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TALLER DE RESTAURACIÓN
Lorena Hidalgo

Y el teléfono que no para de sonar. Dos mensajes de Pablo, uno de su suegra y al menos ocho del chat de mamis del colegio. Demasiadas cosas para solucionar, tan poco tiempo. Amanda respira profundo.

Contesta los mensajes del teléfono y baja del auto. La dirección que le pasaron coincide con los números en la pared, pero algo la hace dudar: el lugar no parece un taller, sino más bien una vivienda familiar. Busca un timbre inexistente, golpea las manos. Espera una fracción de segundo y pega la vuelta. Vuelvo otro día, piensa. Sale un hombre —no mayor que ella—, inclina la cabeza para saludar.

—¿Sos el restaurador?

El hombre la mira desde la seguridad de una belleza enraizada. Frota sus manos con un trapo que huele a cera. Amanda observa el movimiento pausado, casi hipnótico. Sacude la cabeza.

—¿Arreglás cualquier cosa?

El hombre estira el trapo, después lo abolla con esmero. Se toma unos segundos para responder.

—Restauro infinidad de cosas —dice—. Siempre y cuando valgan la pena.

Que fanfarrón, piensa Amanda. Mira el teléfono, tiene una hora antes de que cierre la panadería. Si no llega a tiempo, tendrá que escuchar a su suegra, «te dije que yo le hacía la torta al nene».

—Si sos carpintero tengo un par de muebles para traerte.

—Prefiero artesano —dice y la invita a pasar—. Conozca mi trabajo antes de tomar una decisión.

Amanda duda: la torta, la suegra. Los muebles, mejor otro día. Aunque la cena con el jefe de Pablo es la semana próxima, la casa tiene que verse impecable, piensa, y el chat de mamis que se enciende: que si el cumple es a las seis en punto, que si fulanito pasa a buscar a menganito, que si hay pronóstico de lluvia.

Ignora el teléfono y entra al taller.

Abre su bolso —tamaño supermercado— y arroja el aparato entre sobres bancarios, horarios escolares, un planificador, un cierre para cambiar, unas barras de proteína, dos agendas, tres lapiceras, un lápiz, un portacosméticos, y algunos blísteres con analgésicos y antiácidos. Al levantar la cabeza, Amanda se encuentra con la segunda incongruencia: el espacio es demasiado reducido para la cantidad de muebles que logra contar. Incluso, parecen agregarse objetos a medida que vuelve al principio; ¿o cambian de lugar? Necesito vacaciones, piensa.

Un chico de unos diez años corre por detrás de un torno. Levanta una mano a modo de saludo. ¿De dónde salió?

—Joaquín —dice el hombre sin levantar el tono—. Entre las maquinas no, es peligroso.

El chico disminuye la velocidad y desaparece por una puerta trasera. Amanda observa el lugar: el torno, un banco de trabajo, una especie de prensa y tableros con herramientas colgadas. Un olor a comida casera se mezcla con el de las maderas barnizadas. Desde algún lugar llega el sonido de una conversación de radio, ¿o son voces de una familia?

—Su hijo, supongo —dice Amanda.

—Chicos —sonríe—, nunca son conscientes del peligro.

Amanda tuerce los labios. Piensa en su hijo y en el bendito yeso que arrasó con todo un verano. El hombre deja el trapo sobre una cómoda, endereza la espalda; parece más alto que antes. La estudia como si recién la descubriera. Luego de unos instantes, dice:

—Veamos en qué puedo ayudarla.

—Tengo unas banquetas.

—¿Puedo preguntar en que año nació? Amanda arquea las cejas. Que desubicado, piensa, me quiere levantar. Sin saber por qué, se quita unos años.

—Soy del 85, ¿eso que tiene que ver?

—Mal año para el cerezo —dice y mueve la cabeza—, mucho bicho. Si fuera del 80.

Amanda supone que está con un pirado que relaciona todo con el oficio. Contiene un insulto. Escucha el sonido del teléfono en el fondo del bolso.

—Cómo te decía, tengo unas banquetas y un.

—Sin embargo, el cerezo es fácil para trabajar —sigue el artesano—. Pulido es precioso, y se oscurece con el tiempo.

Amanda se cruza de brazos. No tengo tiempo para esto, piensa, mejor voy por la torta.

—Disculpá, vuelvo otro día.

El hombre estira una mano, ladea la cabeza. Da una vuelta alrededor de Amanda. Tiene puesto un delantal de cuero, con varios bolsillos. Saca un anotador, un lápiz. Escribe mientras murmura una especie de cálculo. Luego, saca una cinta métrica de otro bolsillo. Da unos pasos hacia ella. Amanda retrocede.

