Caravana
Publicado: Sab Dic 16, 2023 3:20 pm
A Olarra lo entusiasma la disciplinada labor de las hormigas. Las sigue en el patio, en el monte, pero prefiere a las que se le han instalado en su pieza. Desde que las descubre aglomeradas detrás de su armario, ya no le interesa nada más. En vacaciones o en días de aburrida escuela, opta por faltar a todos lados. Por no salir. No tiene padre o madre que lo obligue. No tiene amigos que lo busquen. Su abuela, su abuelo, apenas saben de su existencia. Olarra, en esas anónimas paredes, no necesita sino de esos invertebrados para estimular su frenesí. Permanece en su pieza, remoloneando en la única cama. Desde allí se abandona a la contemplación de la vasta fila que tiembla a doble mano en la cabecera. Las observa nerviosas de tareas, colisionando antenas de información, cargando provisiones en sus ínfimos lomos que —Olarra calcula— deben quintuplicarlas en peso y tamaño. Luego, elige dos o tres cercanas y palpita con ellas una carrera a vivo motor.
En esa soledad de insectos, ellas son él, y él es feliz.
Olarra crece, siempre en su cuarto, y crece el nido todo alrededor. Sus hormigas crecen también. Ya no son sombras diminutas y movedizas. Ahora son como balas fornidas multiplicándose sin cesar, acaso inmunes ya a cualquier veneno contra plagas. Todos los días, la caravana caníbal suma a su almacén de hojas y ramas unas patas de langosta, una avispa media, una rana verde, un pequeño roedor.
Llegan tiempos de crudo invierno, el afuera es inhóspito, el alimento escasea. Olvidado por sus abuelos, Olarra ya casi no come, casi no puede sostenerse mucho en pie, pero aún conserva el rito de verlas ejecutar su desfile marcial, incesante, explorador.
Desde el día en que no puede levantarse, las hormigas comienzan a visitarlo, acaso en señal de camaradería. Olarra se halla muy débil como para agradecerles su compañía, menos puede ya detenerlas, hacerlas desistir. Ellas se le suben a los pies, a los brazos, al pecho, a la entrepierna. En su exploración física, la caravana parece inaugurar un ritual de salvaje y natural iniciación. Olarra cierra los ojos y se entrega al placer casi sexual de millones de piecitos cosquilleándole la piel.
Una noche de bochorno, Olarra no ve, no quiere ver, pero sufre un centenar de agudos estiletes. Apenas sí soporta el fuego de los mordiscos. Apenas presiente porciones de sus carnes alejarse, abandonar su cuerpo a trozos. Y las breves tenazas que afanosas rasgan sus dedos, sus piernas, sus orejas, no serán suficientes —piensa Olarra— como para alimentar un palacio de reinas voraces, demandantes, insatisfechas.
Cuando las hormigas vienen por el resto, Olarra apenas sí abre la boca. Su grito es una masa densa, que oscurece el silencio.
En esa soledad de insectos, ellas son él, y él es feliz.
Olarra crece, siempre en su cuarto, y crece el nido todo alrededor. Sus hormigas crecen también. Ya no son sombras diminutas y movedizas. Ahora son como balas fornidas multiplicándose sin cesar, acaso inmunes ya a cualquier veneno contra plagas. Todos los días, la caravana caníbal suma a su almacén de hojas y ramas unas patas de langosta, una avispa media, una rana verde, un pequeño roedor.
Llegan tiempos de crudo invierno, el afuera es inhóspito, el alimento escasea. Olvidado por sus abuelos, Olarra ya casi no come, casi no puede sostenerse mucho en pie, pero aún conserva el rito de verlas ejecutar su desfile marcial, incesante, explorador.
Desde el día en que no puede levantarse, las hormigas comienzan a visitarlo, acaso en señal de camaradería. Olarra se halla muy débil como para agradecerles su compañía, menos puede ya detenerlas, hacerlas desistir. Ellas se le suben a los pies, a los brazos, al pecho, a la entrepierna. En su exploración física, la caravana parece inaugurar un ritual de salvaje y natural iniciación. Olarra cierra los ojos y se entrega al placer casi sexual de millones de piecitos cosquilleándole la piel.
Una noche de bochorno, Olarra no ve, no quiere ver, pero sufre un centenar de agudos estiletes. Apenas sí soporta el fuego de los mordiscos. Apenas presiente porciones de sus carnes alejarse, abandonar su cuerpo a trozos. Y las breves tenazas que afanosas rasgan sus dedos, sus piernas, sus orejas, no serán suficientes —piensa Olarra— como para alimentar un palacio de reinas voraces, demandantes, insatisfechas.
Cuando las hormigas vienen por el resto, Olarra apenas sí abre la boca. Su grito es una masa densa, que oscurece el silencio.