TALLER DE RESTAURACIÓN
Lorena Hidalgo
Y el teléfono que no para de sonar. Dos mensajes de Pablo, uno de su suegra y al menos ocho del chat de mamis del colegio. Demasiadas cosas para solucionar, tan poco tiempo.
Amanda respira profundo.
Contesta los mensajes del teléfono y baja del auto. La dirección que le pasaron coincide con los números en la pared, pero algo la hace dudar: el lugar no parece un taller, sino más bien una vivienda familiar. Busca un timbre inexistente, golpea las manos. Espera una fracción de segundo y pega la vuelta. Vuelvo otro día, piensa.
Sale un hombre —no mayor que ella—, inclina la cabeza para saludar.
—¿Sos el restaurador?
El hombre la mira desde la seguridad de una belleza enraizada. Frota sus manos con un trapo que huele a cera. Amanda observa el movimiento pausado, casi hipnótico. Sacude la cabeza.
—¿Arreglás cualquier cosa?
El hombre estira el trapo, después lo abolla con esmero. Se toma unos segundos para responder.
—Restauro infinidad de cosas —dice—. Siempre y cuando valgan la pena.
Que fanfarrón, piensa Amanda. Mira el teléfono, tiene una hora antes de que cierre la panadería. Si no llega a tiempo, tendrá que escuchar a su suegra, «te dije que yo le hacía la torta al nene».
—Si sos carpintero tengo un par de muebles para traerte.
—Prefiero artesano —dice y la invita a pasar—. Conozca mi trabajo antes de tomar una decisión.
Amanda duda: la torta, la suegra. Los muebles, mejor otro día. Aunque la cena con el jefe de Pablo es la semana próxima, la casa tiene que verse impecable, piensa, y el chat de mamis que se enciende: que si el cumple es a las seis en punto, que si fulanito pasa a buscar a menganito, que si hay pronóstico de lluvia.
Ignora el teléfono y entra al taller.
Abre su bolso —tamaño supermercado— y arroja el aparato entre sobres bancarios, horarios escolares, un planificador, un cierre para cambiar, unas barras de proteína, dos agendas, tres lapiceras, un lápiz, un portacosméticos, y algunos blísteres con analgésicos y antiácidos.
Al levantar la cabeza, Amanda se encuentra con la segunda incongruencia: el espacio es demasiado reducido para la cantidad de muebles que logra contar. Incluso, parecen agregarse objetos a medida que vuelve al principio; ¿o cambian de lugar? Necesito vacaciones, piensa.
Un chico de unos diez años corre por detrás de un torno. Levanta una mano a modo de saludo. ¿De dónde salió?
—Joaquín —dice el hombre sin levantar el tono—. Entre las maquinas no, es peligroso.
El chico disminuye la velocidad y desaparece por una puerta trasera. Amanda observa el lugar: el torno, un banco de trabajo, una especie de prensa y tableros con herramientas colgadas. Un olor a comida casera se mezcla con el de las maderas barnizadas. Desde algún lugar llega el sonido de una conversación de radio, ¿o son voces de una familia?
—Su hijo, supongo —dice Amanda.
—Chicos —sonríe—, nunca son conscientes del peligro.
Amanda tuerce los labios. Piensa en su hijo y en el bendito yeso que arrasó con todo un verano. El hombre deja el trapo sobre una cómoda, endereza la espalda; parece más alto que antes. La estudia como si recién la descubriera. Luego de unos instantes, dice:
—Veamos en qué puedo ayudarla.
—Tengo unas banquetas.
—¿Puedo preguntar en que año nació?
Amanda arquea las cejas. Que desubicado, piensa, me quiere levantar. Sin saber por qué, se quita unos años.
—Soy del 85, ¿eso que tiene que ver?
—Mal año para el cerezo —dice y mueve la cabeza—, mucho bicho. Si fuera del 80.
Amanda supone que está con un pirado que relaciona todo con el oficio. Contiene un insulto. Escucha el sonido del teléfono en el fondo del bolso.
—Cómo te decía, tengo unas banquetas y un.
—Sin embargo, el cerezo es fácil para trabajar —sigue el artesano—. Pulido es precioso, y se oscurece con el tiempo.
Amanda se cruza de brazos. No tengo tiempo para esto, piensa, mejor voy por la torta.
