Las rejas
Publicado: Sab Dic 23, 2023 5:55 pm
Hoy vienen a poner las rejas en el patio. No se me ocurre otra solución. Lo mejor sería irme. Aislarme totalmente. ¿Pero dónde? Al medio del campo, a un departamento sin balcón o una casa sin vecinos. Imposible, a donde vaya, vendrá conmigo.
Atenas ya no está. Todavía lloro cuando veo su plato de comida en la alacena. La extraño. Extraño ir al parque con ella, tirarle una pelota y que corra desesperada. Extraño que pegue su hocico a mi nariz a las siete y media de la mañana para avisarme que quiere salir, extraño rascarle la pancita mientras me lame el antebrazo. Fue la primera en darse cuenta. La única, en realidad.
Esa mañana, me quedé dormida. Atenas no estaba al lado mío esperando con sus ojos miel llenos de amor. El reloj marcaba las 7.55, salí de la cama de un salto y pisé descalza algo pegajoso. Vi unas gotas rojas sobre el parqué. ¡Qué raro Atenas en celo! Aún no le tocaba. El agua caliente me activó el cuerpo. Me quedé un rato debajo de la ducha con los ojos cerrados planificando mi día. Recién cuando me sequé, me vi el antebrazo arañado. ¡Rarísimo! Le había cortado las uñas a Atenas el día anterior. Me vestí apurada y agarré la correa. Ate, Ate, vamos que es tarde. ¿Dónde está esta perra?
La encontré debajo del sillón. Ella, una galgo de patas interminables, debajo del sillón de un cuerpo. Temblaba. Estiré la mano para sacarla y me tiró un mordiscón. ¿Qué hacés? Soy yo. Me mostró los dientes. Intenté con comida, con premios, con queso, nada. Cuando volví de la oficina, la encontré parada contra la pared del vecino, lloraba y tenía la cola entre las patas. Ni bien me olió, corrió otra vez abajo del sillón.
Pasamos dos semanas así, no comía, casi no tomaba agua, mi Atenas hermosa se estaba dejando morir. Durante esos quince días, las gotas rojas al costado de mi cama pasaron de diminutos lunares a botones enormes. Limpiaba los manchones de sangre bordo todas las mañanas. Al siguiente amanecer, ahí estaban otra vez. Atenas ya no salía del hueco, lloraba cuando empezaba a anochecer. Un mañana, logré enganchar la correa al collar. Tiré con fuerza y la saqué. Se resistió, se tiró al piso y la arrastré por el pasillo hasta la calle. Cuando llegamos al parque, la solté como había hecho siempre, para que jugase. Me miró con los ojos tristes y salió corriendo. Grité y corrí detrás de ella. Vi como cruzó la avenida y se perdió en una calle de veredas rotas. Me pedí el día en el trabajo y lloré tirada en la cama.
Al otro día, cuando me desperté con los ojos hinchados y la nariz roja, otra vez pisé el charco. Lo limpié con lavandina. Pero volvía y volvía y yo me la pasaba buscando en Internet cómo sacar la sangre del piso. Se lo comenté a un par de compañeras de oficina en tono de broma y me dijeron hiciera una limpieza con vinagre o buscara un cura. Las manchas empezaron a obsesionarme. Aprendí que la sangre es un tejido vivo, que ayuda a mantener la temperatura correcta del cuerpo y que transporta hormonas a las células. Pero en ningún lado encontré qué hacer ante el piso rojo. A pesar de las manchas recurrentes, empecé a dormir más profundo. Me despertaba con energía. Me sentía viva; iba al teatro, al cine, a restaurantes.
