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Cuento "Aroma a mar y tristeza"

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Pato Coria, Mié Dic 06, 2023 7:22 pm

Aroma a mar y tristeza

Cinco, seis, ¿cuántas habían pasado? Con el ceño fruncido y la cuchilla fileteando sin detenerse, Lucía contaba las semanas. No, no podía ser. Buscaba algún dato de referencia que llevara a su memoria cuándo había sido la última vez. De pronto, el recuerdo irrumpió junto a un corte que se resbaló del pescado que aguardaba su turno en la mesada de acero, perforó el guante de la mano izquierda e hizo brotar un chorro de sangre que malogró la mercadería. El insulto salió tan rápido como el agua del grifo; lavó la herida, el supervisor no debía descubrir el accidente. Gabriela, la comadre, la observaba con disimulo y preocupación; su amiga era impecable con el trabajo; sin duda alguna, algo le pasaba.
Al terminar el turno, Lucía se quitó el uniforme tan blanco como los azulejos que cubrían las paredes del vestuario, y renovó la venda de su mano.
— ¿Te sentís bien, Lu? ¿Los chicos? ¿El Tano? —preguntó Gabriela, extrañada por tanto silencio.
—Sí, sí. Estamos todos bien. Me siento muy cansada: Leíto está cortando un diente y no se durmió hasta la una; a las tres y media sonó el despertador, no dormí nada.
—Te alcanzo a tu casa, hoy vine en la motito.
—Antes voy a pasar por la banquina para buscar al Tano, tenemos que ir al banco —mintió.
—Termino de cambiarme y te llevo, no me cuesta nada.
—Gracias, me salvás, estoy muerta.

Las pocas lanchitas amarillas que sobrevivían en el Puerto de Mar del Plata refulgían bajo el sol tibio de ese mediodía de otoño. El Tano había vendido la escasa captura del día. La pesca artesanal estaba en extinción, los buques de altura barrían con todo. “Al igual que en la profundidad del mar, el grande se come al más chico”, solía quejarse. A través de la red, se escapaba su nostalgia, la tradición de varias generaciones de inmigrantes que ajaron su piel a merced del sol, el viento y la sal en cientos de barquitas que pasaron a ser un recuerdo en las típicas postales marplatenses. El Tano sabía que, si la Virgen de Stella Maris escuchaba sus rezos, tendría la oportunidad de levantar cabeza y, quizás, Lucía podría dejar de sacrificarse desde la madrugada en la fría sala de fileteado. Al día siguiente debía concurrir a hacerse lo análisis pre ocupacionales para ingresar a una de las pesqueras de mayor envergadura de la ciudad, donde gracias a su experiencia y las capacitaciones que había hecho, comenzaría a embarcarse en un buque factoría. Soñaba con comprar una bicicleta para Alejo, el hijo mayor, una camita para Leíto, a quien la cuna ya le quedaba chica, y el perfume que tanto le gustaba a la esposa.

La preocupación marcaba los pasos de Lucía. Desde lejos, divisó al Tano que recogía sus cosas para volver a casa. Los lobos marinos se asoleaban a sus anchas, a simple vista no se podía distinguir si estaban vivos o muertos. De vez en cuando, alguno sacudía su modorra levantando la cabeza o moviéndose apenas. El mar se veía opaco, como si el temor y las dudas bañaran sus orillas.
— ¿Qué hacés acá, Lucía? No me avisaste, me encontrás de casualidad. ¿Pasó algo? —Ella no solía ir a buscarlo a la banquina, volvía lo más rápido que podía a su hogar para servirles el almuerzo a los chicos y aliviarle el trabajo a la suegra.
—No… sí… no sé, Tano. Estoy desesperada, vine porque me quedé sin plata, hasta mañana no cobro la quincena. Tengo que ir a comprar un test de embarazo y gasa para este corte; cuando me di cuenta de que hace un mes y medio que no me viene, se me descontroló el cuchillo—respondió sin mirarlo.
— ¡No me jodas, Lucía! ¿Qué decís? ¿Justo ahora? ¿Cómo puede ser? ¿No te cuidaste? No, seguro sacaste mal las cuentas. No…
— ¡Pará, Tano! Pensé mil veces antes de venir, estuve toda la mañana nerviosa. Yo soy un reloj, pero hice un lío con las pastillas. Cuando Alejo estuvo con paperas, me olvidé de comprarla. No las tomé durante unos días y vos tampoco te cuidaste. Mil veces te lo dije, pero claro, siempre la culpa es mía.

Caminaron hasta el centro comercial sin hablarse. Ella, por enojo; él, por miedo a que la oportunidad de progreso se le escurriera de las manos. “Otro hijo, otra boca para alimentar, el trabajo… todas las fichas completas en Recursos Humanos. ¿Cómo les voy a decir que viene otro pibe en camino? Recién voy a empezar, me prometieron embarcarme en la próxima marea, y ya con novedades…”. Los pensamientos del Tano eran un tsunami.