—Disculpá, vuelvo otro día.
El hombre estira una mano, ladea la cabeza. Da una vuelta alrededor de Amanda. Tiene puesto un delantal de cuero, con varios bolsillos. Saca un anotador, un lápiz. Escribe mientras murmura una especie de cálculo. Luego, saca una cinta métrica de otro bolsillo. Da unos pasos hacia ella. Amanda retrocede.
—Estoy algo apurada.
—Ya casi termino, no se preocupe.
—¿Terminás con qué?
Amanda piensa en que ni siquiera empezó a hablar. Abre el bolso, mira el teléfono. La panadería, piensa, la torta, mi suegra y este loco de. El hombre extiende la cinta delante de ella. Tuerce una ceja, dibuja trazos en el aire, asiente con la cabeza.
—Servirá.
—¿De qué hablás? —Amanda levanta el tono, siente la aceleración en el pecho.
Por la puerta del fondo aparece otra vez el chico. Trae una bandeja con una taza y una jarra. Lo sigue una mujer mayor. El niño deja la bandeja sobre una mesa.
—Ya conoce a Joaquín. —El artesano acaricia la cabeza del niño, después señala a la mujer—. Ella es mi madre.
La anciana inclina la cabeza a modo de saludo. Luego, llena la taza con la infusión que estaba en la jarra.
Tiene las manos cuarteadas pero luminosas, como enceradas. Las volutas ascienden por el rostro de la anciana, que cierra los ojos y aspira el perfume frutal. Amanda también lo siente: cerezas.
El artesano señala un sillón.
—Tome asiento, por favor.
—La verdad, no tengo tiempo.
—El tiempo es ilimitado si dejamos de buscarlo.
Amanda titubea, no quiere ser descortés. Mira las grietas en el tapizado del sillón, parece un mueble viejo; sin embargo, las patas son nuevas. Se sienta sin reclinarse.
—¿Antiguos o modernos?
—¿Qué cosa? —Amanda sigue desconcertada.
—Los muebles. —El artesano señala a su alrededor—. ¿Prefiere los muebles antiguos o modernos?
—No lo sé, supongo que los antiguos tienen su encanto. Pero los nuevos, son nuevos ¿no?
Observa el taller. Los muebles tienen cierto orden en el caos, como si se agruparan por estilos. Cómodas francesas, armarios provenzales, un perchero Thonet, espejos barrocos y mesas contemporáneas con patas tan robustas como las de un elefante.
—Además de embellecer un lugar, los muebles cumplen una función. Algunos guardan cosas, otros ofrecen descanso, ¿usted es de guardar mucho?
—Como todo el mundo. —La anciana le acerca una taza, huele exquisito—. Bueno, a lo mejor, un poco más.
—Le gusta el orden —dice el artesano.
Amanda agradece la infusión. A medida que bebe, la espalda se relaja. No hace falta que la anciana le pregunte por el azúcar, está justo como ella lo toma. El calor le abraza el pecho, los recuerdos asoman: la casa de los abuelos, la pasta del domingo, tardes de lluvia y torta fritas.
—Me ocupo de muchas cosas a la vez —dice Amanda—. El orden en mi vida es fundamental.
—Entiendo. Necesita tener todo a mano y en el lugar exacto. Para no perder tiempo, digamos.
—El tiempo es importante. ¿No le parece?
Amanda descubre una media sonrisa en el rostro de la anciana. Luego, el niño agarra la bandeja y ambos desaparecen por donde vinieron. Toma otro sorbo de té, acomoda el cuerpo contra el respaldo, apoya la cabeza. Cierra los ojos por un instante, percibe los sonidos con una intensidad fabulosa: el fluir del agua, el aleteo de una mariposa sobre una lavanda, las agujas de un reloj que se detienen.
El artesano busca una herramienta.
Amanda ni siquiera se da cuenta, su mente está en el primer aniversario con Pablo, en los cumpleaños, en las fiestas escolares, en las juntadas con las amigas de la facultad, en las vacaciones familiares, en las navidades. Tanta gente, piensa, tanta soledad.
El artesano vuelve, se inclina sobre ella.
El formón hace el primer rebaje sobre el brazo de Amanda.
