El juramento. Les dejo este cuento, espero les guste.
Publicado: Dom Dic 03, 2023 2:43 pm
La cafetera estaba vacía. Ofuscado, Tomás puso a calentar agua para tomar unos mates. La guardia de la noche había sido muy movida, y apenas había dormido dos horas de una siesta tardía. Tenía doce horas más por delante y la falta de café lo ponía de mal humor.
¿Tan difícil era hacer más cuando se acababa? Pensó que la cafetera era el ejemplo perfecto de la sociedad. Cuando está llena todos disfrutan y se sirven, cuando el nivel del café empieza a bajar, los más egoístas se apuran a llenar su taza—aunque ya hayan tomado, no importa— queda poco, quieren más. Y al fin, cuando se vacía, cuando hay que colaborar— en este caso sólo con un poco de café molido sobre el filtro y agua— miran para otro lado, esperando que alguien más lo haga. Sociedad de mierda, pensó Tomás, y pese a eso puso los elementos para que el ciclo de la cafetera comience otra vez, mientras se cebaba el primer mate.
—Doc, avisaron del penal que traen un reo herido— la voz de la enfermera, asomada en la puerta de la salita de médicos, lo sobresaltó.
Las enfermeras se ponían nerviosas cuando eso pasaba, no querían tener presos dando vueltas en la guardia. Tomó un mate más. Cosas que su abuela le había metido en la cabeza, impar nunca el mate, para no quedar rengo.
El reo entró rodeado de cuatro policías que le duplicaban el tamaño. Parecía un adolescente desnutrido, Tomás consideró exagerado que lo trajeran esposado y a la rastra. Dejaba tras de sí un reguero de sangre que fluía de una herida del abdomen.
—Por ahí por favor—les dijo señalando la primera camilla vacía. Los oficiales lo recostaron donde el médico les indicó y el muchacho se dejó caer con los ojos cerrados mientras emitía un ahogado suspiro. Era evidente que quería llorar, pero su orgullo se lo impedía. Le esposaron una mano a la camilla.
—Eso no es necesario, si ustedes están acá—comenzó a decir Tomás.
—Créame doctorcito, sí es necesario—dijo el mayor del grupo de uniformados— a este le da la oportunidad y le corta la garganta.
A Tomás le parecía difícil de creer que ese cuerpo deteriorado y escuálido fuera capaz de hacerle algo, más en ese estado, tenía una herida punzante en el abdomen que borboteaba sangre fresca, roja y rutilante. Posiblemente arterial—pensó el médico. Cuando comenzó a palpar el abdomen el muchacho abrió los ojos y lo miró. Un escalofrío recorrió al joven galeno de los pies a la cabeza. Había algo oscuro en esa mirada. Un camino sin retorno a una mente trastornada, sin dudas.
—¿Cómo te pasó esto? —trató de sostenerle la vista mientras palpaba y preguntaba.
—Me emboscaron en el baño, no la contó ninguno de esos gatos—dijo con una sonrisa triunfal el delincuente. En ese momento Tomás se dio cuenta que la mayoría de la sangre que su paciente tenía encima no le pertenecía. Era prestada.
—Liquidó a tres en el baño—aclaró el policía que había quedado más cerca, mientras los demás controlaban, carabina en mano, las entradas.
Tomás había aprendido a no preguntar qué era lo que habían hecho. Se concentraba en la dolencia que los traía, solucionaba si podía y seguía. Lo más aséptico era tratar la cosa, la masa viva, como si no tuviera un alma que pudiera generarle rechazo. Pero el policía habló y no pudo frenarlo.
—Los que mató no eran nenes de pecho, pero querían hacerle un favor a la sociedad, porque así como lo ve doctorcito, este es un violador y un asesino. Chuki le dicen, como el muñeco ese.
Chuki le hizo una seña obscena con la mano libre al oficial, mientras sacaba la lengua y guiñaba un ojo a Tomás, que se concentraba en tomarle una muestra de sangre, tratando de no escuchar.
