Efecto secundario: apetito extraño.
Me di cuenta demasiado pronto que mi vida sería una mierda. Fue en tercer grado del primario: una mañana, durante el recreo, dos compañeros con los que solía jugar, me arrojaron restos de comida, mientras gruñían como cerdos y se reían. No sé qué había cambiado, si yo era la misma gordita simpática de siempre. Luego empezaron a excluirme de los juegos habituales porque “era muy lenta para correr y muy grande para esconderme”. Una mañana alguien colocó dentro de mi mochila las galletitas que la profesora había llevado para merendar y me inculparon. “¡No se toca lo ajeno!”, gritaba la vieja mientras me apuntaba con la espina roja de su dedo índice. Años después, ya en séptimo grado, pasé de ser comparada con un cerdo a ser tratada como una vaca, debido al tamaño de mis pechos. Los mismos infelices de siempre, con Mariano como capitán, ingresaron al baño de damas, cubrieron mi boca con cinta de embalar para que no gritara, e intentaron desabrocharme el sostén pero no pudieron, entonces procedieron a cortarlo con una tijera. Lo más triste es que Florencia y Juliana hacían de “campana” en la puerta. “¿Sabés que le hacen a las vacas que no dan leche?”, preguntó Mariano luego de presionarme los pechos con fuerza, provocando la risa de todo el grupo. Sentí la presión de sus manos durante días y no dije nada porque pensé que después de esa humillación ya se cansarían de mí por lástima al verme llorar por primera vez. Pero nunca percibí en ellos remordimiento alguno, ni siquiera en esas dos que consideraba mis amigas. La verdad es que también me sentía culpable por no tener una linda figura para ostentar.
Ya en la adultez, “la cosa” no mejoró demasiado. Me costó conseguir un empleo donde no prioricen la “buena presencia” antes que la responsabilidad y la eficacia que me caracteriza. Otra cuestión no menos importante para mí era conocer a alguien, un compañero y confidente, y por insistencia de una amiga, creé una cuenta en una de esas aplicaciones de citas, pero… ya me fui por las ramas. Discúlpeme.
-No, para nada, muchacha.
-No quiero aburrirlo.
-Continúe, por favor. Me interesa escucharla.
-Está bien. ¿Dónde me quedé? Ah, sí: la mayoría de los hombres que se presentaron, fingieron no saber quién era yo, y otros volvieron sobre sus pasos. Solo uno tuvo la amabilidad de sentarse frente a mí y conocerme; conversamos mucho sobre libros y hasta el día de hoy somos muy buenos amigos. Aún sigo buscando, porque es mentira eso de que “el amor no debe buscarse, que el amor te debe encontrar.” Para una gorda eso no funciona.
-¿Nunca llegó a tener una relación amorosa?
-Durante un tiempo me vi a escondidas con mi jefe.
-¿A escondidas?
-Sí, es algo que me avergüenza. Cada viernes, al finalizar la jornada, me esperaba en el baño de la oficina. El guanaco estaba casado y tenía el fetiche de masturbarse y eyacular entre mis tetas. Y eso era todo; guardaba su hongo venoso en el pantalón y se colocaba un poco de perfume, el mismo que utilizaba para disimular el olor a tabaco. Me echaba sin darme tiempo de higienizarme, era como si una sensación de asco lo invadiera inmediatamente después de expeler la última gota sobre mí.
-Bueno, Clarisa, esto es lo que vamos a hacer: va a tomar una píldora a la mañana antes del desayuno durante seis meses. Continúe con la dieta indicada por su nutricionista y los ejercicios físicos semanales. Si el resultado es positivo, extenderemos el tratamiento seis meses más. Nos comunicaremos para brindarle un nuevo turno. Muchas gracias.
A la mañana siguiente, Clarisa tomó una de las píldoras del estuche y la examinó por unos segundos, intrigada con esas bolitas de colores que contiene el envase transparente. ¿Para qué servirá cada una?, se preguntaba, y pensó que iba a necesitar bastante agua para poder ingerirla por su tamaño. “En un futuro no muy lejano –divagó- las cuatro comidas necesarias, desayuno, almuerzo, merienda y cena, serán reemplazadas por píldoras similares; eso combatiría la hambruna y la escasez de alimentos.” Bebió la medicación, y después de mucho tiempo, desayunó sin culpa.
Pasados los treinta días, algunas personas notaron un cambio en su cuerpo que ella no llegaba a percibir frente al espejo y comenzó a sentir rechazo por los alimentos sólidos. Al cumplirse cinco meses desde el comienzo del tratamiento, la balanza marcaba que había descendido 32 kilos y su autoestima nunca había sido tan alta, animándose, por primera vez, a vestir prendas más ajustadas y sensuales. Marcó la nueva etapa, tatuándose en el pecho una mariposa abandonando el capullo, y la fragancia de la sangre perdida durante el proceso, despertó en ella un antojo extraño que intentaba saciar, lamiéndose las heridas que autoinflingía sobre las yemas de los dedos, utilizando el borde de una hoja para impresora.
El cambio en su figura no pasó desapercibido tampoco para su jefe, a quien había ignorado por un tiempo, hasta que el acoso se intensificó tanto que decidió ceder por miedo a perder el puesto de trabajo. Cuando todos sus compañeros se retiraron de la oficina, se dirigió al baño, golpeó la puerta discretamente e ingresó. El guanaco, como ella lo llamaba, estaba de pie frente al espejo, sacudiendo su miembro sobre el borde de la pileta, tratando de alcanzar la erección con ayuda de agua caliente. “Ponete de rodillas”, ordenó él y comenzó a presionarle uno de los pechos como si se tratara de la pera de goma de un tensiómetro; apretó y apretó hasta lograr que su falo adquiriera la firmeza suficiente. No miraba a su subordinada, evitaba hacerlo, manteniendo los ojos cerrados o la atención puesta en los azulejos. Cuando sentía que empezaba a perder firmeza, volvía a presionar su pecho. “Te hiciste la linda estos días –va a eyacular y ella lo sabe- y te morías de ganas de que te llene las tetas de leche, putita.” Las partículas de esperma se precipitaron como misiles sobre el pelo y el rostro de la dama, y en menor número sobre la puerta, los azulejos y un cartel impreso que manifestaba: “Por favor, no arrojar servilletas en el inodoro. Muchas gracias.” Al superar la excitación, sintió una sensación de calor descendiendo por sus piernas, seguido de un fuerte dolor; la panza velluda no le permitía realizar un diagnóstico a simple vista. Clarisa lo observaba aún de rodillas, luciendo una sonrisa siniestra; entre sus manos cargaba un bisturí quirúrgico con el que rebanó el escroto de su jefe. Este, horrorizado, intentó alejarse corriendo con el pantalón a la altura de las rodillas y dio su nuca contra el borde de la pileta al caer, perdiendo la vida en el acto. Media hora más tarde, el guardia de seguridad de la empresa, descubrió a la joven lamiendo la sangre del suelo, totalmente enajenada.
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ENTREVISTA A MARTÍN KOHAN
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Efecto secundario: apetito extraño
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JorgeAstartia, Mar Dic 19, 2023 9:27 pm
Bravo, gustazo leerte.