!OÍDO AL TAMBOR!
Publicado: Vie Dic 15, 2023 2:43 pm
¡OÍDO AL TAMBOR!
Algo había escuchado sobre un dios negro en Cuba, uno que tenía una oreja muy pequeña por donde lo escuchaba todo y otra enorme por donde no escuchaba nada.
No quería hacer las Indias, le causaba un extraño sobresalto.
La Guerra a Muerte le tocó ya bien aposentada en América. Bolívar había desatado todos los demonios de su época. Sus intrépidos oficiales entre ellos. Los españoles añadían varios rostros a la galería de la infamia, Boves, Suazola, Antoñanzas.
Cocinaba un día su famoso Corbullón, el caldo de mero y pargo ya había recibido añadidos los alcaparrones del Llobregat y la cepa del Penedés, cuando sintió el revuelo en los frentes de la Calle Larga. Las mujeres gritaban de espanto mientras la tropa y los realistas iban colgando de los candiles sartas de orejas y colgajos de rostros humanos, putrefactos muchos, otros de más reciente autoría.
La noticia se había adelantado, pero lo que se logró, en lugar de servir de advertencia punitiva a los republicanos, fue obtener el asco generalizado y el horror reservado para aquella siniestra ejecutoria.
El vasco Suazola, su sola mención desolaba su entorno; desollador, empalador de cabezas, sin la ironía festiva de Boves, que asesinaba al ritmo del Piquirico, había sido el responsable de aquellas heridas y sus muertes.
Nadie escucharía el resonante apóstrofe que ella
profirió contra lo acontecido. Era la guerra y era a muerte, a muerte civil, indiscriminada, como la de aquellos infelices masacrados en Aragua de Maturín cuyos despojos secaría el salado aire de Cumaná después de ser vendidos a los peninsulares por el Gobernador Antoñanzas y comprados para sincronizar el odio.
Ella, además de arengar libremente contra aquella otomía, lograría quitar los colgajos del frente de su casa. No escuchó las reconvenciones de los demás súbditos, atemorizados por su reacción y su desgravamen.
José Francisco "Pueblo", el bronco general criollo, tuvo a su cargo en su momento la respuesta vindicativa de aquel relato. Entró a degüello en la ciudad para restablecer el orden republicano.
Orden civil, indiscriminado, ejecutivo para todos aquellos que habían exhibido las orejas de los patriotas como escapulario urbano de la monarquía constitucional y terrorista.
Los comerciantes catalanes que no pudieron huir hacia Martinica fueron muy toscamente pasados a sable por la caballería de Bermúdez en la explanada del castillo de Sta. María de la Cabeza, lugar que bien llama la historia. La sombra de su sangre afirmó en sus sillares. Mutilados también, exhibidos ante ellos mismos en su agitada agonía. Una Pintura Negra americana, una mueca descoyuntada y oblicua, una pira de leños humanos quedaron en la memoria.
Ella logró hacerse liberar por la notoriedad de su rechazo al terror y a los desastres realistas, y por su delicada mesa.
Supo que a Suazola lo habían ahorcado aparatosamente tras un edicto de Bolívar en Puerto Cabello. Desde allí regresó a Tarragona, natal y coquinaria para ella.
A veces sentía todo el sonido concentrado en uno de sus oídos y se asomaba por si todavía podía alcanzar la vela latina de algún bote de la Rápita, aquellos atuneros que ponían la carne oscura en el emigrado Corbullón de esa otra orilla, de tantos otros dioses.
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Algo había escuchado sobre un dios negro en Cuba, uno que tenía una oreja muy pequeña por donde lo escuchaba todo y otra enorme por donde no escuchaba nada.
No quería hacer las Indias, le causaba un extraño sobresalto.
La Guerra a Muerte le tocó ya bien aposentada en América. Bolívar había desatado todos los demonios de su época. Sus intrépidos oficiales entre ellos. Los españoles añadían varios rostros a la galería de la infamia, Boves, Suazola, Antoñanzas.
Cocinaba un día su famoso Corbullón, el caldo de mero y pargo ya había recibido añadidos los alcaparrones del Llobregat y la cepa del Penedés, cuando sintió el revuelo en los frentes de la Calle Larga. Las mujeres gritaban de espanto mientras la tropa y los realistas iban colgando de los candiles sartas de orejas y colgajos de rostros humanos, putrefactos muchos, otros de más reciente autoría.
La noticia se había adelantado, pero lo que se logró, en lugar de servir de advertencia punitiva a los republicanos, fue obtener el asco generalizado y el horror reservado para aquella siniestra ejecutoria.
El vasco Suazola, su sola mención desolaba su entorno; desollador, empalador de cabezas, sin la ironía festiva de Boves, que asesinaba al ritmo del Piquirico, había sido el responsable de aquellas heridas y sus muertes.
Nadie escucharía el resonante apóstrofe que ella
profirió contra lo acontecido. Era la guerra y era a muerte, a muerte civil, indiscriminada, como la de aquellos infelices masacrados en Aragua de Maturín cuyos despojos secaría el salado aire de Cumaná después de ser vendidos a los peninsulares por el Gobernador Antoñanzas y comprados para sincronizar el odio.
Ella, además de arengar libremente contra aquella otomía, lograría quitar los colgajos del frente de su casa. No escuchó las reconvenciones de los demás súbditos, atemorizados por su reacción y su desgravamen.
José Francisco "Pueblo", el bronco general criollo, tuvo a su cargo en su momento la respuesta vindicativa de aquel relato. Entró a degüello en la ciudad para restablecer el orden republicano.
Orden civil, indiscriminado, ejecutivo para todos aquellos que habían exhibido las orejas de los patriotas como escapulario urbano de la monarquía constitucional y terrorista.
Los comerciantes catalanes que no pudieron huir hacia Martinica fueron muy toscamente pasados a sable por la caballería de Bermúdez en la explanada del castillo de Sta. María de la Cabeza, lugar que bien llama la historia. La sombra de su sangre afirmó en sus sillares. Mutilados también, exhibidos ante ellos mismos en su agitada agonía. Una Pintura Negra americana, una mueca descoyuntada y oblicua, una pira de leños humanos quedaron en la memoria.
Ella logró hacerse liberar por la notoriedad de su rechazo al terror y a los desastres realistas, y por su delicada mesa.
Supo que a Suazola lo habían ahorcado aparatosamente tras un edicto de Bolívar en Puerto Cabello. Desde allí regresó a Tarragona, natal y coquinaria para ella.
A veces sentía todo el sonido concentrado en uno de sus oídos y se asomaba por si todavía podía alcanzar la vela latina de algún bote de la Rápita, aquellos atuneros que ponían la carne oscura en el emigrado Corbullón de esa otra orilla, de tantos otros dioses.
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