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Enero (cuento)

Publicado: Mié Dic 06, 2023 12:33 am
por pablojmateu
Enero

Llevaron pocas cosas. Fueron en el auto de él, ella manejaba. Era dos de enero; la autopista estaba casi vacía. No hablaron durante el trayecto; escucharon música. En una hora llegaron al pueblo.

Habían postergado decidir un viaje, ver fotos del lugar, las playas, los hoteles, los paseos, como muchas otras veces, antes, los dos juntos frente a la computadora.

No pudieron hablarlo. Nunca era el momento de sentarse a hablarlo.
—Nos haría bien.
Él no contestaba.

Hasta que llegó el fin de ese año. Como una obligación, porque ella no atendía el consultorio y él cerraba la fábrica en enero, se pusieron de acuerdo: irían a la quinta.
No habían vuelto a pasar los fines de semana en la quinta. Iban cada tanto, apenas unas horas, para orear la casa. Para controlar que el jardinero mantuviera el césped, las plantas, la pileta; que la chica que tenía la llave repasara lo que ya estaba pulcro. Que no hubiese goteras, que todo funcionara como antes. Y volver a cerrar. Habría que venderla, dijeron varias veces, pero no hicieron nada.
—Si me prometés que no vas a estar con la notebook todo el día, ni atendiendo llamadas ni mensajitos de la fábrica…
—Cerramos todo enero.
—Igual, si no estamos cómodos nos podemos volver.

Primero fueron al mercadito, afuera como una pulpería en medio de la pampa, adentro como un súper de ciudad. Llenaron medio baúl. Ella no quiso entrar a la carnicería; se quedó apoyada contra la puerta del conductor.
—Para que me pregunte cómo estoy.. con esa cara de lástima que pone.
Él volvió después de un rato largo con varias bolsas de plástico.
—Sigue siendo una mugre, pero la carne es mejor que la del mercadito. Te manda saludos. Se extrañó de verme después de tanto tiempo.
—¿Hablaron?
—No, había mucha gente.

Bajaron las cosas del auto, enchufaron la heladera, guardaron lo que precisaba frío. Ella recorrió la casa, abrió las ventanas del cuarto matrimionial, de los pasillos, de la galería. El resto lo dejó como estaba. No abrió la puerta del otro cuarto. No salió al jardín. Cuando volvió a la cocina le dio la espalda. Hacía de cuenta que acomodaba las compras sobre la mesada.
—Preparo algo rápido para que comamos, ¿te parece? ¿Qué preferís?
—Cualquier cosa. Da lo mismo. ¿Querés que cocine yo?
—No, está bien.
Él se dio cuenta de que había estado llorando. No le dijo nada, no se acercó a tocarla. Buscó en el primer cajón el sacacorchos, uno de los vinos caros que habían comprado, una copa.
—¿Querés? —preguntó, de pie junto a la mesa del comedor diario.
—No, ahora no, a la noche puede ser. Despacio, mi amor, te lo pido.
Durmieron una siesta. Tuvieron pesadillas similares sin saberlo.

Hicieron unos mates, fueron a la galería, a la parte de atrás, frente a todo el jardín y la pileta. Había colibríes entre las abelias florecidas. Esta vez, a él no le quedó más remedio que ver sus lágrimas. Le acarició la mejilla, le tomó una mano, le dio besos ligeros en la palma, en los dedos. Ella retiró su mano con delicadeza, sonrió, cebó un mate. De repente, comenzó a contar chismes del consultorio, colegas, amigas, pacientes, sin ninguna relación.
Él la dejó hablar mientras miraba el jardín. Después dijo:
—Vamos. Vamos a ducharnos y a cenar afuera. Unas ricas pastas. A lo de Mirta.
—No, ahí no, por favor.
—Bueno, donde vos prefieras.
Mientras ella se duchaba, él fue a la cocina y se sirvió otra copa.

A la segunda noche, ella se despertó para ir al baño: él no estaba en la cama. Lo buscó por toda la casa. Volvía a su habitación cuando vio luz por debajo de la puerta del otro cuarto. Confundida, la abrió muy lentamente. Estaba el velador prendido. Y al lado una botella vacía. Él roncaba desnudo, despatarrado sobre la colcha de una plaza. Fue hasta la cocina y contó las botellas que quedaban. Miró el celular que se estaba cargando sobre el mármol de la mesada: eran las cinco y diez de la mañana. Se sentó a la mesa del comedor diario, mirando hacia la calle desierta. Volvió a fijarse en el celular: eran casi la seis. Amanecía. Se sirvió una copa de vino.

—No podía dormir.
Ella prefirió no acotar nada.
Desayunaron en la galería, en silencio, con una parsimonia exasperante. Salieron a caminar. Por momentos iban de la mano. Volvieron a la hora del almuerzo, cansados, como si se hubiesen perdido. Él se recostó sobre el sofá, dijo solo un ratito, mientras está la comida. Se quedó dormido. Otra vez roncaba. Ella no preparó el almuerzo. Cerró con llave las dos entradas de la casa, comprobó que la puerta del otro cuarto también estuviera cerrada, como siempre, y se fue a dormir a su pieza.

Él hizo un asado, ella preparó la ensalada. Él contó chistes viejos, se rieron igual, como si no los hubiesen escuchado mil veces. Hacía falta ponerse repelente. Esa noche no tuvieron ganas de ir al pueblo.
—Podríamos jugar a las cartas. O a los dados.
Ella estuvo de acuerdo. Parecían felices.
Ella entró a la casa. Fue al armario de la recepción. Cuando abrió la puerta vio los dados, las cartas, los juegos de mesa prolijamente apilados, el lomo del libro de cuentos de la tortuga, también el de la jirafa, que recordaba línea por línea. No volvió a la galería. Se encerró en el baño.

