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Celeste - Concurso cuentos de terror

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Pantera, Mar Dic 19, 2023 8:22 am

No quiso prender la luz para no despertar a Celeste. Por la persiana estirada entraba la luz del patio y decoraba la habitación como una bola de espejos. Pasó la mano como acariciando una nube por la carita de la beba y confirmó que no tenía el chupete. Tanteó la mesa de luz y ahí tampoco estaba. Un relámpago y a las milésimas el trueno. El lado derecho de la cama grande seguía vacío ¿Cuánto iba a durar ese asado? Ya necesitaba que volviera, que estuvieran los tres juntos. Más que nada por si se cortaba la luz. Se prohibió pensar en esa posibilidad, las palabras invocan. El chupete debía de estar en la cocina. Tenía la mala costumbre de olvidárselo ahí después de esterilizarlo. Se corrió con cuidado. Si Celeste se despertaba iba a querer teta. Si quería teta tenía que darle el chupete. Si no tenía el chupete, iba a tener que darle teta. Y ya no daba más. Rodó hasta el borde y cayó en cámara lenta. Se golpeó la rodilla, pero no le importó. Era más lo que le dolían las tetas. Tenía esas pelotitas duras que se hacen cuando se junta mucha leche. Después de un año y medio necesitaba cortar con la lactancia. Necesitaba no sentirse más una vaca. Quería dormir una noche de corrido. Un relámpago hizo de lámpara y vio la silueta de la chiquita boca arriba destapada, sin el bebote de plástico que usaba de apego. Se habría caído del otro lado. Buscó las ojotas, pero no las vio. No puede ser que pierda todo, carajo. Salió de la pieza. Siempre que estaba sola en la casa de madrugada y tenía que salir de la cama se sentía envuelta por una frazada: el cuerpo le pesaba, a los oídos se les bajaba el volumen y empezaba a transpirar por ese calor que te agarra cuando el miedo no te hiela. Dio dos pasos y el silencio que zumbaba cambió de golpe a un grito agudo, a un insulto, que la hizo saltar para atrás. La gata se le había cruzado y la había pisado. En la planta del pie sintió doblarse la tibia felina. Dio un salto y volvió a pisarla. Tenía esa manía de caminar entre las piernas de la gente, de meterse abajo de los pies. Empezó a llover. La mano entró primera a la cocina y apretó la perilla de la luz. No se prendió. Tardó un segundo en acordarse de que se había quemado el foco. Tranquila, no se cortó la luz, tonta, pensó. Tuvo que caminar un metro a ciegas. Trató de no pensar en las cucarachas chiquitas que salían de noche mientras ellos dormían. No iba a tener la puntería de pisar una descalza. Alcanzó el velador en la mesada. Lo prendió. La perilla hacía falso contacto y titiló un ratito hasta que se quedó quieta. Vio las sombritas que se apuraban a desaparecer sobre el mármol blanco. La gata la vigilaba resiliente desde la puerta esperando que la mujer le diera de comer.
―Tomá, forra― y le sacudió con las croquetas triangulares. El platito no estaba a la vista y no iba a perder tiempo buscando.
Tenía que encontrar el chupete. Al ritmo de las gotas se le sumó el chorro de la canaleta. ¿Le habían sacado las hojas? La ventana abierta dejaba escuchar la percusión que le fascinaba y aterraba al mismo tiempo. Espió entre las rendijas de la persiana americana. Las gotitas en caída salvaje flotaban recortadas alrededor del farol. La oscuridad que rodeaba a esa luz delatora era golpeteo constante. Un marco de sonido para una foto en movimiento. Trueno. Se acordó del chupete, y de la bebé, y del bebote de plástico, y de la gata, y de las cucarachas, y de que se podía cortar la luz, y de que Esteban no había vuelto, y de que había una gotera un la pieza de Celeste.
La gotera, primero la gotera que se moja la alfombra. Agarró un tupper y salió a resolver la emergencia.
Pero cuando levantó la vista en el pasillo, con la poca luz que llegaba desde la cocina y las persianas estiradas, el aire se le fue de golpe. La puerta de la oficina estaba entreabierta. Se olvidó de la gotera y corrió. Entró, prendió la luz aunque de madrugada cuidaba no hacerlo por eso del ritmo circadiano, y se tiró sobre la caja de cartón. Estaba vacía. Es decir, tenía las ramitas, las semillas, el potecito con agua, la caca blanca y negra que salpicaba el fondo de papel, pero el pajarito no estaba. Se paró de golpe y le bajó la presión. Se agarró de un mueble. Otra vez el calor, los oídos, la transpiración. Se sacó la frazada con adrenalina. Buscó con los ojos desesperada. No podía estar muy lejos, tenía el ala izquierda lastimada. No podía haberlo comido la gata, no. No podía porque le había pedido comida hacía dos minutos. No podía tener hambre si se había comido el pajarito. No podía haberse comido el pajarito. No podía estar muerto. No podía estar sola de madrugada con tormenta encerrada con un pájaro muerto y una gata asesina.
Salió a buscar a la gata. La iba a peritar. Si se lo había comido tenía que tener sangre, plumas, alguna señal de batalla. En el piso de la cocina quedaban unas croquetas, pero lo único vivo a la vista eran las antenitas de una cucaracha que asomaban desde abajo de la cocina a la espera de su oportunidad para robar comida de gato. El velador titiló y en los flashes de negrura el temporal se acercó hasta acariciarle la piel. El pajarito. Las persianas estaban bajas. Estiradas, pero bajas. Sin lugar para que se fuera volando. Corrió a chequear que fuera así y así fue. La americana, los postigos, la enrollable. La casa blindada para que no se pudiera escapar. La gata tenía la costumbre de esconderse en el placard de la pieza de Celeste. Fue hasta ahí. Pisó la alfombra y se acordó de la gotera. La gotera, el taper, carajo, dónde está.
Escuchó un aleteo en su pieza. El pajarito estaba con Celeste. La iba a despertar y no tenía el chupete. Y la salmonella, los bebés y las aves crudas no se combinan. Las bisagras del placard de Celeste chirriaron y la gata cayó al suelo. La sombra negra con corbatita blanca pasó a toda carrera entre las piernas de su ama que se impulsaron a correr con ella. Esta vez no la piso a pesar de que iban las dos por el mismo camino, a la misma velocidad y con el mismo objetivo: atrapar al pájaro.
El maullido, el cese del aleteo, el grito ahogado y la lluvia formaron una bola de espejos que iluminó el sueño de Celeste. La beba no se despertó. La mujer caminó hacia donde intuía que estaba la gata y llegó hasta ella sobre un sendero de plumas y líquido caliente. La gata no tenía la culpa. Tendría que preferir cazar cucarachas en lugar de pájaros. Pero no tenía la culpa. Se arrodilló a su lado y la alzó. Sintió el pegote en el hocico y el olor a gallinero, pero igual la apoyó contra su pecho lleno de bolas de leche dura.

Esteban llegó a las tres y media de la mañana. En la habitación, encontró a su mujer dormida en el piso. La cara y los brazos llenos de rasguños y sangre. La gata había muerto de asfixia contra su pecho. El bebote de plástico que había sido de la beba, también dormía, pero sobre la cama. Habían pasado dos meses desde la muerte de Celeste y ninguno se atrevía a despertarlo.

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VichRomina, Mié Dic 20, 2023 10:52 pm

Muy bien creado el ambiente hasta el final del relato.

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CapitanCocodrilo, Jue Dic 21, 2023 3:50 pm

Muy buen giro, el ambiente ya venia avisando que el delirio estaba a la vuelta del parrafo.