Sombra
Publicado: Vie Dic 15, 2023 3:25 pm
El día que cumplí once años, mis abuelos paternos me regalaron una gatita pequeña. La desconfiada mascota se veía suave y ligera. Apenas pude agarrarla una vez.
Esa noche de verano, después de soplar las once velitas, la electricidad se cortó y nos empujó de inmediato hacia la calle para tomar un poco de aire, aunque la brisa tibia que soplaba desde el norte parecía desconocer la condescendencia. Las ventanas de las casas vecinas titilaban al ritmo de las velas. El corte de luz era masivo.
Por la mañana me desperté con el sonido gratificante del viejo ventilador. Había vuelto la luz, pero la gatita, a la que no llegué a nombrar, no estaba más. Mis padres me dijeron que era probable que hubiera salido por la noche, cuando estábamos tomando aire. Yo recordé un sueño en el que un monstruo salido de las entrañas de mi cama había aparecido como una sombra enorme en la pared. Ellos revisaron bajo mi cama. La gatita no estaba allí, solo mis necesidades fisiológicas. ¡Qué vergüenza! Acababa de cumplir once años y no podía contenerme. Intentaron tranquilizarme con una explicación que acepté: las luces de las velas se balanceaban generando un efecto de sombra viva sobre la pared. No pude volver a dormir con la luz apagada.
Casi cuatro años después, la empresa de distribución de energía volvió a tener problemas con el suministro. No de la magnitud de aquella vez, aunque fue lo suficientemente grande como para afectar el barrio entero y a mi familia. Sin velas en la casa, en la oscuridad solo sobresalían algunos gritos agitados y llantos desesperados. No tenía muy en claro qué parte de los recuerdos eran sueños. Lo único real fue que cuando amaneció y la luz natural sacó la casa de las penumbras, mi padre había desaparecido. Mi madre, con el húmedo rostro congestionado, no paraba de llorar arrodillada en la puerta del porche. Yo volví a hablarle del monstruo bajo la cama y esperé con los ojos cerrados el cachetazo. No solo no me lo dio, sino que, en un acto exhausto de tristeza maternal, compró estrellas fluorescentes para pegar en el techo y en las paredes, así siempre habría algo de luz en mi habitación.
Mi madre no duró mucho tiempo más. Me dijeron que había muerto en un accidente de tránsito, pero nunca lo creí. Para mí, se había escapado, como la gatita sin nombre primero y mi padre luego. Nadie parecía querer estar al lado mío. Tenía quince años y seguía con incontinencia.
Tuve que mudarme con mis abuelos maternos. Ellos no me dejaron poner las estrellas fluorescentes ni dormir con la luz prendida. Eran muy creyentes. La casa estaba llena de crucifijos, íbamos a misa cada domingo y hasta tenía mi propio ángel guardián, al que le rezaba todas las noches, sin falta, arrodillado frente a la cama. Por suerte, ellos no escaparon de mí, pero tampoco de la muerte. A mis dieciocho años me encontraba solo en la casa.
Ese fue el año en que se hizo público que los susurros nocturnos y las carcajadas trémulas y disfónicas eran reales. Los monstruos existían. No eran solo sombras vivas bailando en las paredes al son de alguna brisa. Los gritos se hicieron frecuentes, y todas las noches tronaba alguno. Es increíble la variedad que se puede escuchar cuando el grito se ha popularizado. La luz nunca volvió, y las velas se agotaron rápidamente. Las casas se llenaron de cuerpos desecados y eviscerados.
En mi cuadra solo quedamos tres habitantes. Yo estoy en la casa del medio. De un lado vive Antonio, que tiene unos cuarenta años. Él nunca fue muy simpático, pero desde que su esposa y sus hijos gritaron, su poca empatía se transformó en resentimiento. Mi otra vecina es Carolina, una muchacha de mi edad, que siempre había sido simpática, y un día no lo fue más. Debo reconocer mi culpa en ello: un día demoré un segundo de más en levantar la vista de su vestido corto. Me malinterpretó.
Ya son las seis de la tarde y a través de la ventana puedo ver cómo el ocaso se asoma con premura. Parece percibir cierta ansiedad por el griterío que endulza los oídos y narcotiza los demás sentidos. Antonio ya llegó. Carolina también. Ahora me toca a mí ir bajo la cama y decidir cuál de ellos dos me va a gratificar con las mieles de sus gritos.