El aroma a cerezo impregna el lugar. Amanda abre los ojos, la taza cae, pero ella sigue inmóvil. Las virutas vuelan y forman un tapiz rojizo en el suelo. El artesano trabaja en silencio, con precisión, sin pausa. Acaricia cada centímetro del cuerpo antes de clavar la herramienta. Busca las vetas, las dibuja con el dedo; luego hunde el bisel en el punto exacto.
Amanda toma forma.
El artesano curva algunas líneas, aplana otras; despliega las manos que huelen a cedro, como si fueran herramientas. De manera meticulosa, tornea las patas, lija la superficie, talla unas hojas de muérdago. La laca natural vuelve a la madera sedosa, el cerezo resplandece como si tuviera luces navideñas.
Después de varias horas, el artesano admira su trabajo. Las sombras cubren el taller, los muebles se acurrucan entre ellos. La tarde se desvanece. Joaquín aparece con un mensaje de la abuela. Satisfecho, el artesano disfruta de una cena en familia. Pero antes, pone un espejo enorme delante de la nueva obra.
De estar todavía ahí, Amanda podrá admirar un bello secreter de estilo moderno. Con incontables cajones —algunos ocultos— y un reloj sin agujas, rodeado de hojas labradas.
También verá un bolso —tamaño supermercado—, apoyado sobre el acabado brillante. Tal vez, si prestas atención, escucharás el sonido incesante de un teléfono en su interior.
|
PLAN DE EVASIÓN
Por Mariano Quirós*
Preocupados por eso que llamamos cancelación, quienes pretendemos hacer mella en la vida cultural de la patria no prestamos cuidado suficiente a la charlatanería que impuso el presidente electo Javier Milei. Brutal, mersa de tan extrema, la violencia del personaje en cuestión puso en segundo plano —arrasó— nuestros miramientos, nuestra sensibilidad encendida, nuestra conspiranoia al momento de leer. No quiero herir otras sensibilidades —la pucha, debería—, pero hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez.
De puro comedidas, las maestras del jardín de mi hijo censuraron un libro que decía muchas veces la palabra “tonto”. “Yo no soy ningún tonto”, se repite una y otra vez el señor Augusto. Mientras tanto, por televisión admitían como una posibilidad la compra venta de órganos, de niños, la contaminación a gran escala, y un largo etcétera que los biempensantes acaso no toleramos concebir. O concebimos sólo como parte de las distopías que más tarde venderemos a buen bajo precio.
“Como no puedo ser evasor, vivo de evadirme”, dijo hace poco un amigo poeta. Quién pudiera. A veces, casi siempre, siento que puedo. Y entonces leo, me enfrasco en una novela, en un par de cuentos, en el extraño mundo de mi hijo. (Hasta los siete, ocho años –me dijo una vez Elvio Gandolfo—, los niños parecen seres de otro mundo, hay que atender nomás a la manera en que nos miran o dejan de mirarnos).
Quizás ahora que vienen tiempos —no quiero decir oscuros, no quiero decir complejos… ¿extraños?, ¿interesantes, a la manera en que dicen interesante los orientales?... les diré “estúpidos”, tiempos estúpidos—, quizás ahora que vienen esos tiempos consigamos evadirnos. Evadirnos, como reclamaba Aira, de nosotrxs.
En los años 90, y como una manera de fortalecer el indigno salario docente de la época, mi padre cotejó mil y un emprendimientos absurdos: desde la venta de autopartes (iba por los comercios del rubro con un catálogo ridículo bajo el brazo) hasta la venta de pollos (iba casa por casa ofreciendo pollos del tamaño de palomas). Por supuesto que cada ensayo fue un fracaso rotundo. Hoy nos reímos, pero supongo que entonces se habrá sentido penoso. De sobrevivir a la dictadura con los milicos respirándole en la nuca, ahora le tocaban, como a todos, los malabares económicos a que nos sometía el menemismo. Me permito forzar el asunto: las autopartes y los pollos eran también una forma de evasión. Mi padre sabía —no podía no saber— que la empresa era irrisoria, pero hab una búsqueda que trascendía la mera desesperación económica. A veces pienso que de revelarse el motivo de esa búsqueda acabaríamos volando por el aire.
“Como una novela no puede escribirse sin conflicto —dice Aira—, los nuevos novelistas, que no lo tienen, deben inventarlo”.