Un mes después de la partida de Atenas, mientras me duchaba, escuché un grito. Desgarrador, profundo, intenso, triste. Envuelta en la toalla, corrí hasta el patio de mi ph, que daba con el jardín de la vecina. La escuché gritar varios minutos. ¿Estaba lastimada? ¿Le habían entrado a robar? Busqué la escalerita y me trepé. Me asomé sigilosa y ahí estaba: lloraba arrodillada en el suelo, abrazada a su gato que ahora parecía un peluche sin relleno. Mi vecina tenía el pecho cubierto de sangre; las lágrimas y los mocos se le desparramaban por la cara. “¡Me lo mataron!”, lloraba, “le tocó a él”. Ya había escuchado de varios gatos mutilados, torturados o asesinados en el barrio. ¡Qué locura! Menos mal que mi Atenas no está, la extraño, pero seguro alguien la adoptó. Cuando entré de nuevo al comedor, mientras los gritos de la vecina se convertían en aullidos, encontré sangre fresca en las paredes y en el suelo.
La mesa del comedor era una camilla de quirófano: una sábana estirada y un plástico encima con tres cuchillos ordenados de mayor a menor en la esquina superior derecha. Todo con sangre seca. Grité pero no salió sonido, como si las cuerdas vocales no hubiesen querido funcionar. Mi propia sangre se me revolucionó en un tsunamí. Me concentré en mi respiración y cuando el pecho dejó de subir y bajar como un samba, lavé los cuchillos y tiré la sábana a la basura. Ese mismo día, agregué una cerradura más a la puerta. Pensé que me iba a costar dormir, pero esa noche, caí otra vez en un sueño absoluto.
A la mañana siguiente, sangre de nuevo. Esta vez, en la cocina. La siguiente, sangre en el baño. La otra, en la bañera. La otra, en la mesa nuevamente. La otra, en las paredes. Ya estaba resignada a limpiar antes de empezar el día. Había cambiado mi rutina de caminata con Atenas por limpieza de todo mi departamento. Compré más trapos de piso y varios bidones de lavandina. Mientras estaba en la ducha, debajo del agua, me revisaba el cuerpo a ver si estaba cortaba. Mi nueva normalidad. Pero la sangre nunca era mía. ¿De quién entonces? ¿Quién entraba a mi casa? ¿Por qué no me lastimaba a mí? ¿Por qué no lo escuchaba?
Pasaron tres meses. Sangre todas las mañanas. A veces, una gotas; otras, varios charcos. Hace quince días, decidí que tenía que saber qué pasaba. Puse el celular a filmar en mi habitación y una cámara de fotos en el living enfocada hacia la ventana del patio. Dormí profundo a punto del desmayo. Cuando me desperté, otra vez sangre. Esta vez, con la forma de un pie. Mi pie. Las manos me temblaban, tenía la garganta seca. Puse play en el celular. Nada, nada, nada.
A las 3:33, algo, una sombra, un espectro, algo que no sé describir, salió de mi cama, de mí. Lo vi desprenderse de mi cuerpo, tenía mi pelo, mi contorno, mi nariz aunque no tenía facciones nítidas. La sombra miró el celular y sonrió. Los dientes blancos sobresalieron en la oscuridad. Se desplazó sin pasos hasta el comedor. Con el corazón galopando, corrí yo misma hasta ahí y busqué la cámara. Ahí estaba de nuevo. La sombra se asomó al patio y comenzó a hacer unos sonidos desconocidos. ¿Era un gato? No, una gata en celo. Enseguida apareció un gato en la grabación. Era Tico, el gato de la casa de enfrente. La sombra seguía con sus sonidos de gata desesperada, pero caminaba hacia atrás. El gato la seguía con ganas y sin miedo. Caminaron, gato y sombra, hacia mi habitación. Volví al celular. La sombra, otra vez, sonrió directo a cámara, agarró al gato y abrió la boca. Era un agujero negro abierto de par en par con par con dientes que duplicaron su tamaño. Un mordiscón y un aullido agudo de dolor. La sombra masticaba despacio y mi cuerpo, ahí en la cama, se retorcía.
Hice zoom, pensé que era pánico o histeria, miré bien, creo que era placer. Solté el celular y me derrumbé. Lloré tirada en el piso y las lágrimas se mezclaron con la sangre seca de Tico. Cuando pude, volví al celular. Avancé un poco y vi al gato escapar mutilado. La sombra caminó por mi habitación, se sentó al lado de mi cuerpo, me acarició el pelo y volvió a meterse. Me vi sentarme por un momento al borde de la cama, desperezarme y acomodarme debajo de las frazadas, despatarrada y calma.
