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Cuando la ficción policial vive en la ficción policial
Por Guillermo Martínez*

Ponencia para St Hilda´s Crime Fiction Weekend, Oxford


En su ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción”, Borges pasa revista a varios momentos que podríamos llamar de “autoreferencia” en la literatura (en el sentido del bucle lógico en que la ficción alude o se refiere a sí misma). Menciona en primer lugar la noche entre las mil y una noches en que Sherezade le relata al sultán su propia historia como cautiva, y que amenaza con iniciar un ciclo infinito:

“Ninguna tan perturbadora como la de la noche 602, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él [el rey] oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también –de monstruoso modo-, a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de Las mil y una noches, ahora infinita y circular…”

A continuación Borges comenta la obra de teatro que se desarrolla en el tercer acto de Hamlet: “Shakespeare erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada –el envenenamiento de un rey- espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones.” Y recuerda un comentario agudo de De Quincey, quien observa que “el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero”.

También, en otro ensayo, “Magias parciales del Quijote”, Borges comenta que “en la realidad, cada novela es un plano ideal; Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro. […] En el sexto capítulo de la primera parte, el cura y el barbero revisan la biblioteca de don Quijote; asombrosamente, uno de los libros examinados es la Galatea de Cervantes… Ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote.”

Y en ese mismo artículo se pregunta:

“¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios.”

En su cuento quizá más célebre, “El aleph”, Borges, ahora como autor de ficción, apela también fugazmente a este recurso cuando, dentro de la famosa enumeración de imágenes que el protagonista distingue en esa esferita llamada Aleph, dice al pasar vi tu cara e involucra abruptamente al lector.

“[…] vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.”

Así, por un fugaz momento, el cuento se sale del plano de la ficción y nos precipita, como lectores, dentro de ese torbellino que es la enumeración del todo, y que, por exhaustiva, debe necesariamente contenernos.

Con un recurso similar, Julio Cortázar, en el cuento “Continuidad de los parques”, imagina a un lector de una novela policial que se sienta en un sillón de terciopelo verde, frente a un jardín. Sumido en la lectura no advierte, en la trama que se desarrolla frente a sus ojos, que el asesino de la novela, el amante de una mujer que quiere eliminar a su esposo, a través de un camino de árboles y en la “continuidad de los parques” llega hasta un jardín idéntico a su jardín y entra con un cuchillo a una sala donde un hombre lee de espaldas en un sillón de terciopelo verde. Cortázar agrega así una variante más a una combinatoria que parecía agotada por Agatha Christie y muestra que en un relato policial también el lector puede ser la víctima.

En todos estos casos, la alusión a una ficción dentro de la ficción tiene el propósito literario de perforar hacia fuera el plano de la ficción, de hacer irrumpir en el mundo que llamamos “real” algo de ese otro mundo creado en las páginas pero en principio, restringido y cautivo en ellas. Si en la realidad, como afirma Borges en su metáfora geométrica, cada novela es un plano ideal, la autoreferencia es un intento de emerger desde ese plano al espacio, como el punto encarcelado en un círculo que fuga “hacia arriba”.