El año pasado mi padre publicó Cuando cuidábamos el fuego —título hermoso, acaso místico, pero yo no puedo decirlo, soy su hijo—, libro que no es otra cosa que una memoria de los años de dictadura. La manera en que un grupo de militantes montoneros de base —él, mi mamá, y otros cuantos compañeros— se las ingeniaron para no morir de pena y para, sencillamente, no morir. O que no los maten, mejor dicho. En un capítulo narra la visita del Papa Juan Pablo II. Era 1982 y el Papa venía a declarar la derrota en Malvinas. Desde Resistencia, donde vivían a medias camuflados —todo el mundo sabía quiénes eran y lo que hacían—, entregados a una militancia tan elemental como temeraria, mi padre y tres de sus compañeros sentían que “algo más había que hacer”. Así es que se montaron al Taunus de mi tío Oscar y emprendieron el viaje con la idea de llegar a Luján, donde el Papa oficiaría una de sus misas, y entregarle una carta a alguno de sus emisarios. Un párrafo de la carta que iban a entregar decía: “Como miembros del movimiento nacional y popular perseguido, y movidos por las expectativas de democracia y justicia social de nuestro pueblo, pedimos a Su Santidad que requiera a sus interlocutores en la Junta Militar: convocatoria inmediata a elecciones, libertad de los presos políticos, aparición con vida de los desaparecidos”. Un viaje de objetivo más o menos claro y de destino incierto, admitirá mi padre, que en medio de una multitud enardecida apenas si alcanzó a dejar la dichosa carta en manos de un cura cuya función era mantener en alto el ánimo de la feligresía.
Micromilitancia, diríamos hoy. Ir detrás del Papa. Un posible plan de evasión, también. Qué se puede hacer salvo ver películas, cantaba Charly. Qué se puede hacer salvo ver series. Como me autopercibo optimista, creo que se puede hacer de todo.
De momento, ya saben, si me ven vendiendo pollos en una esquina o invocando a Bergoglio, no se trata de vulgar desesperación. Es la manera que encuentro de evadirme antes de pasar a la acción verdadera.
*Mariano Quirós nació en Resistencia, Chaco en 1979. Es escritor y editor, autor de diversas obras galardonadas. Entre ellas encontramos Robles (Premio Bienal Federal), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets de Novela). Además de destacar por sus novelas, Quirós también ha recibido galardones por sus cuentos. En colaboración con otros escritores como Pablo Black y Germán Parmetler, llegó incluso a publicar una antología de cuentos, Cuatro perras noches, con ilustraciones a cargo de Luciano Acosta. En la actualidad dirige, junto a Pablo Black, el sello editorial Colección Mulita. Ver bio completa en este enlace.
|
Exagorazómenoi tón kairón
Luis Benítez
Llevaban dos horas remontando el Tíber cuando comenzó a llover. El anciano volvió de su ensueño cuando el remero nubio tironeó suavemente de la punta de su manto.
—Padre, padre… —le susurró el negro, cuidando de no sacudirlo demasiado bruscamente.
El anciano lo miró como si fuera la primera vez y luego su rostro ajado se distendió en algo que él creía que era una sonrisa: apenas una rajadura sobre su larga barba canosa.
—Está bien… —masculló el viejo. Aunque lo dijo en un tono bajo, su voz potente sonó demasiado fuerte.
El nubio insistió, cubriéndose el rostro con la caperuza, mientras intentaba seguir conservando el equilibrio en la angosta embarcación. Sabía que iba a ser inútil insistirle al viejo con que se refugiara de la lluvia bajo el techo de cuero que cubría la popa de la canoa, pero igualmente lo hizo.
—Déjame aquí, Manes, aquí está bien. Quiero verla al llegar —volvió a sonar el vozarrón del anciano.
Manes el nubio se inclinó y luego se sentó con cuidado en el banco de madera, los pies helados por el agua que ocupaba el fondo de la embarcación. Después retomó los remos y comenzó a batirlos con fuerza, ansioso por calentarse con el ejercicio vigoroso de sus grandes músculos.
El anciano suspiró al ver crecer el contorno del muelle lejano y alzó la vista lentamente. Sí, allí estaba: sucia, vieja, magnífica. El monte del centro de la ciudad, que apenas podía ver, cubierto de construcciones, le pareció más pequeño que el de sus recuerdos. Anochecía y el cielo se desangraba más allá de la Vía Apia.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras se acercaban al muelle. No podía atribuirlo exclusivamente a la humedad del Tíber ni a la lluvia helada que le empapaba la túnica desteñida, el manto cubierto de remiendos, las sandalias raídas, y se filtraba hasta su carne enjuta, apretada empecinadamente a los huesos.
