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Cuento

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Hugo Díaz, Mar Dic 05, 2023 9:26 pm

Gauchito ágil


Lo llamó desde la puerta de la pulpería, con voz torcida, como si el nombre que gritaba fuera algo absurdo. En ese momento cayó una atmósfera grávida de tensiones sobre todas las cosas que sucedían en simultáneo: las risas, las conversaciones enardecidas por el juego, las botellas de grapa golpeando en los bordes de los vasos, el crepitar del tabaco encendiéndose. Algunos esperaron la reacción de Miguelito para soltar la bocanada de humo. El nombrado dejó caer un naipe sobre la mesa, con indiferencia, siguiendo la partida, convencido de que las respuestas con rabias obedientes al instinto traían mala suerte. El que estaba en la entrada sostuvo el silencio unos segundos caminando hacia el centro del lugar y luego soltó un insulto por lo bajo. La luz húmeda de la tarde lo adelantaba.
─Te estoy llamando ¿no escuchás, o te agarró sordera, petiso? ─dijo con actitud de alguien que ha derramado a propósito un vaso lleno.
Miguelito era conocido en el pueblo y en la zona no sólo por su baja estatura, había nacido con enanismo, sino también por la suerte en el juego. Muchos lo acusaban de ser hijo del diablo, otros, de santo que vino al mundo para castigar a las almas atormentadas. Estos últimos esquivaban la mirada del pequeño paisano por miedo a ser adivinados. Solía llegar gente de muy lejos para desafiarlo en los naipes o en la taba. A todos los igualaba la vuelta, regresaban convencidos del misterio e incluso, en algunos casos, impedidos por una fuerza desconocida que los sentenciaba. El cura había denominado a ese sentimiento, varias veces en su misa, como vergüenza. Experimentaban la vergüenza pura.
El recién llegado masculló otro insulto.
─ ¿Qué te pasa, viejo? ─preguntó Miguelito de una forma descuidada sin levantar la vista y se limpió en la camisa de un blanco roto, partículas invisibles para los ojos del otro.
─Vos sabés muy bien, hiciste trampa ─declaró Anselmo mientras acercaba la mano al facón.
─ ¿Quién te fue con cuentos? Todo el juego fue en buena ley ─respondió Miguel y luego volvió a largar la palabra “viejo” como un suspiro de cansancio.
La noche anterior en dos partidas, Miguelito le había vaciado los bolsillos y ese mediodía un parroquiano que presenció el juego había confesado el engaño al viejo.
─No vine a charlar, sino a arreglar las cosas como corresponde ─manifestó Anselmo, alzando un poco la voz, rehaciendo la tentativa de disputa.
─Viejo, vos ves poco ─dijo Miguelito aguantando una risa que lanzó parabólica al agregar: ─Mejor dicho, ves para la mierda.
El otro se envalentonó marcando las venas de las sienes. Una voz susurrada que salió detrás de su espalda le sugirió:
─Anselmo, entienda…no le conviene.
Atinó a dar medio paso atrás mientras dejaba caer distraídamente la mano cercana al facón. Realizó un corto chasquido con la lengua como para dar a entender que había vuelto sobre sí mismo.
─Aprovechá el consejo y andá pa’ tu casa ─recomendó el hombrecito que seguía con algunas cartas en las manos y controlando la mesa.
─ ¿Sabés qué? ─estableció Anselmo metiendo alarde a su tono ─ hagamos una carrera, mi zaino contra tu bayo amarillo ─Y dijo que si ganaba le pagaba el doble que había perdido la noche anterior, pero si la famosa suerte acompañaba otra vez al gauchito se quedaba con su caballo.
Miguel pestañeó algunas veces ensombreciendo por unos segundos sus rasgos para retomar enseguida la actitud artera.
─ ¿Te achicás? ─ironizó el viejo largando una risa en contrasentido, casi rabiosa.
El otro soltó el resto de naipes. Giró la cabeza y lo miró.
─ ¡Aceptado! ̶Y señalando con un dedo la puerta de la pulpería amplificó el desafío: ─Empecemos acá nomás, crucemos el monte; la llegada será a doscientos metros, donde está el campo de Don Hernández.
Anselmo movió la cabeza en forma de afirmación. El hombrecito de un salto se bajó de la silla y tomó los dos almohadones que suele utilizar en todo asiento. Caminaron seguidos por la muchedumbre hacia la salida del lugar. El viento caliente y terroso hizo achicar los ojos de los hombres. Se acercaron a los caballos que movieron la cabeza con natural humildad. Todos se detuvieron a observar cómo Miguel ajustaba los dos almohadones blancos a la silla de montar de su caballo, después les echó una mirada cautivadora e incompleta como alguien que guiña un ojo a sus confidentes. Sin dejar de sonreír para sí mismo y con un poco de esfuerzo, montó el manso bayo amarillo. Su adversario lo esperaba en la línea de partida.
─ ¡Rodríguez! ─llamó Anselmo ─Llegate rápido hasta lo de Hernández. Vos, sos el juez.
El muchacho, el mismo que había sosegado al viejo unos momentos antes, montó y se dirigió hacia la línea de llegada para determinar el ganador.
Uno del montón se puso a unos metros delante de los caballos. Miguelito se secó con la camisa unas gotas de sudor de la cara y miró atento, esperando la señal de partida.
─Gritá fuerte ─ordenó el viejo achicando los ojos.
Se escuchó una especie de chillido que rápidamente se llevó el viento. Las patas frenéticas de los animales levantaron tanta polvareda que por un instante dieron un efecto fantasmagórico y algunos espectadores, como modo de precaución, se persignaron.
El caballo de Anselmo se adelantó por una cabeza antes de llegar al montecito que debían atravesar. Al meterse entre la espesura disminuyó la velocidad para esquivar a los árboles, y perdió de vista al animal del gauchito, quien ya había armado su astucia. Cuando empezó a ver la salida, que aparentaba un aura acrecentándose en rayos solares, lo sobresaltó el caballo del oponente que parecía jineteado por un muñeco atolondrado. El viejo azotó a su equino ferozmente para alcanzarlo; sin escuchar las advertencias del joven juez a quien él mismo había dispuesto, se abalanzó a su contrincante y atravesó con el facón la tela con fuerza como si lo hiciera en un cuerpo de cuero duro, esparciendo las plumas blancas.