Hay sin embargo al menos otras tres posibles razones o intenciones literarias para aludir a una ficción dentro de la ficción. La primera la proporciona Umberto Eco al pasar en una entrevista. Dice allí que en nuestro tiempo contemporáneo prosaico, desprovisto de la retórica amorosa inflamada que era aceptada y aún esperable en otras épocas, un hombre ya no puede, sin caer en el ridículo, o ser tomado por impostor, decir una frase de amor demasiado “elevada” a una mujer. Pero todavía puede acudir a la cita, jugar el pequeño truco de evocar una línea literaria de un poema, hacer el proceso inverso de ir desde “lo real” al mundo de la literatura, más amplio y hospitalario, donde esa exageración, esa hipérbole puede decirse, para traerla a la conversación en un movimiento anfibio. Ese mismo truco puede hacerse dentro de la novela policial. La novela policial, que requiere en general establecer hechos estrictos, como cartas confiables a la vista, y procede con razonamientos que deben finalmente ajustarse a la lógica de lo real, de lo posible, tiene cierta tensión también en el lenguaje con todo aquello que suene demasiado lírico, “espiritual”, exagerado. El registro de lenguaje de la novela policial difícilmente admite arrebatos poéticos, y predomina cierta sequedad que tiene que ver con la gran cantidad de información que acompaña siempre al desarrollo de un caso. Esta información, que debe ser precisa, o precisamente ambigua, y que comprende procedimientos forenses, detalles de autopsias, de armas o venenos, verificación de horarios y coartadas, desplazamientos, intríngulis legales y testamentarios, no se llevan bien con los entusiasmos líricos. El pacto de lectura de la novela policial no es el de la seducción -o la simétrica seducción del malditismo- de cualquier otra novela, sino la confrontación de inteligencias. Dentro de esa limitación intrínseca del lenguaje, acudir a citas literarias permite, tal como plantea Eco, la posibilidad de hacer respirar otro aire, de infundir belleza y alcanzar, con suerte, otros simbolismos o alguna altura literaria. Así procede Agatha Christie por ejemplo con sus alusiones a las tragedias de Shakespeare dentro de sus novelas, o a las rimas infantiles crueles de la tradición inglesa. Y también Raymond Chandler, a través de personajes lectores, tal como analiza Ricardo Piglia en El último lector. Umberto Eco, en El nombre de la rosa, invierte la proporción y pone los libros y la discusión filosófica en el centro de la escena, como el corazón de la intriga. En cualquier caso, los libros, dentro de una novela policial, permiten la ampliación del registro del lenguaje vía el recurso de la cita.

La segunda intención tiene que ver con la observación de De Quincey: la alusión a una novela policial dentro de una novela policial puede lograr por contraste mayor verosimilitud para ese mundo al fin y al cabo también ficticio que se está narrando. Casi siempre esa cita, o alusión, tiene alguna carga de ironía, de distanciamiento, tal como el mago que muestra el modo en que presentarían cierta ilusión sus colegas del pasado, con trucos burdos, para hacer lo mismo a continuación con magia invisible y “verdadera”. Este efecto de verdad proyectado por la alusión a algo palpablemente del mundo ficcional, de lo ya escrito, encuadernado y hecho libro, y por lo tanto aceptado como “artificio”, recuerda también el efecto de la cámara grúa en el mundo del cine (tal como observa Pablo Maurette en su reciente libro Por qué nos creemos los cuentos). En efecto, el plano grúa, al alejarse y tomar desde arriba la escena, podría revelar los decorados, las cámaras, la silla del director, y lo ficticio del mundo recién representado (y esto se ha hecho muchas veces en el cine). Pero cuando se elige, por el contrario, la continuidad de la ficción, el efecto sobre el espectador es aumentar la sensación de verdad. El mundo hasta recién acotado en ciertos límites, circunscripto a ciertos personajes, a cierta parte de la ciudad, se continúa en esa amplificación, sin fallas ni saltos, hasta donde alcance nuestra vista, hasta confundirse en esa segunda ilusión con algo mucho más amplio, inscripto “naturalmente” en nuestro mundo real. Del mismo modo, la discusión de una novela policial dentro de una novela amplifica hacia fuera el mundo de esa novela, para permitir el ingreso de objetos de “lo real” y tocarnos más de cerca.

La tercera manera en que la ficción policial vive en la ficción policial es a través de la recreación y variación de una trama o una astucia. Dado que la combinatoria de una cierta cantidad de crímenes y otra cierta cantidad de víctimas y sospechosos es siempre finita, la novela policial, por la simple acumulación incesante de títulos, está condenada al eterno retorno de similitudes, deliberadas o inconscientes. Recuerdo que la primera idea que tuve para mi novela Crímenes imperceptibles era ya en sí misma una variación de la idea de Chesterton en su cuento “El signo de la espada rota”. En ese relato hay una pregunta, como un ritornello: “¿Dónde esconder un grano de arena”? En la playa. ¿Dónde esconder la hojita de un árbol? En un bosque.” A partir de esta idea, en el relato de Chesterton un coronel desata una batalla insensata para esconder un único crimen privado en la montaña de cadáveres de soldados y oficiales que quedan en el campo, bajo ese otro gran crimen multitudinario que es la guerra.