Ese mismo día, encargué las rejas.
Atenas ya no está. Todavía lloro cuando veo su plato de comida en la alacena. La extraño. Extraño ir al parque con ella, tirarle una pelota y que corra desesperada. Extraño que pegue su hocico a mi nariz a las siete y media de la mañana para avisarme que quiere salir, extraño rascarle la pancita mientras me lame el antebrazo. Fue la primera en darse cuenta. La única, en realidad.
Esa mañana, me quedé dormida. Atenas no estaba al lado mío esperando con sus ojos miel llenos de amor. El reloj marcaba las 7.55, salí de la cama de un salto y pisé descalza algo pegajoso. Vi unas gotas rojas sobre el parqué. ¡Qué raro Atenas en celo! Aún no le tocaba. El agua caliente me activó el cuerpo. Me quedé un rato debajo de la ducha con los ojos cerrados planificando mi día. Recién cuando me sequé, me vi el antebrazo arañado. ¡Rarísimo! Le había cortado las uñas a Atenas el día anterior. Me vestí apurada y agarré la correa. Ate, Ate, vamos que es tarde. ¿Dónde está esta perra?
La encontré debajo del sillón. Ella, una galgo de patas interminables, debajo del sillón de un cuerpo. Temblaba. Estiré la mano para sacarla y me tiró un mordiscón. ¿Qué hacés? Soy yo. Me mostró los dientes. Intenté con comida, con premios, con queso, nada. Cuando volví de la oficina, la encontré parada contra la pared del vecino, lloraba y tenía la cola entre las patas. Ni bien me olió, corrió otra vez abajo del sillón.
Pasamos dos semanas así, no comía, casi no tomaba agua, mi Atenas hermosa se estaba dejando morir. Durante esos quince días, las gotas rojas al costado de mi cama pasaron de diminutos lunares a botones enormes. Limpiaba los manchones de sangre bordo todas las mañanas. Al siguiente amanecer, ahí estaban otra vez. Atenas ya no salía del hueco, lloraba cuando empezaba a anochecer. Un mañana, logré enganchar la correa al collar. Tiré con fuerza y la saqué. Se resistió, se tiró al piso y la arrastré por el pasillo hasta la calle. Cuando llegamos al parque, la solté como había hecho siempre, para que jugase. Me miró con los ojos tristes y salió corriendo. Grité y corrí detrás de ella. Vi como cruzó la avenida y se perdió en una calle de veredas rotas. Me pedí el día en el trabajo y lloré tirada en la cama.
Al otro día, cuando me desperté con los ojos hinchados y la nariz roja, otra vez pisé el charco. Lo limpié con lavandina. Pero volvía y volvía y yo me la pasaba buscando en Internet cómo sacar la sangre del piso. Se lo comenté a un par de compañeras de oficina en tono de broma y me dijeron hiciera una limpieza con vinagre o buscara un cura. Las manchas empezaron a obsesionarme. Aprendí que la sangre es un tejido vivo, que ayuda a mantener la temperatura correcta del cuerpo y que transporta hormonas a las células. Pero en ningún lado encontré qué hacer ante el piso rojo. A pesar de las manchas recurrentes, empecé a dormir más profundo. Me despertaba con energía. Me sentía viva; iba al teatro, al cine, a restaurantes.
Un mes después de la partida de Atenas, mientras me duchaba, escuché un grito. Desgarrador, profundo, intenso, triste. Envuelta en la toalla, corrí hasta el patio de mi ph, que daba con el jardín de la vecina. La escuché gritar varios minutos. ¿Estaba lastimada? ¿Le habían entrado a robar? Busqué la escalerita y me trepé. Me asomé sigilosa y ahí estaba: lloraba arrodillada en el suelo, abrazada a su gato que ahora parecía un peluche sin relleno. Mi vecina tenía el pecho cubierto de sangre; las lágrimas y los mocos se le desparramaban por la cara. “¡Me lo mataron!”, lloraba, “le tocó a él”. Ya había escuchado de varios gatos mutilados, torturados o asesinados en el barrio. ¡Qué locura! Menos mal que mi Atenas no está, la extraño, pero seguro alguien la adoptó. Cuando entré de nuevo al comedor, mientras los gritos de la vecina se convertían en aullidos, encontré sangre fresca en las paredes y en el suelo.