A pesar de la lluvia un grupo de niños estaba pescando en la orilla, a cincuenta metros del muelle.
—Padre… —susurró el negro.
—Sí, sí… —se oyó la voz del viejo, que cruzó la superficie del río y se perdió entre los lejanos juncos lentamente.
Uno de los niños señaló al negro y todos comenzaron a gritarle obscenidades en un mal latín. Luego, cuando la canoa se acercó un poco más a la orilla donde estaban, un rubio que no tendría más de siete años se abrió las ropas y les mostró el pene minúsculo, sacudiéndolo con ambas manos en dirección a ellos. Los demás niños lo imitaron y comenzaron a orinar; el rubio hizo lo mismo, tras vacilar un rato.
Riendo, Manes cambió la dirección de la canoa, llevándola más al centro del río.
El anciano no sonrió, sino que con disgusto se cubrió el rostro con la capucha del manto astroso.
—Tal vez sería mejor seguir hasta los pantanos —sugirió el remero.
El anciano no contestó enseguida.
—Siempre será igual esta ciudad. Siempre —resonó su voz luego— vamos para allá, hijo mío. Rema más despacio, tenemos que perder algo de tiempo mientras viene la noche.
Las antorchas del suburbio Paludes ya estaban encendidas cuando el nubio ató la canoa a un grueso manojo de juncos. Luego, pese a las protestas del anciano, lo tomó en sus brazos y lo cargó hasta permitirle ponerse de pie sobre la orilla barrosa.
El silencio sólo era cortado por el croar de las ranas y por algunos gritos aislados, que de tanto en tanto venían del barrio invisible.
Debían esperar.
La lluvia se estaba desplomando más pesadamente cuando vieron la antorcha de resina que avanzaba hacia ellos.
Manes se adelantó, aferrando algo escondido entre sus ropas.
El que portaba la antorcha la inclinó sobre su rostro para hacerlo visible, y el negro soltó aliviado la vaina del cuchillo cuando el otro trazó un signo en el aire con la antorcha. Los dos hombres se abrazaron en silencio y el de la antorcha besó las mejillas del negro.
El anciano los veía hacer con impaciencia.
El de la antorcha se le acercó reverentemente y, al llegar junto a él, se arrodilló e intentó besar el barro que había salpicado los bordes de su manto.
—Padre, padre, santísimo padre… —musitó el joven.
—Vamos, vamos, déjate ya de eso —gruñó el anciano, haciéndole incorporar.
—¿Cómo te llamas tú, hermano? —susurró Manes a espaldas del viejo.
—Aesculus, Aesculus Caius Ilirius… perdón —balbuceó el joven, volviéndose nuevamente hacia el anciano e inclinando la cabeza—, fui bautizado Simeón.
—Está bien, está bien, Simeón. Llévanos de una vez.
Marcharon en la oscuridad, mientras Aesculus-Simeón susurraba que los había visto desviarse del punto acordado, comprendido la maniobra y los había seguido hasta el lugar del desembarco. Yendo al frente con la antorcha, el joven dirigía al anciano todas las miradas furtivas que podía.
Fastidiado, el anciano pensó que el jovencito se dirigía a él con la misma reverencia supersticiosa que habría seguramente empleado uno, dos, tres años antes, al acercarse a un sacerdote de cualquiera de los cultos que ornaban con sus templos la ciudad. Ese pensamiento lo atormentaba desde… ¿cuánto tiempo atrás? ¿Veinte, treinta años, cuarenta…? ¿Cuándo había comenzado todo aquello?