Como variación de esta idea recuerdo haber pensado: ¿cómo esconder un crimen recién cometido, en tiempo presente, con la policía en camino? Mi variación fue sumergirlo en una serie de crímenes por venir. Hacerlo pasar como el primer término de una serie trucada. Esconderlo en el futuro como parte de una conjetura suficientemente verosímil.

Incluí dentro de la novela la referencia a este relato de Chesterton, como una manera de reconocer esa primera asociación, pero como el ocultamiento daba lugar a una serie falsa, fue inevitable que la crítica y los lectores también relacionaran Crímenes imperceptibles con otros relatos clásicos alrededor de esta idea: el cuento “La muerte y la brújula”, de Borges y la novela The ABC Murders, de Agatha Christie (El misterio de la guía de ferrocarriles).

También en mi novela Los crímenes de Alicia hay alusión a otras novelas policiales: en la escena en que atropellan a la joven becaria, hay una resonancia -que en algún momento hago explícita- a La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Esta novela inauguró una colección muy famosa de novelas policiales en Argentina, llamada El séptimo círculo, que fue dirigida en su primera época por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En gran parte la visa siempre provisoria de aceptación literaria que tiene el género policial en la Argentina se debe al prestigio de esta colección. Más adelante en mi novela, con respecto al veneno llamado aconitina, hay una referencia a El crimen de Lord Arthur Savile, de Oscar Wilde, e incluso una pesquisa de ese libro en las librerías y la lectura en voz alta de un párrafo. Y también parte de la resolución del crimen tiene que ver con la discusión alrededor de una variante del cuento “Los tres jinetes del Apocalipsis”, de Chesterton, relacionada con la cuestión de cuándo es absurdo y cuándo quizá no “matar al mensajero”. Se menciona también al pasar un relato que leí y me impresionó profundamente en la adolescencia: Si muriera antes de despertar, de William Irish y la frase sardónica de otra novela de Nicholas Blake –¡Oh, envoltura de la muerte!- en que un loro repite: “El veneno es un arma de mujer, el veneno es un arma de mujer.”


Más allá de estas tres intenciones literarias que quise señalar hasta aquí, hay también a veces un efecto imprevisto de lectura sobre el libro que se tomó prestado, en esa nueva vida fugaz, que dura a veces sólo una cita, dentro de otra ficción. Cuando al empezar mi novela Los crímenes de Alicia hice las primeras menciones al mundo de Alicia en el País de las Maravillas, no imaginaba todavía la posibilidad de asemejar las muertes que ocurrirían más adelante en la trama a escenas también angustiosas y amenazantes que aparecen en Wonderland. Pero una vez tomada esa decisión, en cierto punto de la novela, el inspector a cargo de la investigación debe volver a leer ese libro supuestamente infantil desde este punto de vista siniestro, para encontrar pistas de posibles muertes futuras. Puse en él mi sorpresa, cuando encontré en este recuento, en mi propia relectura desde este ángulo, un libro mucho más oscuro de lo que recordaba. Recuerdo, finalmente, que cuando Los crímenes de Alicia apareció en España, se me acercó una señora de un club de lectura para reprocharme, bastante enojada, que después de haber leído mi novela -y enterarse por primera vez de los rumores de pedofilia sobre Carroll- ya nunca podría volver a leer del mismo modo Alicia en el País de las Maravillas. Reconozco que no supe qué decirle: a través de mi ficción, en efecto, algo del ser ambiguo que fue en vida Lewis Carroll había saltado hacia fuera, se había asomado lo suficiente para enturbiar lo que había sido una lectura límpida y feliz de su infancia, que ella creía intocable. Me sentí, como en mi novela, el mensajero que lleva un sobre envenenado, y a quien no es tan mala idea matar antes de que toque a la puerta.

