Cuento "La fachada"
Publicado: Mar Dic 05, 2023 2:57 pm
LA FACHADA
En fin, el problema fue más bien en donde esconder la facha. Porque si me miraban, si acaso no podían dejar de mirarme, ¡Oaaaa!, yo no tenía la culpa: la culpa era de mi facha. Nunca lo entendí, pero que podía esperarse de alguien así: con unos ojos tan ojales, con la boca tan llena de dientes, con los pómulos tan pomulescos, con orejas tan abiertas, con una barbilla tan aguda que cortaba el viento, con una frente tan prominente que reflejaba el sol y un par de nubes. Y ojalá (¡ojalá!) se hubiera tratado de una cuestión de belleza. Porque si hubiera sido hermoso (o feo, poco importa), la situación se hubiera resuelto antes o después, pero se habría resuelto. A ver, me explico, la diferencia hubiera sido cuantitativa. Pero ese no era el caso, no. A este caso le faltaba cualquier resolución porque mi facha, en su contingencia, no pasaba de ser una interrupción en el espacio, ¡y lo que este mundo no perdona son las interrupciones!
Corría para todos lados, evitaba el transporte público, las reuniones, los eventos, los encuentros con la luz prendida. Pero a veces era inevitable y entonces lo advertían: Nariz, ojos, frente, boca, mentón. Todo se volvía extraño. Algo similar deben sentir las bacterias bajo el lente (¿sienten? ¿o sea, sienten que son miradas?). No sabía dónde meter la facha, qué hacer con ella, como cambiarla o destruirla, como deshacerme de esa marca de Caín. Hubo días en que la desesperación se apoderaba de mí y entonces volvía derrotado, entre respingos y arcadas, a mi casa. Otras veces soportaba en silencio mi ascesis… con esos labios, esos mentones, esos ojos, esas frentes atentas a esta, mi facha. Al rato me desplomaba en la oscuridad de mi casa, cansado hasta para llorar.
Un día, mientras pasaba por el puerto, apurado, cubriéndome la cara, como siempre, advertí un cartel que decía, con letra roja y tosca:
SE COMPRAN FACHAS
(PERMUTO, EFECTIVO, TRANSFERENCIA, TODOS LOS MEDIOS DE PAGO)
Nunca abrí tanto los ojos, decidí entrar. Caminé por un breve pasillo y llegué a unas mesas. A derecha e izquierda había cataratas de flores, flores de todo tipo, en canastas, en ramos, en floreros y vasos, lanzaban un olor fresco. Desconocía el nombre de la mayoría, solo veía colores. En medio de toda esa flora, había una señora menuda, arrugada, con un pañuelo en la cabeza y los labios pintados, que despanzurraba un pescado sobre una tabla con un cuchillo de carnicero. Separaba las tripas del lomo y de la cabeza. No entendí el cuadro (¿era una especie de mensaje? ¿o era, más bien, pura fachada?) y solo dejé de mirar cuando la mujer me preguntó que necesitaba. Tardé un poco en contestar, porque mi pregunta me daba un poco de vergüenza.
‒¿Qué pasha nene, que querésh?
‒Mil disculpas… acá… eh… ¿compran…?
El rostro de la vieja cambió, como si las arrugas de su frente y mejillas alternaran de lugar, con una velocidad que el ojo apenas podía advertir. La vieja se alteró, parecía aún más vieja. “Shí”, dijo y preguntó si ofrecía la mía. Asentí.
La señora me condujo a una piecita contigua, prendió la luz, me sentó en un taburete y examinó cada surco, cada barba, cada poro de mi facha. Después me preguntó cuánto pedía. Yo realmente no había pensado ningún precio. Vacilé. La vieja se impacientó, ofreció un monto, pero me pareció muy poco. Le pedí más, pero se obstinó en su oferta inicial. Intenté proponer otros precios, pero la vieja se irritó y propuso su última oferta: menos de la mitad inicial. Yo estaba dispuesto a irme, pero recordé el cartel y, rápido, pregunté a la mujer, “¿Permutás?”, y pareció interesada. Me llevó a otra habitación anexa, prendió la luz y pude ver una miríada de repisas, una detrás de otra, sin poder ver el final. Máquinas de escribir, relojes, televisores, teléfonos, espejos, mapas, globos terráqueos, cafeteras, camas, neumáticos, peluches, libros, juguetes, utensilios, herramientas, postales, trajes, armas, animales embalsamados, maniquíes, máscaras, cuadros, botellas, joyas, sombreros, no puedo recordar si acaso lo vi todo. Abrumado, la vieja me dijo que podía llevarme lo que quisiera, pero que fuera solo una cosa. Yo caminaba por la bodega pobremente iluminada y escrutaba la habitación, o intenté hacerlo, porque fue imposible: los pasillos no acababan, las repisas se continuaban, las cosas se multiplicaban. No recuerdo cuanto tiempo caminé por la madera y el polvo, mis ojos no podían quedarse quietos, hasta que la vi. Estaba sobre una mesa (la única que recuerdo), alado de un montón de discos, cucharas y cables de teléfono. “Eso”, dije y señalé. La vieja suspiró impaciente, la agarró y me pidió seguirla.
Ahora (sí, sí, sí) camino por todos lados y las cosas son iguales: como si yo no estuviera. Quizá se complica cuando se trata de pedir un taxi, hacer un trámite en el banco o hacer una denuncia por robo o extravío. Como sea, yo camino feliz entre la turba informe sin el miedo a tener una nariz, una boca o una frente, con la certeza que la vieja me permutó. Y sin una facha que me atormente, solo con esta certeza, puedo salir al mundo sin apurarme, porque solo se apuran los que no saben adónde ir.