—Estoy algo apurada.

—Ya casi termino, no se preocupe.

—¿Terminás con qué?

Amanda piensa en que ni siquiera empezó a hablar. Abre el bolso, mira el teléfono. La panadería, piensa, la torta, mi suegra y este loco de. El hombre extiende la cinta delante de ella. Tuerce una ceja, dibuja trazos en el aire, asiente con la cabeza.

—Servirá.

—¿De qué hablás? —Amanda levanta el tono, siente la aceleración en el pecho.

Por la puerta del fondo aparece otra vez el chico. Trae una bandeja con una taza y una jarra. Lo sigue una mujer mayor. El niño deja la bandeja sobre una mesa.

—Ya conoce a Joaquín. —El artesano acaricia la cabeza del niño, después señala a la mujer—. Ella es mi madre. La anciana inclina la cabeza a modo de saludo. Luego, llena la taza con la infusión que estaba en la jarra.

Tiene las manos cuarteadas pero luminosas, como enceradas. Las volutas ascienden por el rostro de la anciana, que cierra los ojos y aspira el perfume frutal. Amanda también lo siente: cerezas.

El artesano señala un sillón.

—Tome asiento, por favor.

—La verdad, no tengo tiempo.

—El tiempo es ilimitado si dejamos de buscarlo.

Amanda titubea, no quiere ser descortés. Mira las grietas en el tapizado del sillón, parece un mueble viejo; sin embargo, las patas son nuevas. Se sienta sin reclinarse.

—¿Antiguos o modernos?

—¿Qué cosa? —Amanda sigue desconcertada.

—Los muebles. —El artesano señala a su alrededor—. ¿Prefiere los muebles antiguos o modernos?

—No lo sé, supongo que los antiguos tienen su encanto. Pero los nuevos, son nuevos ¿no?

Observa el taller. Los muebles tienen cierto orden en el caos, como si se agruparan por estilos. Cómodas francesas, armarios provenzales, un perchero Thonet, espejos barrocos y mesas contemporáneas con patas tan robustas como las de un elefante.

—Además de embellecer un lugar, los muebles cumplen una función. Algunos guardan cosas, otros ofrecen descanso, ¿usted es de guardar mucho?

—Como todo el mundo. —La anciana le acerca una taza, huele exquisito—. Bueno, a lo mejor, un poco más.

—Le gusta el orden —dice el artesano. Amanda agradece la infusión. A medida que bebe, la espalda se relaja. No hace falta que la anciana le pregunte por el azúcar, está justo como ella lo toma. El calor le abraza el pecho, los recuerdos asoman: la casa de los abuelos, la pasta del domingo, tardes de lluvia y torta fritas.

—Me ocupo de muchas cosas a la vez —dice Amanda—. El orden en mi vida es fundamental.

—Entiendo. Necesita tener todo a mano y en el lugar exacto. Para no perder tiempo, digamos.

—El tiempo es importante. ¿No le parece?

Amanda descubre una media sonrisa en el rostro de la anciana. Luego, el niño agarra la bandeja y ambos desaparecen por donde vinieron. Toma otro sorbo de té, acomoda el cuerpo contra el respaldo, apoya la cabeza. Cierra los ojos por un instante, percibe los sonidos con una intensidad fabulosa: el fluir del agua, el aleteo de una mariposa sobre una lavanda, las agujas de un reloj que se detienen.

El artesano busca una herramienta. Amanda ni siquiera se da cuenta, su mente está en el primer aniversario con Pablo, en los cumpleaños, en las fiestas escolares, en las juntadas con las amigas de la facultad, en las vacaciones familiares, en las navidades. Tanta gente, piensa, tanta soledad.

El artesano vuelve, se inclina sobre ella.

El formón hace el primer rebaje sobre el brazo de Amanda.

El aroma a cerezo impregna el lugar. Amanda abre los ojos, la taza cae, pero ella sigue inmóvil. Las virutas vuelan y forman un tapiz rojizo en el suelo. El artesano trabaja en silencio, con precisión, sin pausa. Acaricia cada centímetro del cuerpo antes de clavar la herramienta. Busca las vetas, las dibuja con el dedo; luego hunde el bisel en el punto exacto.

Amanda toma forma.

El artesano curva algunas líneas, aplana otras; despliega las manos que huelen a cedro, como si fueran herramientas. De manera meticulosa, tornea las patas, lija la superficie, talla unas hojas de muérdago. La laca natural vuelve a la madera sedosa, el cerezo resplandece como si tuviera luces navideñas.