Recordaba que durante los primeros años el entusiasmo que sentía le había hecho obviar lo que comprobaba sin embargo cada día. Cada vez que hablaba en público sentía que persuadía (a los pocos que lograba persuadir en aquellas épocas), no porque despertara en ellos la pasión y aun mejor, el entendimiento de que sus palabras eran la verdad. Ya entonces se mordía los labios al contemplar las lágrimas, los suspiros, las bocas temblorosas que se quedaban sin palabras con las que replicarle; las manos que se extendían hacia él, buscando tocarlo, comprobar que era un hombre. Lo quemaba su contacto porque comprendía que poco o nada había logrado cambiar en aquellos a los que había, simplemente, conmovido. Lo seguirían, sí, pero no del modo en que él quería que lo hicieran. Lo seguirían sus cuerpos, sus emociones, su devoción extrema que llevaría a muchos a la muerte o a momentos peores que la muerte, pero el entendimiento no. No el entendimiento de sus razones, precisamente aquello que hacía tan fuerte la convicción del anciano. El sentido mismo de su oratoria y de cada una de sus acciones, se repetía en los momentos de mayor amargura, siempre estaría lejos de todos ellos.
Bordearon las orillas del barrio Paludes, demasiado peligroso de noche y de día como para cruzarlo sin armas (el nubio nada le había dicho al anciano de lo que llevaba entre las ropas, una precaución que de todos modos iba a ser insuficiente, definitivamente inútil, si algo sucedía en un lugar como Paludes).
Simeón intentó ayudarlo a subir una cuesta, pero el anciano rechazó disgustado el brazo que se le extendía. Luego recapacitó, suspiró, y antes de subir como pudo aquel repecho, intentó dirigirle una sonrisa al ruborizado muchacho, algo que fuera reconfortante como el beso de la paz, pero no lo logró. No podía.
Detestaba aquellas miradas que le dirigían, la dulzura y simplicidad que empleaban para hablarle, el respeto profundo con que se expresaban ante él.
Cuando le preguntaban… aquello le daba asco, no podía evitarlo. Era como si le preguntaran por Apolo, por Mercurio, por Jano, por cualquiera de los huecos dioses de bronce que ornaban las esquinas, los templos, las capillas de las casas de los magnates de la Vía Flaminia. Con la misma credulidad con la que sus padres y ellos mismos se habían inclinado ante cualquier griego mentiroso que les dijera que en Esmirna o en Capadocia se le había aparecido uno de los inmortales (siempre lejos, pues los dioses viven y se manifiestan lejos).
No, no lo había conocido.
No, nunca lo había tratado.
No, no era verdad, jamás había compartido su comida y su bebida.
No, no había escuchado su palabra directamente de sus labios.
Inútil, inútil decirles que todo aquello era nada, no significaba nada, que lo importante era otra cosa. Siempre sería otra cosa.
Ellos querían saber cómo era su cabello.
Hastiado, él mencionaba cómo le habían dicho que era y luego les preguntaba —trataba de inducirlos a preguntarse a sí mismos, como le aseguraban que lo había hecho Sócrates— si que fuera rubio o moreno cambiaba algo. Rápidamente le decían que no, tras un momento de perplejidad, para luego preguntar por su ropa, el tono de su voz, que cómo era de alto.
Sabía que, con paciencia, debía ir induciéndolos a reflexionar sobre otros aspectos de lo que aquél les había enseñado y que, como le había aconsejado hacía ya una eternidad el mismo hombre al que iba a encontrar en esa ciudad ajada, debía aprovechar esa curiosidad infantil de los que se interesaban en las enseñanzas para conducirlos hacia lo importante.
El hombre con el que iba a volver a verse le había recomendado, antes de que se separaran por primera vez (¿hacía ya veinte, treinta, cuarenta años?) que observara, por ejemplo, la paciencia de Mateo, su dulzura, la ternura de su voz, la pacífica calma con la que se dirigía a los demás.
Pero sencillamente él no podía hacer nada semejante. Quería hablar con dulzura y le surgía de la garganta aquella voz áspera y fuerte, la que incluso a su edad todavía era capaz de imponerse a las sumadas de toda una multitud de incrédulos, reducirlos a silencio y obligarlos a escuchar. La voz que había predicado por toda el Asia Menor no estaba hecha para la conversación íntima, la que convence finalmente, delgada y suave como un chorrito de agua que, invencible y persistente, sigue escurriéndose sobre la piedra hasta que abre un hueco en ella y la horada de lado a lado. Petro, el hombre al que iba a ver, tenía ese tipo de voz; él no.