Esa noche de verano, después de soplar las once velitas, la electricidad se cortó y nos empujó de inmediato hacia la calle para tomar un poco de aire, aunque la brisa tibia que soplaba desde el norte parecía desconocer la condescendencia. Las ventanas de las casas vecinas titilaban al ritmo de las velas. El corte de luz era masivo.
Por la mañana me desperté con el sonido gratificante del viejo ventilador. Había vuelto la luz, pero la gatita, a la que no llegué a nombrar, no estaba más. Mis padres me dijeron que era probable que hubiera salido por la noche, cuando estábamos tomando aire. Yo recordé un sueño en el que un monstruo salido de las entrañas de mi cama había aparecido como una sombra enorme en la pared. Ellos revisaron bajo mi cama. La gatita no estaba allí, solo mis necesidades fisiológicas. ¡Qué vergüenza! Acababa de cumplir once años y no podía contenerme. Intentaron tranquilizarme con una explicación que acepté: las luces de las velas se balanceaban generando un efecto de sombra viva sobre la pared. No pude volver a dormir con la luz apagada.
Casi cuatro años después, la empresa de distribución de energía volvió a tener problemas con el suministro. No de la magnitud de aquella vez, aunque fue lo suficientemente grande como para afectar el barrio entero y a mi familia. Sin velas en la casa, en la oscuridad solo sobresalían algunos gritos agitados y llantos desesperados. No tenía muy en claro qué parte de los recuerdos eran sueños. Lo único real fue que cuando amaneció y la luz natural sacó la casa de las penumbras, mi padre había desaparecido. Mi madre, con el húmedo rostro congestionado, no paraba de llorar arrodillada en la puerta del porche. Yo volví a hablarle del monstruo bajo la cama y esperé con los ojos cerrados el cachetazo. No solo no me lo dio, sino que, en un acto exhausto de tristeza maternal, compró estrellas fluorescentes para pegar en el techo y en las paredes, así siempre habría algo de luz en mi habitación.
Mi madre no duró mucho tiempo más. Me dijeron que había muerto en un accidente de tránsito, pero nunca lo creí. Para mí, se había escapado, como la gatita sin nombre primero y mi padre luego. Nadie parecía querer estar al lado mío. Tenía quince años y seguía con incontinencia.
Tuve que mudarme con mis abuelos maternos. Ellos no me dejaron poner las estrellas fluorescentes ni dormir con la luz prendida. Eran muy creyentes. La casa estaba llena de crucifijos, íbamos a misa cada domingo y hasta tenía mi propio ángel guardián, al que le rezaba todas las noches, sin falta, arrodillado frente a la cama. Por suerte, ellos no escaparon de mí, pero tampoco de la muerte. A mis dieciocho años me encontraba solo en la casa.
Ese fue el año en que se hizo público que los susurros nocturnos y las carcajadas trémulas y disfónicas eran reales. Los monstruos existían. No eran solo sombras vivas bailando en las paredes al son de alguna brisa. Los gritos se hicieron frecuentes, y todas las noches tronaba alguno. Es increíble la variedad que se puede escuchar cuando el grito se ha popularizado. La luz nunca volvió, y las velas se agotaron rápidamente. Las casas se llenaron de cuerpos desecados y eviscerados.
En mi cuadra solo quedamos tres habitantes. Yo estoy en la casa del medio. De un lado vive Antonio, que tiene unos cuarenta años. Él nunca fue muy simpático, pero desde que su esposa y sus hijos gritaron, su poca empatía se transformó en resentimiento. Mi otra vecina es Carolina, una muchacha de mi edad, que siempre había sido simpática, y un día no lo fue más. Debo reconocer mi culpa en ello: un día demoré un segundo de más en levantar la vista de su vestido corto. Me malinterpretó.
Ya son las seis de la tarde y a través de la ventana puedo ver cómo el ocaso se asoma con premura. Parece percibir cierta ansiedad por el griterío que endulza los oídos y narcotiza los demás sentidos. Antonio ya llegó. Carolina también. Ahora me toca a mí ir bajo la cama y decidir cuál de ellos dos me va a gratificar con las mieles de sus gritos.