No me dejé impresionar por la serpiente que surgió de su boca, ni por la lengua bífida que dejaba clarear dos pupilas agitanadas en su garganta. Las exhibiciones de poder son pequeñas coreografías morales: mi corazón puede acobardarse, yo no. Toda amenaza es una forma de súplica; yo, que siempre viví amenazado, debo a mi cobardía ciertas destrezas lingüísticas.
No me sometí al asombro. Mientras la serpiente se desperezaba corcoveando mi cuello (o su cuello, no puedo recordarlo), me dijo que su hijo dirigía o formaba parte de una estirpe ilustre, que era temido o respetado por sus pequeñas intervenciones artísticas (habló de esas intervenciones como milagros, inaugurando una nueva palabra en mi diccionario), que tenía cien nombres y su hijo algunas deudas de traducción, y que la urgencia, la necesidad o la improvisación lo urgió a elegirme como su antagonista. Agregó, creo que con cierto rastro de vergüenza, que las culturas antagónicas son las únicas que sobreviven, y lamentó hasta la celebración ese procedimiento.
Mi silencio o mi descrédito lo continuó palabrero (creo que se sintió una autoridad.) Reconoció que se entretuvo con su Hijo (ahora deberé escribirlo en mayúsculas) formulando mitos. Puedo recordar algunos, mientras su serpiente se enrosca en mi mano derecha: su Hijo introdujo la santidad de las excoriaciones y los sacrificios como símbolo del trabajo (para que los devotos pudieran soportarlo introdujo la santidad del trabajo: un mito, para ser explicado, necesita del auxilio de otro mito); el mito de la crucifixión (el Hijo estaqueado, inarticulado, exhibido para la inspección religiosa del vulgo, como los taxonomistas estudian los animales silvestres, como murió desmembrado Túpac Amaru, atado por sus extremidades a caballos desbocados, otro mito deliberadamente falso); el mito de la inmigración (y con él, el mito de la identidad: nadie pertenece a ningún sitio, toda patria es una diáspora; una cultura es el producto de otra cultura; la vida sucede, pero no se sucede; la Historia no existe, no hay hecho que no se repita insaciablemente.)
Sentí que su tono era voluntariamente frívolo. Me gustó anteponer, sobre el mito de la inmigración, algunos artilugios academicistas. Mientras la serpiente se enroscaba en mi pierna izquierda (¿símbolo de la Medicina?), recordé que el grato nombre de su Hijo llegó a Europa acarreado por los primeros merovingios, cuyos antepasados (cuenta el mito) desclavaron al Hijo de la cruz para curarlo, alimentarlo y expatriarlo. Le recordé que la imagen sagrada de su Hijo llegó a la Península ibérica una vez atravesó la galería mediterránea, tan veloz como la pólvora, a lomos de embarcaciones que ahora podemos llamar fundacionales. Esos mismos barcos, u otros, que dilucidaron el Occidente y después descansaron en aulas escolares, llevaron el nombre de su Hijo (y quizás el suyo) hasta el Nuevo Mundo, y concluí que el cristianismo es una superstición de altamar, y que los barcos y los mares y los ríos son los más extraordinarios objetos evangelizadores. Nada hubiera sido posible sin calafates ni marineros, tampoco sin contrabandistas. Dios no hizo al hombre según su imagen, conforme a su semejanza: el hombre crea deidades antropomórficas. Los nombres son intercambiables: la verdadera sustancia divina es el antropocentrismo.
Un silencio sepulcral confirmó mi provocación. Y entonces se escamó de ira y de recelo y entonces abandonó sus facciones imitativas y se volvió colérico y fue la serpiente más extraordinaria que jamás haya visto.
Exigió que me disculpara. La serpiente de su garganta, alerta, clavó sus pupilas en las mías. Cuando quise lanzarme, la serpiente abrió su boca acolmillada, y esa apertura imitó el tamaño de mi cabeza. Grité, creo que grité. No sentí espanto, quizá me sentí traicionado: la conversación fue tan descarnada que me sentí liberado. Ocultó su rabia siendo irónico: me recomendó (me ordenó) que rezara. Un lejano batir de palmas liberó un serpentario. Los ayudantes de la Gran serpiente conocían sus facciones y sus engaños corporales; entendieron su ironía como una orden, como una autorización. Tuve un pequeño acto de valentía, de valentía nostálgica de quien se sabe hombre muerto: muero escéptico y feliz, Señor. Descreí, descreo y descreeré de las oraciones. Nunca creí que fueran balas mágicas, nunca creí que la ética fuera una ciencia: la ética es una tímida valentía.
Recordé a Eróstrato, el incendiario, que abrigó tanto el fuego que terminó siéndolo. Maldije con insultos hasta conseguir un Gran fuego, como una catedral incendiándose, que cegó la vista de la Gran serpiente. Huí (huimos) a tientas, como guaraníes selváticos, como judíos en el Desierto. Un reflejo tornasolado nos intuyó un pequeño cuerpo de agua; una pequeña barca nos cruzó a la orilla vecina. Nos recibió una tierra quemante, y nos gustó pensar en nuestra Gran casa. Nos aseguramos que no nos persiguieran desde la protección de un pasillo con ladroneras que facilitaban nuestra vista. Lloramos de deserción, después de alegría. Una escalera (cuyo espiral promete una cumbre como una Gran torre) nos devolvió nuestra autoridad. Vitoreamos el ascenso; antes de completar la conquista de la cumbre, Eróstrato me dijo que mirara las últimas poblaciones, y a mí, dos perlas cristalinas me rodaron por la cara. Después se atranquilaron en las costuras desgreñadas del jubón.
Subimos el primer peldaño de la escalera.
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La serpiente histórica (Concurso: cuento de terror)
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