—Voy a llevar esta muestra al laboratorio y a buscar el ecógrafo— le informó a la enfermera que había empezado a limpiarle la sangre embardunada al paciente con manos temblorosas.
El laboratorio estaba al otro lado del patio del hospital, necesitaba respirar aire fresco y repetirse el juramento hipocrático. Hacer de la salud y de la vida de nuestro enfermo la primera de nuestras preocupaciones, sin importar raza, religión o credo, como un mantra. Sus pensamientos se iban al día del juramento en el aula magna, veía al decano invocando a Dios o lo más alto, veía a sus padres llorando emocionados y sacando fotos con la vieja cámara de rollo que por desgracia se había velado cuando lo llevaron a imprimir.
Pero el mantra no servía. Una palabra se le había metido como el veneno de una yarará en la sangre y lo estaba transformando, le comía las vísceras, lo estaba pudriendo. Violador. No tenía nada que ver con religión, raza o credo. El juramento no contemplaba esa variable.
La imagen fantasmagórica de Ana se le unió camino al laboratorio. La dulce Ana, con su pelo negro y sus ojos marrones claros. La que amó desde el primer día en la facultad cuando la vio entrar en la clase de ciencias biológicas.
Se quedó esperando los resultados del hemograma, quería demorar el mayor tiempo posible la vuelta a la sala de guardia. La enfermera lo había llamado diez veces. Que esperen, él necesitaba esos minutos para recuperarse de la aparición de Ana, y el mantra del juramento no le estaba funcionando.
Su cabeza se fue a esa hermosa tarde de septiembre en el parque. Llevaron una manta, el mate y el apunte de hemostasis para estudiar. Ana leía en voz alta y él la miraba embobado, concentrado sólo en el movimiento de sus labios. “El volumen total de sangre circulante en el ser humano se estima en un valor constante de 5 a 6 litros, un 7% del peso corporal total” —leía Ana.
—Doctor, ya está el hemograma, su paciente tiene el hematocrito bajo- el bioquímico le extendía los resultados.
Volvió por el pasillo con Ana tomándole examen como esa tarde de sol cuando al fin se animó a besarla. El único beso que pudo darle. Y que aún le quemaba en la boca pese a los veinte años transcurridos.
—Dale Tomy, decime, causas de hipovolemia.
—Hemorragia.
—¡Bien! ¿Y qué pasa si perdemos más del 30% de la volemia? ¿Qué tenés que hacer? —no pudo contestarle ese día, el sol hacía que sus ojos tomaran el color de la miel y la besó. Al principio ella se sorprendió, pero después abrió sus labios y la magia pasó.
Luz. La sensación de flotar en el espacio. El único instante dichoso en su vida.
Entró a la sala de guardia arrastrando el ecógrafo, las enfermeras enojadas por el abandono lo fulminaron con la mirada. Le costaría hacer que lo perdonaran, pero ellas no sabían de su pasado, y lo que esto le estaba costando. Apenas apoyó el transductor del aparato en el abdomen del reo, vio el líquido libre adentro, signo inequívoco de que alguna arteria estaba perdiendo. El teléfono sonó y una enfermera lo atendió.
Recordó esa noche, después de esa tarde de dicha. La llamada de la madre de Ana, diciéndole que no había llegado a su casa. Nunca llegó. Ni llegaría. Alguien que jamás encontraron, la violó cerca del parque y la dejó allí muerta, a merced de la intemperie y los perros.
—Doctor, dice el cirujano si debe venir o está todo bien—gritó la enfermera.
—Todo bien, voy a suturar la herida superficial y se puede ir a descansar a su celda.
Miró al paciente a los ojos, a esa oscuridad que nada le devolvía, le sonrió forzadamente mientras recordaba la última lección que habían estudiado juntos con Ana.