Aquel por quien le preguntaron y le preguntaban lo sabía y había puesto a Petro muy atinadamente al frente de todo. Él jamás había dudado de lo correcto de aquella elección. Él, lo hubiese arruinado todo. No, no estaba hecho como Petro para esperar, organizar, diferir, avanzar despacio, retroceder, insistir, postergar, repetir, reintentar. Él, pesarosamente siempre, hacía mucho que había comprendido que su destino eran las multitudes de incrédulos, la arenga, el látigo de la lengua flameando sobre las conciencias, la fuerza corrosiva de sus afirmaciones que derribaban ídolos, hacía retroceder las costumbres, variar los hábitos que generaciones y generaciones de supersticiosos habían plasmado en el espíritu de sus contemporáneos.
Tanto se concentró en esto, que cuando le indicaron que habían llegado a destino creyó por un momento que iba a ver a Petro de inmediato y se emocionó fuertemente. Aunque Manes le había explicado paso por paso las instrucciones que había recibido directamente de labios de Petro para hacerlo ingresar en la ciudad, que se entrevistaran y luego pudiera partir con seguridad y sin ser detectado (y ello incluía que no se verían la primera noche, sino al día siguiente) todo lo había olvidado al sumergirse en sus mortificaciones, en la rueda de moler sus amarguras. Se sintió desencantado al no ver a Petro, sino a una reverente posadera que les daría de comer en aquel sitio seguro donde debían pasar la noche. Sí, se lo habían dicho, pero de todos modos se sentía desencantado.
Mientras partía el pan volvió a distraerse, pensando en que, después de todo, él en algo se parecía a los que lo amargaban con aquella fe irreflexiva, lo único que le devolvían. Igual que ellos, él se había dejado llevar por sus emociones y, de hecho, lo hacía casi siempre. Cuando se enojaba contra la ingenua credulidad de aquellos a los que había convencido y convertido, ¿no estaba entregándose acaso a una emoción que mucho tenía que ver con la ira, aunque sus razonamientos y meditaciones la amenguaran…? ¿No les había advertido aquél al que invocaban y aquél por el que tantos preguntaban, sobre la ira que nubla el pensamiento y separa a los hombres de los hombres?
Sobre todo lo ofuscaba que le preguntaran por los milagros. Durante todos esos años (¿veinte, treinta y cinco, cuarenta años?) se había visto obligado a narrar lo de los leprosos, lo sucedido con los ciegos, el sábado en que frente a la cripta, según le dijeron, lo vieron salir conduciendo de la mano al que instantes antes estaba muerto. Podía explicar perfectamente todo aquello, pero cuando lo hacía nadie entendía sus palabras. A nadie le importaban entonces sus palabras.
Una fe animal, apenas una fe animal, apenas eso, farfulló.
Mientras mordisqueaba el pan, un buen pan romano como no probaba desde hacía décadas, se dio cuenta de que todos: Manes y Simeón, sentados a la mesa junto a él, la posadera y dos de sus hijos, allí presentes para contemplarlo, lo hacían con una mezcla de estupor e impaciencia.
Lo comprendió enseguida y dejó el pan que había tomado sobre el centro de la mesa. Lo bendijo, agradeció, etcétera.
Comieron en silencio, mientras los niños de la posadera no le sacaban los ojos de encima, llenos de algo semejante pero no igual al temor, algo que les impedía marcharse. Su madre los despachó, pero tuvo que obligarlos a irse.
La posadera los servía atentamente, pero él apreció que sus manos temblaban y que evitaba mirarlo a los ojos. Cuando él le dirigió circunstancialmente la palabra (quería algo más de aceitunas, si era posible), la mujer no pudo más y rompió a llorar, cayendo de rodillas y aferrándole las sandalias. Manes y Simeón estaban conmovidos. Se pusieron de pie y consolaron a la mujer, que sin embargo no quería soltar las sandalias cubiertas de barro. La mujer se retorció y se soltó del cariñoso tironeo de Manes, besando aquellas costras polvorientas, esos pies encallecidos, esos talones sucios por semanas de marcha desde Albania.
El anciano la contempló con pesar, mientras ambos hombres la alzaban en vilo y se la llevaban hacia el interior de la casa.
Haciendo buen uso del tiempo, murmuró en griego, mientras mascaba el último bocado.
El anciano dejó de comer y se quedó con una expresión vacía, contemplando cómo el pan que había bendecido y por el que había agradecido se había vuelto nada más que migajas sobre la mesa revuelta.
El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
|