Después de varias horas, el artesano admira su trabajo. Las sombras cubren el taller, los muebles se acurrucan entre ellos. La tarde se desvanece. Joaquín aparece con un mensaje de la abuela. Satisfecho, el artesano disfruta de una cena en familia. Pero antes, pone un espejo enorme delante de la nueva obra.

De estar todavía ahí, Amanda podrá admirar un bello secreter de estilo moderno. Con incontables cajones —algunos ocultos— y un reloj sin agujas, rodeado de hojas labradas. También verá un bolso —tamaño supermercado—, apoyado sobre el acabado brillante. Tal vez, si prestas atención, escucharás el sonido incesante de un teléfono en su interior.

Lorena Hidalgo es autora del libro Lo inexorable
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PLAN DE EVASIÓN
Por Mariano Quirós*

Preocupados por eso que llamamos cancelación, quienes pretendemos hacer mella en la vida cultural de la patria no prestamos cuidado suficiente a la charlatanería que impuso el presidente electo Javier Milei. Brutal, mersa de tan extrema, la violencia del personaje en cuestión puso en segundo plano —arrasó— nuestros miramientos, nuestra sensibilidad encendida, nuestra conspiranoia al momento de leer. No quiero herir otras sensibilidades —la pucha, debería—, pero hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez.

De puro comedidas, las maestras del jardín de mi hijo censuraron un libro que decía muchas veces la palabra “tonto”. “Yo no soy ningún tonto”, se repite una y otra vez el señor Augusto. Mientras tanto, por televisión admitían como una posibilidad la compra venta de órganos, de niños, la contaminación a gran escala, y un largo etcétera que los biempensantes acaso no toleramos concebir. O concebimos sólo como parte de las distopías que más tarde venderemos a buen bajo precio.

“Como no puedo ser evasor, vivo de evadirme”, dijo hace poco un amigo poeta. Quién pudiera. A veces, casi siempre, siento que puedo. Y entonces leo, me enfrasco en una novela, en un par de cuentos, en el extraño mundo de mi hijo. (Hasta los siete, ocho años –me dijo una vez Elvio Gandolfo—, los niños parecen seres de otro mundo, hay que atender nomás a la manera en que nos miran o dejan de mirarnos).

Quizás ahora que vienen tiempos —no quiero decir oscuros, no quiero decir complejos… ¿extraños?, ¿interesantes, a la manera en que dicen interesante los orientales?... les diré “estúpidos”, tiempos estúpidos—, quizás ahora que vienen esos tiempos consigamos evadirnos. Evadirnos, como reclamaba Aira, de nosotrxs.

En los años 90, y como una manera de fortalecer el indigno salario docente de la época, mi padre cotejó mil y un emprendimientos absurdos: desde la venta de autopartes (iba por los comercios del rubro con un catálogo ridículo bajo el brazo) hasta la venta de pollos (iba casa por casa ofreciendo pollos del tamaño de palomas). Por supuesto que cada ensayo fue un fracaso rotundo. Hoy nos reímos, pero supongo que entonces se habrá sentido penoso. De sobrevivir a la dictadura con los milicos respirándole en la nuca, ahora le tocaban, como a todos, los malabares económicos a que nos sometía el menemismo. Me permito forzar el asunto: las autopartes y los pollos eran también una forma de evasión. Mi padre sabía —no podía no saber— que la empresa era irrisoria, pero hab una búsqueda que trascendía la mera desesperación económica. A veces pienso que de revelarse el motivo de esa búsqueda acabaríamos volando por el aire.

“Como una novela no puede escribirse sin conflicto —dice Aira—, los nuevos novelistas, que no lo tienen, deben inventarlo”.

El año pasado mi padre publicó Cuando cuidábamos el fuego —título hermoso, acaso místico, pero yo no puedo decirlo, soy su hijo—, libro que no es otra cosa que una memoria de los años de dictadura. La manera en que un grupo de militantes montoneros de base —él, mi mamá, y otros cuantos compañeros— se las ingeniaron para no morir de pena y para, sencillamente, no morir. O que no los maten, mejor dicho. En un capítulo narra la visita del Papa Juan Pablo II. Era 1982 y el Papa venía a declarar la derrota en Malvinas. Desde Resistencia, donde vivían a medias camuflados —todo el mundo sabía quiénes eran y lo que hacían—, entregados a una militancia tan elemental como temeraria, mi padre y tres de sus compañeros sentían que “algo más había que hacer”. Así es que se montaron al Taunus de mi tío Oscar y emprendieron el viaje con la idea de llegar a Luján, donde el Papa oficiaría una de sus misas, y entregarle una carta a alguno de sus emisarios. Un párrafo de la carta que iban a entregar decía: “Como miembros del movimiento nacional y popular perseguido, y movidos por las expectativas de democracia y justicia social de nuestro pueblo, pedimos a Su Santidad que requiera a sus interlocutores en la Junta Militar: convocatoria inmediata a elecciones, libertad de los presos políticos, aparición con vida de los desaparecidos”. Un viaje de objetivo más o menos claro y de destino incierto, admitirá mi padre, que en medio de una multitud enardecida apenas si alcanzó a dejar la dichosa carta en manos de un cura cuya función era mantener en alto el ánimo de la feligresía.