Eran las nueve de la noche, si los cálculos no le fallaban, en tres horas entraría en shock hipovolémico, nadie se daría cuenta, no despertaría más.
Cuando Dios se lo demande, él le retrucaría con el recuerdo de los dulces labios de Ana.
¿Tan difícil era hacer más cuando se acababa? Pensó que la cafetera era el ejemplo perfecto de la sociedad. Cuando está llena todos disfrutan y se sirven, cuando el nivel del café empieza a bajar, los más egoístas se apuran a llenar su taza—aunque ya hayan tomado, no importa— queda poco, quieren más. Y al fin, cuando se vacía, cuando hay que colaborar— en este caso sólo con un poco de café molido sobre el filtro y agua— miran para otro lado, esperando que alguien más lo haga. Sociedad de mierda, pensó Tomás, y pese a eso puso los elementos para que el ciclo de la cafetera comience otra vez, mientras se cebaba el primer mate.
—Doc, avisaron del penal que traen un reo herido— la voz de la enfermera, asomada en la puerta de la salita de médicos, lo sobresaltó.
Las enfermeras se ponían nerviosas cuando eso pasaba, no querían tener presos dando vueltas en la guardia. Tomó un mate más. Cosas que su abuela le había metido en la cabeza, impar nunca el mate, para no quedar rengo.
El reo entró rodeado de cuatro policías que le duplicaban el tamaño. Parecía un adolescente desnutrido, Tomás consideró exagerado que lo trajeran esposado y a la rastra. Dejaba tras de sí un reguero de sangre que fluía de una herida del abdomen.
—Por ahí por favor—les dijo señalando la primera camilla vacía. Los oficiales lo recostaron donde el médico les indicó y el muchacho se dejó caer con los ojos cerrados mientras emitía un ahogado suspiro. Era evidente que quería llorar, pero su orgullo se lo impedía. Le esposaron una mano a la camilla.
—Eso no es necesario, si ustedes están acá—comenzó a decir Tomás.
—Créame doctorcito, sí es necesario—dijo el mayor del grupo de uniformados— a este le da la oportunidad y le corta la garganta.
A Tomás le parecía difícil de creer que ese cuerpo deteriorado y escuálido fuera capaz de hacerle algo, más en ese estado, tenía una herida punzante en el abdomen que borboteaba sangre fresca, roja y rutilante. Posiblemente arterial—pensó el médico. Cuando comenzó a palpar el abdomen el muchacho abrió los ojos y lo miró. Un escalofrío recorrió al joven galeno de los pies a la cabeza. Había algo oscuro en esa mirada. Un camino sin retorno a una mente trastornada, sin dudas.
—¿Cómo te pasó esto? —trató de sostenerle la vista mientras palpaba y preguntaba.
—Me emboscaron en el baño, no la contó ninguno de esos gatos—dijo con una sonrisa triunfal el delincuente. En ese momento Tomás se dio cuenta que la mayoría de la sangre que su paciente tenía encima no le pertenecía. Era prestada.
—Liquidó a tres en el baño—aclaró el policía que había quedado más cerca, mientras los demás controlaban, carabina en mano, las entradas.
Tomás había aprendido a no preguntar qué era lo que habían hecho. Se concentraba en la dolencia que los traía, solucionaba si podía y seguía. Lo más aséptico era tratar la cosa, la masa viva, como si no tuviera un alma que pudiera generarle rechazo. Pero el policía habló y no pudo frenarlo.
—Los que mató no eran nenes de pecho, pero querían hacerle un favor a la sociedad, porque así como lo ve doctorcito, este es un violador y un asesino. Chuki le dicen, como el muñeco ese.
Chuki le hizo una seña obscena con la mano libre al oficial, mientras sacaba la lengua y guiñaba un ojo a Tomás, que se concentraba en tomarle una muestra de sangre, tratando de no escuchar.
—Voy a llevar esta muestra al laboratorio y a buscar el ecógrafo— le informó a la enfermera que había empezado a limpiarle la sangre embardunada al paciente con manos temblorosas.