Alan Perdurabo
En fin, el problema fue más bien en donde esconder la facha. Porque si me miraban, si acaso no podían dejar de mirarme, ¡Oaaaa!, yo no tenía la culpa: la culpa era de mi facha. Nunca lo entendí, pero que podía esperarse de alguien así: con unos ojos tan ojales, con la boca tan llena de dientes, con los pómulos tan pomulescos, con orejas tan abiertas, con una barbilla tan aguda que cortaba el viento, con una frente tan prominente que reflejaba el sol y un par de nubes. Y ojalá (¡ojalá!) se hubiera tratado de una cuestión de belleza. Porque si hubiera sido hermoso (o feo, poco importa), la situación se hubiera resuelto antes o después, pero se habría resuelto. A ver, me explico, la diferencia hubiera sido cuantitativa. Pero ese no era el caso, no. A este caso le faltaba cualquier resolución porque mi facha, en su contingencia, no pasaba de ser una interrupción en el espacio, ¡y lo que este mundo no perdona son las interrupciones!
Corría para todos lados, evitaba el transporte público, las reuniones, los eventos, los encuentros con la luz prendida. Pero a veces era inevitable y entonces lo advertían: Nariz, ojos, frente, boca, mentón. Todo se volvía extraño. Algo similar deben sentir las bacterias bajo el lente (¿sienten? ¿o sea, sienten que son miradas?). No sabía dónde meter la facha, qué hacer con ella, como cambiarla o destruirla, como deshacerme de esa marca de Caín. Hubo días en que la desesperación se apoderaba de mí y entonces volvía derrotado, entre respingos y arcadas, a mi casa. Otras veces soportaba en silencio mi ascesis… con esos labios, esos mentones, esos ojos, esas frentes atentas a esta, mi facha. Al rato me desplomaba en la oscuridad de mi casa, cansado hasta para llorar.
Un día, mientras pasaba por el puerto, apurado, cubriéndome la cara, como siempre, advertí un cartel que decía, con letra roja y tosca:
SE COMPRAN FACHAS
(PERMUTO, EFECTIVO, TRANSFERENCIA, TODOS LOS MEDIOS DE PAGO)
Nunca abrí tanto los ojos, decidí entrar. Caminé por un breve pasillo y llegué a unas mesas. A derecha e izquierda había cataratas de flores, flores de todo tipo, en canastas, en ramos, en floreros y vasos, lanzaban un olor fresco. Desconocía el nombre de la mayoría, solo veía colores. En medio de toda esa flora, había una señora menuda, arrugada, con un pañuelo en la cabeza y los labios pintados, que despanzurraba un pescado sobre una tabla con un cuchillo de carnicero. Separaba las tripas del lomo y de la cabeza. No entendí el cuadro (¿era una especie de mensaje? ¿o era, más bien, pura fachada?) y solo dejé de mirar cuando la mujer me preguntó que necesitaba. Tardé un poco en contestar, porque mi pregunta me daba un poco de vergüenza.
‒¿Qué pasha nene, que querésh?
‒Mil disculpas… acá… eh… ¿compran…?
El rostro de la vieja cambió, como si las arrugas de su frente y mejillas alternaran de lugar, con una velocidad que el ojo apenas podía advertir. La vieja se alteró, parecía aún más vieja. “Shí”, dijo y preguntó si ofrecía la mía. Asentí.
La señora me condujo a una piecita contigua, prendió la luz, me sentó en un taburete y examinó cada surco, cada barba, cada poro de mi facha. Después me preguntó cuánto pedía. Yo realmente no había pensado ningún precio. Vacilé. La vieja se impacientó, ofreció un monto, pero me pareció muy poco. Le pedí más, pero se obstinó en su oferta inicial. Intenté proponer otros precios, pero la vieja se irritó y propuso su última oferta: menos de la mitad inicial. Yo estaba dispuesto a irme, pero recordé el cartel y, rápido, pregunté a la mujer, “¿Permutás?”, y pareció interesada. Me llevó a otra habitación anexa, prendió la luz y pude ver una miríada de repisas, una detrás de otra, sin poder ver el final. Máquinas de escribir, relojes, televisores, teléfonos, espejos, mapas, globos terráqueos, cafeteras, camas, neumáticos, peluches, libros, juguetes, utensilios, herramientas, postales, trajes, armas, animales embalsamados, maniquíes, máscaras, cuadros, botellas, joyas, sombreros, no puedo recordar si acaso lo vi todo. Abrumado, la vieja me dijo que podía llevarme lo que quisiera, pero que fuera solo una cosa. Yo caminaba por la bodega pobremente iluminada y escrutaba la habitación, o intenté hacerlo, porque fue imposible: los pasillos no acababan, las repisas se continuaban, las cosas se multiplicaban. No recuerdo cuanto tiempo caminé por la madera y el polvo, mis ojos no podían quedarse quietos, hasta que la vi. Estaba sobre una mesa (la única que recuerdo), alado de un montón de discos, cucharas y cables de teléfono. “Eso”, dije y señalé. La vieja suspiró impaciente, la agarró y me pidió seguirla.
Ahora (sí, sí, sí) camino por todos lados y las cosas son iguales: como si yo no estuviera. Quizá se complica cuando se trata de pedir un taxi, hacer un trámite en el banco o hacer una denuncia por robo o extravío. Como sea, yo camino feliz entre la turba informe sin el miedo a tener una nariz, una boca o una frente, con la certeza que la vieja me permutó. Y sin una facha que me atormente, solo con esta certeza, puedo salir al mundo sin apurarme, porque solo se apuran los que no saben adónde ir.
Alan Perdurabo