* GUILLERMO MARTÍNEZ nació en Bahía Blanca en 1962. Se doctoró en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires. Posteriormente residió dos años en Oxford. En 1988 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos “Infierno grande” (el cuento que le da título fue publicado por The New Yorker). A su primera novela, Acerca de Roderer, traducida a varios idiomas, la siguieron La mujer del maestro y el ensayo Borges y la matemática. Ganó el Premio Planeta en 2003 con Crímenes imperceptibles, novela traducida a cuarenta idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia con el título Los crímenes de Oxford. En 2007 publicó La muerte lenta de Luciana B., elegida por El Cultural de España entre los diez libros de ese año. En 2011 publicó la novela Yo también tuve una novia bisexual. En 2015 ganó el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con Una felicidad repulsiva. Su reciente novela, La última vez, es una intriga literaria sobre la ambigüedad de la verdad. Publicó además los libros de ensayos La fórmula de la inmortalidad, Gödel para todos (en colaboración con Gustavo Piñeiro) y La razón literaria. En 2019 obtuvo el Premio Nadal (España) por su novela Los crímenes de Alicia.

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TALLER DE RESTAURACIÓN
Lorena Hidalgo

Y el teléfono que no para de sonar. Dos mensajes de Pablo, uno de su suegra y al menos ocho del chat de mamis del colegio. Demasiadas cosas para solucionar, tan poco tiempo. Amanda respira profundo.

Contesta los mensajes del teléfono y baja del auto. La dirección que le pasaron coincide con los números en la pared, pero algo la hace dudar: el lugar no parece un taller, sino más bien una vivienda familiar. Busca un timbre inexistente, golpea las manos. Espera una fracción de segundo y pega la vuelta. Vuelvo otro día, piensa. Sale un hombre —no mayor que ella—, inclina la cabeza para saludar.

—¿Sos el restaurador?

El hombre la mira desde la seguridad de una belleza enraizada. Frota sus manos con un trapo que huele a cera. Amanda observa el movimiento pausado, casi hipnótico. Sacude la cabeza.

—¿Arreglás cualquier cosa?

El hombre estira el trapo, después lo abolla con esmero. Se toma unos segundos para responder.

—Restauro infinidad de cosas —dice—. Siempre y cuando valgan la pena.

Que fanfarrón, piensa Amanda. Mira el teléfono, tiene una hora antes de que cierre la panadería. Si no llega a tiempo, tendrá que escuchar a su suegra, «te dije que yo le hacía la torta al nene».

—Si sos carpintero tengo un par de muebles para traerte.

—Prefiero artesano —dice y la invita a pasar—. Conozca mi trabajo antes de tomar una decisión.

Amanda duda: la torta, la suegra. Los muebles, mejor otro día. Aunque la cena con el jefe de Pablo es la semana próxima, la casa tiene que verse impecable, piensa, y el chat de mamis que se enciende: que si el cumple es a las seis en punto, que si fulanito pasa a buscar a menganito, que si hay pronóstico de lluvia.

Ignora el teléfono y entra al taller.

Abre su bolso —tamaño supermercado— y arroja el aparato entre sobres bancarios, horarios escolares, un planificador, un cierre para cambiar, unas barras de proteína, dos agendas, tres lapiceras, un lápiz, un portacosméticos, y algunos blísteres con analgésicos y antiácidos. Al levantar la cabeza, Amanda se encuentra con la segunda incongruencia: el espacio es demasiado reducido para la cantidad de muebles que logra contar. Incluso, parecen agregarse objetos a medida que vuelve al principio; ¿o cambian de lugar? Necesito vacaciones, piensa.

Un chico de unos diez años corre por detrás de un torno. Levanta una mano a modo de saludo. ¿De dónde salió?

—Joaquín —dice el hombre sin levantar el tono—. Entre las maquinas no, es peligroso.

El chico disminuye la velocidad y desaparece por una puerta trasera. Amanda observa el lugar: el torno, un banco de trabajo, una especie de prensa y tableros con herramientas colgadas. Un olor a comida casera se mezcla con el de las maderas barnizadas. Desde algún lugar llega el sonido de una conversación de radio, ¿o son voces de una familia?

—Su hijo, supongo —dice Amanda.

—Chicos —sonríe—, nunca son conscientes del peligro.

Amanda tuerce los labios. Piensa en su hijo y en el bendito yeso que arrasó con todo un verano. El hombre deja el trapo sobre una cómoda, endereza la espalda; parece más alto que antes. La estudia como si recién la descubriera. Luego de unos instantes, dice:

—Veamos en qué puedo ayudarla.

—Tengo unas banquetas.

—¿Puedo preguntar en que año nació? Amanda arquea las cejas. Que desubicado, piensa, me quiere levantar. Sin saber por qué, se quita unos años.