El laboratorio estaba al otro lado del patio del hospital, necesitaba respirar aire fresco y repetirse el juramento hipocrático. Hacer de la salud y de la vida de nuestro enfermo la primera de nuestras preocupaciones, sin importar raza, religión o credo, como un mantra. Sus pensamientos se iban al día del juramento en el aula magna, veía al decano invocando a Dios o lo más alto, veía a sus padres llorando emocionados y sacando fotos con la vieja cámara de rollo que por desgracia se había velado cuando lo llevaron a imprimir.
Pero el mantra no servía. Una palabra se le había metido como el veneno de una yarará en la sangre y lo estaba transformando, le comía las vísceras, lo estaba pudriendo. Violador. No tenía nada que ver con religión, raza o credo. El juramento no contemplaba esa variable.
La imagen fantasmagórica de Ana se le unió camino al laboratorio. La dulce Ana, con su pelo negro y sus ojos marrones claros. La que amó desde el primer día en la facultad cuando la vio entrar en la clase de ciencias biológicas.
Se quedó esperando los resultados del hemograma, quería demorar el mayor tiempo posible la vuelta a la sala de guardia. La enfermera lo había llamado diez veces. Que esperen, él necesitaba esos minutos para recuperarse de la aparición de Ana, y el mantra del juramento no le estaba funcionando.
Su cabeza se fue a esa hermosa tarde de septiembre en el parque. Llevaron una manta, el mate y el apunte de hemostasis para estudiar. Ana leía en voz alta y él la miraba embobado, concentrado sólo en el movimiento de sus labios. “El volumen total de sangre circulante en el ser humano se estima en un valor constante de 5 a 6 litros, un 7% del peso corporal total” —leía Ana.
—Doctor, ya está el hemograma, su paciente tiene el hematocrito bajo- el bioquímico le extendía los resultados.
Volvió por el pasillo con Ana tomándole examen como esa tarde de sol cuando al fin se animó a besarla. El único beso que pudo darle. Y que aún le quemaba en la boca pese a los veinte años transcurridos.
—Dale Tomy, decime, causas de hipovolemia.
—Hemorragia.
—¡Bien! ¿Y qué pasa si perdemos más del 30% de la volemia? ¿Qué tenés que hacer? —no pudo contestarle ese día, el sol hacía que sus ojos tomaran el color de la miel y la besó. Al principio ella se sorprendió, pero después abrió sus labios y la magia pasó.
Luz. La sensación de flotar en el espacio. El único instante dichoso en su vida.
Entró a la sala de guardia arrastrando el ecógrafo, las enfermeras enojadas por el abandono lo fulminaron con la mirada. Le costaría hacer que lo perdonaran, pero ellas no sabían de su pasado, y lo que esto le estaba costando. Apenas apoyó el transductor del aparato en el abdomen del reo, vio el líquido libre adentro, signo inequívoco de que alguna arteria estaba perdiendo. El teléfono sonó y una enfermera lo atendió.
Recordó esa noche, después de esa tarde de dicha. La llamada de la madre de Ana, diciéndole que no había llegado a su casa. Nunca llegó. Ni llegaría. Alguien que jamás encontraron, la violó cerca del parque y la dejó allí muerta, a merced de la intemperie y los perros.
—Doctor, dice el cirujano si debe venir o está todo bien—gritó la enfermera.
—Todo bien, voy a suturar la herida superficial y se puede ir a descansar a su celda.
Miró al paciente a los ojos, a esa oscuridad que nada le devolvía, le sonrió forzadamente mientras recordaba la última lección que habían estudiado juntos con Ana.
Eran las nueve de la noche, si los cálculos no le fallaban, en tres horas entraría en shock hipovolémico, nadie se daría cuenta, no despertaría más.
Cuando Dios se lo demande, él le retrucaría con el recuerdo de los dulces labios de Ana.