Pata de cabra
Publicado: Sab Dic 23, 2023 7:05 am
Los ritos. Vivimos atados a ellos. ¿Quién no ha hecho algún ritual alguna vez? ¿Quién no ha tenido alguna cábala? ¿O ha visitado a una adivina para que le vaticine el destino a través de una tirada de cartas con el tarot marsellés o egipcio? Amarres, atracción del dinero y la abundancia, cortes de camino, aperturas de caminos, destrabes, limpiezas espirituales y un sinfín de rituales disponibles para hacer nuestra vida mucho mejor y convertir la de nuestros enemigos en un verdadero infierno. Pero, no siempre las cosas salen como uno pretende, en especial cuando en un acto de desesperación uno recurre a los curanderos en vez de confiar en los médicos.
La historia que estoy a punto de relatarles sucedió hace ya muchos años cuando yo era un niño. En esa época era habitual que mi madre mezclara la religión católica con las religiones africanas como la Umbanda o Kimbanda, que tan populares se hicieron en el vecino país Brasil. Cuando se ingresaba a casa con lo primero que uno se encontraba era con un altar, donde mi madre siempre rezaba por el alma de los difuntos y por la salud de los vivos, en el cual compartían espacio San Expedito con Xangó, La virgen María con Yemayá o San Antonio con Ogún, también estaba el milagroso Gauchito Gil, de quien mi madre era muy devota. Tampoco faltaban las velas y velones de 7 días, los había de todos las formas y colores, rojas, blancas, verdes, naranjas, amarillas, combinadas y hasta negras, y para terminar la decoración, estaban las fotos de casi todos los familiares difuntos, los cuales se mezclaban entre los santos y deidades, al punto de preguntarnos ¿Y este quién es, el abuelo Tomás o San Honorio? ¡Ese altar sí que era sincretismo puro, como Babel, pero a pequeña escala!
Mi madre, además de rezar siempre, tenía gente que la ayudaba y no había brujo o bruja de la zona a la que no recurriera para que le hicieran los trabajos que necesitaba. Si mi hermano mayor tenía que rendir un examen, allí iba ella a ver alguno para que mi hermano rindiera bien. Y crease o no, funcionaba, mi hermano volvía con un aprobado. Si alguno estaba enfermo enseguida nos llevaba de Doña María, la curandera del barrio, para que nos tire el cuero y nos cure el empacho o para que no saque el mal de ojo y siempre con excelentes resultados.
Pero todo cambió el día que mi hermano fue papá. Juliana su esposa, había dado a luz a una hermosa nena a la que le pusieron de nombre Elena y todo iba a bien hasta que a las pocas semanas de nacida comenzó a dejar de tomar el pecho y su estado empeoró rápidamente. Empezó con un malestar digestivo y dolores, luego aparecieron los vómitos y la diarrea. Su cuerpo se arqueaba como un pez en el anzuelo, no paraba de llorar y pasó de un color rozagante a un amarillo verdoso y a crecerle una oscura mancha en su espalda. Fue entonces que mi madre que dijo: Pata de cabra, la niña tiene pata de cabra, hay que llevarla ya de Doña María para que la cure
Mi hermano y su mujer, que no eran muy creyentes en todo ese tema de curanderos, pócimas y hechizos, decidieron llevar a Elena a su pediatra. El médico no sabía bien que tenía la niña y dijo que podía ser intolerancia a la leche o alguna alergia, así que no le dio mucha solución. Los días pasaban y mi sobrina iba empeorando. Todos los tratamientos que le indicaban parecían no tener el efecto deseado. A esta altura la insistencia de madre en que se trataba de la pata de cabra era tan grande y como Elena no mejoraba, los incautos padres primerizos, cedieron.