El cinco de enero comenzó a llover. Refrescó bastante. En la calle se formaban charcos. Él se fue a hacer las compras, solo. No hacía falta nada en realidad. Trajo cuatro cajas de vino y cinco packs de cervezas.

—¿Sabés qué día es mañana? —le preguntó ella mientras cenaban en el comedor. Él, la mirada difusa, pareció esforzarse por recordar—. Reyes. Mañana es Día de Reyes.
Seguía lloviendo.

Después de cuatro días escampaba. Y aunque no hubiera sol, y cayera una llovizna tenue, a sus ojos la luz era excesiva. A pesar del verano hacía frío; igual, bajo el alero, él estaba en short y ella en bikini, nada más. Quizás de tanto alcohol no sintiesen el frío. O acaso fueran ganas de que el tiempo cambiara de una vez.
—Podríamos hacer asado.
—Ya no queda más carne. Habría que ir al pueblo.
Sí quedaba carne todavía.
Los pies cruzados sobre la mesa de madera, la mano izquierda entre las piernas, la derecha aferrada a la copa de vino tinto, no se levantó. Ella tampoco. Había cuatro latas vacías de cerveza. Miraban hacia el jardín, cabeceaban de a ratos, tomaban un pequeño sorbo. Los párpados caían, relajados, y volvían a abrirse con esfuerzo. El seto de plantas que los separaba de las otras quintas era tan tupido que nadie podía verlos.
La garúa cesó: no caían más gotas sobre la pileta. El agua era un espejo opaco sobre el que flotaban hojas y hasta algunas ramas.
—Habría que limpiarla.
El jardín se volvió más luminoso, como si alguien hubiese descorrido un telón a sus espaldas. Un gorjeo imprevisto, chillón, los despabiló por un instante. Después siguieron otros, invisibles, rodeándolos, un barullo que los aturdía.
Con el sol comenzó a levantarse la humedad: era más difícil respirar, y la piel se ponía pegajosa.
Él cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, la luz era implacable. Deslumbrado, la vio tambalearse hasta la reja de hierro verde de un metro de altura que cercaba la pileta, abrir la puerta, caminar indecisa, a punto de caerse, sobre el travertino áspero del borde, llegar a la parte honda, inclinarse como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos, prepararse torpemente para una zambullida de cabeza. Era una excelente nadadora. Quiso gritarle que no lo hiciera, que estaba pasada de alcohol, como él, pero no le salió la voz, y la vio tirarse de panza y hundirse. Se le volvieron a cerrar los ojos; no podía mantenerse atento.
Cuando volvió a mirar (¿cuánto tiempo después?), ya no la vio. Se levantó de la silla como pudo, se tropezó dos veces, llegó hasta la reja, intentó saltarla a horcajadas, pero se cayó de espaldas contra el césped. Volvió a levantarse, rodeó la reja hasta la puerta, divisó una mancha bajo el agua, en el fondo de la parte honda. Corrió por las baldosas empapadas. Se resbaló. Se golpeó la cara de lleno contra el borde de piedra. La cabeza rebotó hacia atrás con la violencia de un latigazo.

Sumergida, oyó un golpe opaco. Después, ruidos borrosos. Cuando sacó la cabeza, enseguida lo vio: con el antebrazo izquierdo sobre el borde intentaba trepar para salir, mientras se tapaba el rostro con la mano derecha llena de sangre. ¡Juan!, gritó. O lo pensó. Braceó, llegó a su lado, procuró ayudarlo, pero no hacía pie.
—¡Juan, Juan! ¿Qué te hiciste? ¡Ayudame, ayudame!
Pudo encaramarlo sobre el borde. Él se sentó. Tenía un tajo profundo en la ceja. Le pidió que se levantara, que la ayudara. Volvió a pedirle. Él se puso de pie. Ella lo rodeó con un brazo y lo fue llevando, hasta que salieron por la puerta de la reja. Él se arrodillló sobre el pasto, con la mano en la herida todavía. Ella trajo corriendo una toalla, se la puso en la frente.
—Apretate, apretate fuerte, voy a buscar las llaves.
—No, no es para tanto.
—¡Juan! Tenemos que ir a la salita, te tienen que coser.
—¡No! ¡No podés manejar así, si estás en pedo como yo! ¡No, trae algo, agua oxigenada, qué sé yo!
—¡Te tengo que llevar!
—¡Llamá a alguien entonces, que venga alguien!

Subieron al auto. Él, con la toalla ensangrentada contra la parte derecha de la cara. Ella, descalza, la bikini mojada. Arrancó, salió a la calle. Inclinada hacia adelante, casi pegada al volante, forzando la vista, como si así pudiese distinguir algo más que unas manchas borrosas en el parabrisas.

La noche parecía detenida, a no ser por los grillos. Apagaron las luces: era suficiente con la luna. Llevaron dos reposeras hasta el claro del jardín, donde el cielo se veía mejor. Se acostaron boca arriba. Era quince de enero. No había tantas estrellas. Estuvieron así largos minutos, sin hablar.
Ella ladeó la cabeza, lo miró: todavía tenía moretones muy oscuros, sobre todo alrededor del ojo. Él también la miró. Se sonrieron. Se tomaron las manos. Volvieron a observar el cielo. Mucho tiempo más. Después, entraron a la casa.