era al arco y fuerte, ahora era fuerte y al arco. Cuando Jeremías punteó la pelota, Daniel ya había lanzado la patada. Lo agarró a la altura del muslo. Entre la cintura y la rodilla.
Hubo un instante de recogimiento. La pelota salió de la cancha por el lateral, atravesó el tejido y se detuvo al chocar contra una botella de cerveza vacía. El cuerpo de Jeremías impactó de lleno contra el césped sintético. Desconcertado, Daniel siguió la pelota de reojo hasta comprobar que su arco no corría peligro. En una exhalación colectiva, todos dejaron caer los hombros. Después de eso, ya no se podía jugar más.
Desde el piso, Daniel vio como se formaba una ronda en torno a Jeremías. Por un momento, temió lo peor pero, poco a poco, la ronda se fue desarmando. Cuando Jeremías se puso de pie, Daniel fue y se disculpó. Me la moviste justito, le dijo. Caminaron a la par hasta las mesas donde se había instalado el grupo. Cada vez que pisaba, Daniel sentía un pinchazo en el pie con el que había pegado la patada. Pensó en el próximo partido. Si el pinchazo seguía, no iba a poder jugar. A lo sumo, podría atajar. Ni bien se sentó, Nico le ofreció un trago de gaseosa. Daniel lo rechazó. En cambio, agarró la botella de Quilmes y, tratando de evitar la espuma, llenó hasta el borde un vasito mediano de plástico blanco.

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Cristian, Vie Dic 15, 2023 3:32 pm

Cualquiera que alguna vez jugó al futbol entre amigos sabe de esos pequeños triunfos personales aún en la derrota. Me encantó.

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Marcelo LópezMarán, Vie Dic 15, 2023 6:24 pm

Gran relato. Pocos saben, como bien lo apunta el Maestro Dolina, el drama que vive el que se siente poco a poco desplazado, cada vez más lejos del lugar que una vez le perteneció. Por eso el fútbol es la metáfora más perfecta de la vida. Y termina así, con un trago amargo y un dolor maltrecho.
Un buen momento, Juan Manuel.
¡Salud!

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Juan Manuel, Dom Dic 17, 2023 4:34 pm

Gracias, Cristian y Marcelo por la lectura y los comentarios.