Llevaron a Elena a casa de Doña María, la anciana, observó a la niña y dio el mismo diagnóstico “pata de cabra”. Había que hacer el ritual para quitarle el mal. Recuerdo que quedé afuera con un tío que nos había llevado. Después de varias horas de incertidumbre y escuchar el llanto de Elena y los rezos de Doña María, la niña dejó de llorar. Lo primero que pensé fue que todo había terminado y que mi sobrina estaba curada, pero cuando oí gritar a mi hermano a su mujer, me di cuenta que algo del ritual había salido mal. Mi tío corrió hacia dentro de la habitación y también se lo escuchó gritar, luego salió con lágrimas en los ojos, me tomó del brazo y me llevo a casa. Esa fue la última vez que vi con vida a mi sobrina.
La historia que estoy a punto de relatarles sucedió hace ya muchos años cuando yo era un niño. En esa época era habitual que mi madre mezclara la religión católica con las religiones africanas como la Umbanda o Kimbanda, que tan populares se hicieron en el vecino país Brasil. Cuando se ingresaba a casa con lo primero que uno se encontraba era con un altar, donde mi madre siempre rezaba por el alma de los difuntos y por la salud de los vivos, en el cual compartían espacio San Expedito con Xangó, La virgen María con Yemayá o San Antonio con Ogún, también estaba el milagroso Gauchito Gil, de quien mi madre era muy devota. Tampoco faltaban las velas y velones de 7 días, los había de todos las formas y colores, rojas, blancas, verdes, naranjas, amarillas, combinadas y hasta negras, y para terminar la decoración, estaban las fotos de casi todos los familiares difuntos, los cuales se mezclaban entre los santos y deidades, al punto de preguntarnos ¿Y este quién es, el abuelo Tomás o San Honorio? ¡Ese altar sí que era sincretismo puro, como Babel, pero a pequeña escala!
Mi madre, además de rezar siempre, tenía gente que la ayudaba y no había brujo o bruja de la zona a la que no recurriera para que le hicieran los trabajos que necesitaba. Si mi hermano mayor tenía que rendir un examen, allí iba ella a ver alguno para que mi hermano rindiera bien. Y crease o no, funcionaba, mi hermano volvía con un aprobado. Si alguno estaba enfermo enseguida nos llevaba de Doña María, la curandera del barrio, para que nos tire el cuero y nos cure el empacho o para que no saque el mal de ojo y siempre con excelentes resultados.
Pero todo cambió el día que mi hermano fue papá. Juliana su esposa, había dado a luz a una hermosa nena a la que le pusieron de nombre Elena y todo iba a bien hasta que a las pocas semanas de nacida comenzó a dejar de tomar el pecho y su estado empeoró rápidamente. Empezó con un malestar digestivo y dolores, luego aparecieron los vómitos y la diarrea. Su cuerpo se arqueaba como un pez en el anzuelo, no paraba de llorar y pasó de un color rozagante a un amarillo verdoso y a crecerle una oscura mancha en su espalda. Fue entonces que mi madre que dijo: Pata de cabra, la niña tiene pata de cabra, hay que llevarla ya de Doña María para que la cure
Mi hermano y su mujer, que no eran muy creyentes en todo ese tema de curanderos, pócimas y hechizos, decidieron llevar a Elena a su pediatra. El médico no sabía bien que tenía la niña y dijo que podía ser intolerancia a la leche o alguna alergia, así que no le dio mucha solución. Los días pasaban y mi sobrina iba empeorando. Todos los tratamientos que le indicaban parecían no tener el efecto deseado. A esta altura la insistencia de madre en que se trataba de la pata de cabra era tan grande y como Elena no mejoraba, los incautos padres primerizos, cedieron.
Llevaron a Elena a casa de Doña María, la anciana, observó a la niña y dio el mismo diagnóstico “pata de cabra”. Había que hacer el ritual para quitarle el mal. Recuerdo que quedé afuera con un tío que nos había llevado. Después de varias horas de incertidumbre y escuchar el llanto de Elena y los rezos de Doña María, la niña dejó de llorar. Lo primero que pensé fue que todo había terminado y que mi sobrina estaba curada, pero cuando oí gritar a mi hermano a su mujer, me di cuenta que algo del ritual había salido mal. Mi tío corrió hacia dentro de la habitación y también se lo escuchó gritar, luego salió con lágrimas en los ojos, me tomó del brazo y me llevo a casa. Esa fue la última vez que vi con vida a mi sobrina.