Embotellamiento (Concurso de cuento)
Publicado: Dom Dic 17, 2023 3:08 pm
Hace semanas que Marcos y yo intentamos encontrarle una familia. Compartimos anuncios en las redes, pusimos carteles en los postes y publicamos sus fotos en todas los grupos de adopción que encontramos en Internet. El día llegó, hoy vienen a llevárselo.
Sabíamos que esto podía pasar, pero no nos atrevimos a hacerlo antes y ahora no nos podemos arrepentir. No fue fácil, Internet está lleno de publicaciones como la nuestra: niños perdidos, niños ofrecidos, niños buscados. Nadie los reclama, nadie los quiere.
Marcos se pasea por el living de nuestro pequeño departamento céntrico y se frota las manos, piensa. Afuera llueve ligeramente; nos llegan los ruidos de la calle, los neumáticos sobre el pavimento mojado. De vez en cuando Marcos sale al balcón y se estira sobre la baranda para mirar.
—¿Otro embotellamiento? —pregunto. Marcos cierra la puerta balcón. Las bocinas se convierten en un suave temblor en los cristales. No contesta; sus ojos saltan de mí al bebé. Dos medialunas moradas se hinchan bajo sus parpados. Llevamos meses sin pegar un ojo, noches enteras sin dormir.
—Le pusiste demasiado perfume —dice.
—No podemos arriesgarnos.
El bebé golpetea la tapa de la mesa. Huele a fruta sintética de la colonia. Sus brazos rollizos se repliegan en las articulaciones como tiras de chorizo. Cuando está recién bañado, es lindo rozarle la cabeza con los labios; su cabello no llegó a endurecerse y es suave, como algodón.
Ahora Marcos nos mira con esa especie de semi sonrisa.
—No podemos tenerlo —digo. No quiero que nada lo distraiga de nuestro objetivo.
—No podemos —repite él, aunque detecto el tono de pregunta. Vuelve a arrastrar las alpargatas sobre el suelo de parqué y se rasca la nuca—. ¿Serán padres jóvenes? Me juego a que son de esos viejos que se hartaron de intentar y adoptan. O dos mamás. —Hace una pausa—. O dos papás, por qué no.
—O papá mono y mamá jirafa. ¿Qué importa?
Él no sufrió durante meses las mordeduras en los pezones, ni la lucha para evitar que el bebé huela todo el tiempo a leche regurgitada. Y ahora que gatea, la persecución constante para que no vuelque el tacho de basura, para evitar que se coma todo lo que encuentra. ¿Y la frente?
—¿Qué pasa con la frente, Ema?
—No sé, Marcos. Es raro.
—Es la frente de tu padre.
El bebé golpea el mordisco contra la mesa; se lo lleva a la boca, pero no controla sus movimientos y se le escurre entre los dedos.
—No tiene motricidad.
—Tiene seis meses.
Tiro el aro de goma hacia adelante y dejo al bebé en el suelo. Sus bracitos empiezan a sacudirse antes de tocar al piso como los cachorros cuando se los sostiene sobre el agua. Cuando logra hacer pie, gatea hacia el mordisco, se sienta e intenta agarrarlo, aunque quedó demasiado lejos y sus manitos se cierran en el aire.
Marcos me mira y se encoje de hombros. Suena el timbre.
Nos mantenemos atentos al ascensor. Cuando lo oímos frenar en nuestro piso, Marcos alcanza la puerta en dos zancadas. Se seca las manos en el jean antes de abrir.
Un hombre robusto con barba de meses ocupa casi todo el marco. Bajo la visera verde, sus pelos cobrizos se extienden como un manojo de paja.
—Vengo por el anuncio —dice. Su voz es gruesa, pesada, cada palabra retumba en el departamento. Da un paso hacia adelante acariciándose la barba; aunque nadie lo invitó a pasar—. ¿Es él?
Marcos sostiene la puerta abierta esperando que entre una mujer, pero en el pasillo no hay nadie.
El hombre camina hacia el bebé, sus botas de goma negra chillan contra el parqué. Marcos me mira y cierra la puerta.
Incluso de rodillas el hombre sigue siendo grande, más grande que cualquiera de nosotros. Murmura algo pero no entendemos lo que dice.
—¿Cómo? —pregunta Marcos.
El hombre se gira sin levantarse.
—Le hablaba al niño —dice muy serio.