Micromilitancia, diríamos hoy. Ir detrás del Papa. Un posible plan de evasión, también. Qué se puede hacer salvo ver películas, cantaba Charly. Qué se puede hacer salvo ver series. Como me autopercibo optimista, creo que se puede hacer de todo.

De momento, ya saben, si me ven vendiendo pollos en una esquina o invocando a Bergoglio, no se trata de vulgar desesperación. Es la manera que encuentro de evadirme antes de pasar a la acción verdadera.

*Mariano Quirós nació en Resistencia, Chaco en 1979. Es escritor y editor, autor de diversas obras galardonadas. Entre ellas encontramos Robles (Premio Bienal Federal), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets de Novela). Además de destacar por sus novelas, Quirós también ha recibido galardones por sus cuentos. En colaboración con otros escritores como Pablo Black y Germán Parmetler, llegó incluso a publicar una antología de cuentos, Cuatro perras noches, con ilustraciones a cargo de Luciano Acosta. En la actualidad dirige, junto a Pablo Black, el sello editorial Colección Mulita. Ver bio completa en este enlace.
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ORCAS
Ramiro Cachile

El hombre está muriendo. La muerte es un lugar solitario. Todo lo que alcanza su vista es blanco. Todo lo que alcanzan sus oídos es artificial. Vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a concentrarse en esto. El movimiento del mar: inevitable. Un bamboleo suave, constante. El mar duerme al sol. Uno a cada lado de la rueda del tractor. Flotan, espalda contra espalda. Sostienen sus cañas. No hay pique. Están desnudos. El agua les moja las nalgas. Hablan de las chicas del bar de anoche. Eran hermanas o eso entendieron. Quizás eran primas. Ellos querrían que fueran hermanas. Sienten que eso reforzará la historia, que eso la hará recordable.

No saben, no pueden saber. Son jóvenes. Los años degluten la memoria.

Una brisa llega desde la tierra. Una brisa y un murmullo, como un sollozo, como un lamento. En la costa, la gente grita: cien, doscientos, trescientos metros más allá. Entre ellos, entre ellos y el resto del mundo, se desgañitan las gaviotas. Se pelean por los peces. El viento no trae palabras, trae semillas de un lenguaje primitivo. Las rompientes. La tierra y el mar dialogan. Un matrimonio antiguo como las estrellas. Del otro lado, se forma una tormenta. Acaricia el cielo, se pliega al agua. En el horizonte, una línea brillante, fina, alargada, como el registro del monitor cardíaco. Una fosforescencia esencial. La frontera de todas las cosas. Se quedan en silencio. Las nubes del fondo se deshacen, como cortinas de vapor, como polvo de cenizas. Un paraíso imposible, una acuarela de grises, de electricidad. No pueden distinguir si el agua sube, baja o levita. Para ellos, todavía el sol.

Alguien le acaricia la frente, le dice que ya puede descansar, que todo va a estar bien.

Ellos disfrutan, sus pieles rojas, los pelos tostados, las antiparras sobre la cabeza. La corriente del Brasil gira bruscamente la rueda. El agua ahora es cálida. Empiezan a tambalear. La superficie se agita, pierden el control de sus cuerpos. Son parte de un todo, son nada en la nada. Guardan sus cañas. El mar respira géiseres, habla con silbidos, con gritos impulsivos. Islas de carne, negras y blancas, avanzan hacia el sur del mundo. Son diez jorobas, son cincuenta, cien; son miles. Se elevan, las más hábiles. Vuelan, bailan en el aire, el agua les resbala por el cuerpo como infinitas cascadas, caen. Siguen su camino. Migran.

Las más jóvenes delante, las cazadoras. Las más grandes detrás, las madres.

Ellos se agarran de la rueda, gritan, agitan las manos, agradecen a los dioses que ven. Una revelación, una epifanía. Ahora la tormenta está encima de ellos. La luz de la habitación parpadea. Después todo se apaga, todo se calma, como en un eclipse de sol, como un milagro incontestable.

 
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