La mesa del comedor era una camilla de quirófano: una sábana estirada y un plástico encima con tres cuchillos ordenados de mayor a menor en la esquina superior derecha. Todo con sangre seca. Grité pero no salió sonido, como si las cuerdas vocales no hubiesen querido funcionar. Mi propia sangre se me revolucionó en un tsunamí. Me concentré en mi respiración y cuando el pecho dejó de subir y bajar como un samba, lavé los cuchillos y tiré la sábana a la basura. Ese mismo día, agregué una cerradura más a la puerta. Pensé que me iba a costar dormir, pero esa noche, caí otra vez en un sueño absoluto.
A la mañana siguiente, sangre de nuevo. Esta vez, en la cocina. La siguiente, sangre en el baño. La otra, en la bañera. La otra, en la mesa nuevamente. La otra, en las paredes. Ya estaba resignada a limpiar antes de empezar el día. Había cambiado mi rutina de caminata con Atenas por limpieza de todo mi departamento. Compré más trapos de piso y varios bidones de lavandina. Mientras estaba en la ducha, debajo del agua, me revisaba el cuerpo a ver si estaba cortaba. Mi nueva normalidad. Pero la sangre nunca era mía. ¿De quién entonces? ¿Quién entraba a mi casa? ¿Por qué no me lastimaba a mí? ¿Por qué no lo escuchaba?
Pasaron tres meses. Sangre todas las mañanas. A veces, una gotas; otras, varios charcos. Hace quince días, decidí que tenía que saber qué pasaba. Puse el celular a filmar en mi habitación y una cámara de fotos en el living enfocada hacia la ventana del patio. Dormí profundo a punto del desmayo. Cuando me desperté, otra vez sangre. Esta vez, con la forma de un pie. Mi pie. Las manos me temblaban, tenía la garganta seca. Puse play en el celular. Nada, nada, nada.
A las 3:33, algo, una sombra, un espectro, algo que no sé describir, salió de mi cama, de mí. Lo vi desprenderse de mi cuerpo, tenía mi pelo, mi contorno, mi nariz aunque no tenía facciones nítidas. La sombra miró el celular y sonrió. Los dientes blancos sobresalieron en la oscuridad. Se desplazó sin pasos hasta el comedor. Con el corazón galopando, corrí yo misma hasta ahí y busqué la cámara. Ahí estaba de nuevo. La sombra se asomó al patio y comenzó a hacer unos sonidos desconocidos. ¿Era un gato? No, una gata en celo. Enseguida apareció un gato en la grabación. Era Tico, el gato de la casa de enfrente. La sombra seguía con sus sonidos de gata desesperada, pero caminaba hacia atrás. El gato la seguía con ganas y sin miedo. Caminaron, gato y sombra, hacia mi habitación. Volví al celular. La sombra, otra vez, sonrió directo a cámara, agarró al gato y abrió la boca. Era un agujero negro abierto de par en par con par con dientes que duplicaron su tamaño. Un mordiscón y un aullido agudo de dolor. La sombra masticaba despacio y mi cuerpo, ahí en la cama, se retorcía.
Hice zoom, pensé que era pánico o histeria, miré bien, creo que era placer. Solté el celular y me derrumbé. Lloré tirada en el piso y las lágrimas se mezclaron con la sangre seca de Tico. Cuando pude, volví al celular. Avancé un poco y vi al gato escapar mutilado. La sombra caminó por mi habitación, se sentó al lado de mi cuerpo, me acarició el pelo y volvió a meterse. Me vi sentarme por un momento al borde de la cama, desperezarme y acomodarme debajo de las frazadas, despatarrada y calma.
Ese mismo día, encargué las rejas.