El bebé se inclina hacia atrás y lo mira fijo, sus ojos bizquean mientras el hombre le palpa los brazos, le mira el ombligo. Después, le pinza los cachetes con los dedos y enfoca la linterna de su teléfono a la boca del bebé.
—Ah —dice— ¿Qué tenemos acá: dos dientitos?
Marcos y yo nos acercamos a mirar. Son casi imperceptibles, apenas una línea blanca en la encía superior. El hombre lo alza. En sus brazos parece todavía más pequeño, casi diminuto. El bebé le tira de la barba y el hombre sonríe.
—No es algo que hace —enseguida me arrepiento de haberlo dicho. Es obvio porque ninguno de los dos tenemos esa barba.
—¿Es casado? —le pregunta Marcos. Lo miro.
—No —contesta el hombre, sin dejar de sonreír al bebé que sigue fascinado con su barba. Parece que no comprendió el sentido de la pregunta, porque entonces sí nos mira—. Mi mujer y yo no creemos en esas cosas.
Ahora se hamaca, saca la lengua. El bebé lo mirá y hace una cosa extraña: «Uu» dice, después saca la lengua y sopla, con fuerza. El hombre se lo festeja.
—Bueno —dice. Esta vez, se dirige a nosotros.
—¿Bueno qué? —digo yo.
Por primera vez, deja de mecerse.
—¿Vacunas? ¿Libreta sanitaria? ¿Come sólido?
Le señalo el bolso encima de la mesa. Ahí están todas las cosas del bebé. Mamadera, algunos pañales, talco, la libreta de crecimiento que su pediatra completa semanalmente.
—Preferiría que no mantengamos contacto —dice él—. Espero que comprendan.
Marcos asiente, le alcanza el bolso. El hombre lo rechaza, en su casa tiene todo lo que el bebé necesita. Nos quedamos observándolo desde la puerta mientras él espera el ascensor en el pasillo. La luz lo ilumina cuando las puertas se abren. Cuando el pasillo queda nuevamente a oscuras, nos damos cuenta que se hizo de noche. El departamento se desvanece en la luz ambarina del atardecer. Marcos se acerca y nos abrazamos. Es un abrazo largo, contenedor. Afuera, las bocinas vuelven a sonar, yo siento los músculos de Marcos que se aflojan contra mi cuerpo; pienso que no falta nada para que el tráfico vuelva a descomprimirse.
Sabíamos que esto podía pasar, pero no nos atrevimos a hacerlo antes y ahora no nos podemos arrepentir. No fue fácil, Internet está lleno de publicaciones como la nuestra: niños perdidos, niños ofrecidos, niños buscados. Nadie los reclama, nadie los quiere.
Marcos se pasea por el living de nuestro pequeño departamento céntrico y se frota las manos, piensa. Afuera llueve ligeramente; nos llegan los ruidos de la calle, los neumáticos sobre el pavimento mojado. De vez en cuando Marcos sale al balcón y se estira sobre la baranda para mirar.
—¿Otro embotellamiento? —pregunto. Marcos cierra la puerta balcón. Las bocinas se convierten en un suave temblor en los cristales. No contesta; sus ojos saltan de mí al bebé. Dos medialunas moradas se hinchan bajo sus parpados. Llevamos meses sin pegar un ojo, noches enteras sin dormir.
—Le pusiste demasiado perfume —dice.
—No podemos arriesgarnos.
El bebé golpetea la tapa de la mesa. Huele a fruta sintética de la colonia. Sus brazos rollizos se repliegan en las articulaciones como tiras de chorizo. Cuando está recién bañado, es lindo rozarle la cabeza con los labios; su cabello no llegó a endurecerse y es suave, como algodón.
Ahora Marcos nos mira con esa especie de semi sonrisa.
—No podemos tenerlo —digo. No quiero que nada lo distraiga de nuestro objetivo.
—No podemos —repite él, aunque detecto el tono de pregunta. Vuelve a arrastrar las alpargatas sobre el suelo de parqué y se rasca la nuca—. ¿Serán padres jóvenes? Me juego a que son de esos viejos que se hartaron de intentar y adoptan. O dos mamás. —Hace una pausa—. O dos papás, por qué no.
—O papá mono y mamá jirafa. ¿Qué importa?