La hora de la cena fue tan incordiosa como el día: Leíto lloriqueaba por el dolor de encías; Alejo solo quería comer la poca carne del guiso; el padre no levantaba la vista del plato y Lucía quería volver tres semanas atrás para evitar esas dos rayitas que le quitaban la paz.
Las únicas palabras que cruzaron antes de intentar dormir fueron pronunciadas por el Tano: por el momento, no diría nada en la empresa. A Lucía ya no le convenía renunciar, al menos cobraría la ayuda por maternidad y, después, verían qué hacer. Las esperanzas de la esposa de aliviar los dedos entumecidos por el frío del pescado y las madrugadas que en invierno se hacían insoportables se disolvieron como las escamas de hielo bajo las botas que apenas lograban aislarla de la humedad.
Al día siguiente, como cada madrugada, ella se levantó para ir a la planta. El insomnio le dejó su sello debajo de los ojos. Tomó un mate cocido y se vistió en silencio; su esposo podía dormir un rato más, recién a las siete iría a hacerse los análisis para el nuevo trabajo.

El ingreso del Tano a la empresa se demoraba. Según le habían informado en la oficina de personal, se embarcaría en el primer viaje del buque San Salvador, cuya botadura estaba a la espera del regreso de su dueño al país. Sentía que ese día no llegaría nunca. Lucía también padecía cada hora que transcurría, agobiada por las náuseas y una acidez que nada lograba aliviar. Ella tampoco había notificado a su empleador sobre su estado. Aún tenía tiempo, y el ánimo no era el mejor para afrontar el tema. El trabajo le costaba el doble; por las noches, su pena mojaba la almohada. La vida que acunaba no tenía la culpa, y esa inocencia la martirizaba. El instinto maternal se debatía con las dificultades económicas, con las renuncias que deberían asumir. La mirada de los hijos, sus risas y travesuras la hacían imaginar otros ojitos, otra alegría. ¿Sería la niña con la que había soñado para vestirla con gracia, peinarla con cintas y vinchas de colores? En los momentos de oscuridad y desesperación, se planteaba si continuar con ese embarazo no deseado e inoportuno sería un error, pero luego el arrepentimiento le caía con el peso de un castigo divino. “Dios proveerá”, repetía como un mantra, más por formación religiosa que por convicción.

Luego de algunas semanas, en Ezeiza se anunciaba la llegada de un vuelo proveniente de Boston. Emiliano y Lara, su esposa, ansiaban aterrizar a tiempo para abordar el avión que los llevaría a Mar del Plata. Regresaban felices, el tratamiento de fertilidad había resultado exitoso: los mellizos se gestaban sin dificultades. En el Aeropuerto Astor Piazzolla, el hermano del futuro padre los esperaba para conducirlos hasta la casa. Las veredas alfombradas de césped del Barrio Los Troncos estaban bordeadas de robles y liquidámbares cargados de hojas color caoba, fresnos rojos y tilos, crespones y jacarandás de ramas desnudas. Al advertir la llegada de los dueños de casa a través de las cámaras, el encargado de la seguridad abrió el portón de rejas para darles paso al jardín que bordeaba el inmenso chalet de estilo inglés.
Mientras el personal de servicio les servía el té, el matrimonio consultaba sobre los trabajos que habían contratado para la habitación de los niños. Lara devoraba una porción de carrot cake y algunas masitas de limón y jengibre mientras escuchaba las novedades. Luego de la merienda, el matrimonio subió a ver el cuarto infantil. El empapelado de las paredes combinaba con los muebles, lámparas y cortinas, en tonos verde agua, beige y lila. Aún desconocían el sexo de los bebés, pero la ansiedad no les daba plazo para postergar la decoración. Durante los primeros tiempos, los niños compartirían la habitación, luego cada cual tendría su propio espacio y un cuarto especial para juegos. En un par de días, Emiliano retomaría sus actividades; la botadura del San Salvador estaba prevista para la semana siguiente.

Lucía se sentía inquieta. El estrés, los madrugones y las largas horas de trabajo de pie la agotaban; ya no podía cumplir con sus tareas si no dormía una siesta para calmar las puntadas en el vientre. El Tano se había embarcado y no regresaría hasta diez días después. Su madre se quedaba en la casa para ayudar. A pesar del cariño y dedicación que recibía, Lucía se sentía una carga. Al despedirse, el esposo había intentado disimular, pero a ella no le pasó desapercibida la preocupación de su mirada.
Un nuevo cajón la esperaba al costado de la mesada de trabajo. Lucía giró para continuar con la tarea cuando un dolor intenso y un manchón rojo humedeció el blanco del pantalón. “Dios proveerá”, rezaba su mantra.
Alejo tuvo su bicicleta nueva y Leíto una cama de madera lustrada con respaldo. Lucía nunca usó el perfume con aroma a tristeza.


Patricia A Coria