Él no sufrió durante meses las mordeduras en los pezones, ni la lucha para evitar que el bebé huela todo el tiempo a leche regurgitada. Y ahora que gatea, la persecución constante para que no vuelque el tacho de basura, para evitar que se coma todo lo que encuentra. ¿Y la frente?
—¿Qué pasa con la frente, Ema?
—No sé, Marcos. Es raro.
—Es la frente de tu padre.
El bebé golpea el mordisco contra la mesa; se lo lleva a la boca, pero no controla sus movimientos y se le escurre entre los dedos.
—No tiene motricidad.
—Tiene seis meses.
Tiro el aro de goma hacia adelante y dejo al bebé en el suelo. Sus bracitos empiezan a sacudirse antes de tocar al piso como los cachorros cuando se los sostiene sobre el agua. Cuando logra hacer pie, gatea hacia el mordisco, se sienta e intenta agarrarlo, aunque quedó demasiado lejos y sus manitos se cierran en el aire.
Marcos me mira y se encoje de hombros. Suena el timbre.
Nos mantenemos atentos al ascensor. Cuando lo oímos frenar en nuestro piso, Marcos alcanza la puerta en dos zancadas. Se seca las manos en el jean antes de abrir.
Un hombre robusto con barba de meses ocupa casi todo el marco. Bajo la visera verde, sus pelos cobrizos se extienden como un manojo de paja.
—Vengo por el anuncio —dice. Su voz es gruesa, pesada, cada palabra retumba en el departamento. Da un paso hacia adelante acariciándose la barba; aunque nadie lo invitó a pasar—. ¿Es él?
Marcos sostiene la puerta abierta esperando que entre una mujer, pero en el pasillo no hay nadie.
El hombre camina hacia el bebé, sus botas de goma negra chillan contra el parqué. Marcos me mira y cierra la puerta.
Incluso de rodillas el hombre sigue siendo grande, más grande que cualquiera de nosotros. Murmura algo pero no entendemos lo que dice.
—¿Cómo? —pregunta Marcos.
El hombre se gira sin levantarse.
—Le hablaba al niño —dice muy serio.
El bebé se inclina hacia atrás y lo mira fijo, sus ojos bizquean mientras el hombre le palpa los brazos, le mira el ombligo. Después, le pinza los cachetes con los dedos y enfoca la linterna de su teléfono a la boca del bebé.
—Ah —dice— ¿Qué tenemos acá: dos dientitos?
Marcos y yo nos acercamos a mirar. Son casi imperceptibles, apenas una línea blanca en la encía superior. El hombre lo alza. En sus brazos parece todavía más pequeño, casi diminuto. El bebé le tira de la barba y el hombre sonríe.
—No es algo que hace —enseguida me arrepiento de haberlo dicho. Es obvio porque ninguno de los dos tenemos esa barba.
—¿Es casado? —le pregunta Marcos. Lo miro.
—No —contesta el hombre, sin dejar de sonreír al bebé que sigue fascinado con su barba. Parece que no comprendió el sentido de la pregunta, porque entonces sí nos mira—. Mi mujer y yo no creemos en esas cosas.
Ahora se hamaca, saca la lengua. El bebé lo mirá y hace una cosa extraña: «Uu» dice, después saca la lengua y sopla, con fuerza. El hombre se lo festeja.
—Bueno —dice. Esta vez, se dirige a nosotros.
—¿Bueno qué? —digo yo.
Por primera vez, deja de mecerse.
—¿Vacunas? ¿Libreta sanitaria? ¿Come sólido?
Le señalo el bolso encima de la mesa. Ahí están todas las cosas del bebé. Mamadera, algunos pañales, talco, la libreta de crecimiento que su pediatra completa semanalmente.
—Preferiría que no mantengamos contacto —dice él—. Espero que comprendan.
Marcos asiente, le alcanza el bolso. El hombre lo rechaza, en su casa tiene todo lo que el bebé necesita. Nos quedamos observándolo desde la puerta mientras él espera el ascensor en el pasillo. La luz lo ilumina cuando las puertas se abren. Cuando el pasillo queda nuevamente a oscuras, nos damos cuenta que se hizo de noche. El departamento se desvanece en la luz ambarina del atardecer. Marcos se acerca y nos abrazamos. Es un abrazo largo, contenedor. Afuera, las bocinas vuelven a sonar, yo siento los músculos de Marcos que se aflojan contra mi cuerpo; pienso que no falta nada para que el tráfico vuelva a descomprimirse.