—Soy del 85, ¿eso que tiene que ver?

—Mal año para el cerezo —dice y mueve la cabeza—, mucho bicho. Si fuera del 80.

Amanda supone que está con un pirado que relaciona todo con el oficio. Contiene un insulto. Escucha el sonido del teléfono en el fondo del bolso.

—Cómo te decía, tengo unas banquetas y un.

—Sin embargo, el cerezo es fácil para trabajar —sigue el artesano—. Pulido es precioso, y se oscurece con el tiempo.

Amanda se cruza de brazos. No tengo tiempo para esto, piensa, mejor voy por la torta.

—Disculpá, vuelvo otro día.

El hombre estira una mano, ladea la cabeza. Da una vuelta alrededor de Amanda. Tiene puesto un delantal de cuero, con varios bolsillos. Saca un anotador, un lápiz. Escribe mientras murmura una especie de cálculo. Luego, saca una cinta métrica de otro bolsillo. Da unos pasos hacia ella. Amanda retrocede.

—Estoy algo apurada.

—Ya casi termino, no se preocupe.

—¿Terminás con qué?

Amanda piensa en que ni siquiera empezó a hablar. Abre el bolso, mira el teléfono. La panadería, piensa, la torta, mi suegra y este loco de. El hombre extiende la cinta delante de ella. Tuerce una ceja, dibuja trazos en el aire, asiente con la cabeza.

—Servirá.

—¿De qué hablás? —Amanda levanta el tono, siente la aceleración en el pecho.

Por la puerta del fondo aparece otra vez el chico. Trae una bandeja con una taza y una jarra. Lo sigue una mujer mayor. El niño deja la bandeja sobre una mesa.

—Ya conoce a Joaquín. —El artesano acaricia la cabeza del niño, después señala a la mujer—. Ella es mi madre. La anciana inclina la cabeza a modo de saludo. Luego, llena la taza con la infusión que estaba en la jarra.

Tiene las manos cuarteadas pero luminosas, como enceradas. Las volutas ascienden por el rostro de la anciana, que cierra los ojos y aspira el perfume frutal. Amanda también lo siente: cerezas.

El artesano señala un sillón.

—Tome asiento, por favor.

—La verdad, no tengo tiempo.

—El tiempo es ilimitado si dejamos de buscarlo.

Amanda titubea, no quiere ser descortés. Mira las grietas en el tapizado del sillón, parece un mueble viejo; sin embargo, las patas son nuevas. Se sienta sin reclinarse.

—¿Antiguos o modernos?

—¿Qué cosa? —Amanda sigue desconcertada.

—Los muebles. —El artesano señala a su alrededor—. ¿Prefiere los muebles antiguos o modernos?

—No lo sé, supongo que los antiguos tienen su encanto. Pero los nuevos, son nuevos ¿no?

Observa el taller. Los muebles tienen cierto orden en el caos, como si se agruparan por estilos. Cómodas francesas, armarios provenzales, un perchero Thonet, espejos barrocos y mesas contemporáneas con patas tan robustas como las de un elefante.

—Además de embellecer un lugar, los muebles cumplen una función. Algunos guardan cosas, otros ofrecen descanso, ¿usted es de guardar mucho?

—Como todo el mundo. —La anciana le acerca una taza, huele exquisito—. Bueno, a lo mejor, un poco más.

—Le gusta el orden —dice el artesano. Amanda agradece la infusión. A medida que bebe, la espalda se relaja. No hace falta que la anciana le pregunte por el azúcar, está justo como ella lo toma. El calor le abraza el pecho, los recuerdos asoman: la casa de los abuelos, la pasta del domingo, tardes de lluvia y torta fritas.

—Me ocupo de muchas cosas a la vez —dice Amanda—. El orden en mi vida es fundamental.

—Entiendo. Necesita tener todo a mano y en el lugar exacto. Para no perder tiempo, digamos.

—El tiempo es importante. ¿No le parece?

Amanda descubre una media sonrisa en el rostro de la anciana. Luego, el niño agarra la bandeja y ambos desaparecen por donde vinieron. Toma otro sorbo de té, acomoda el cuerpo contra el respaldo, apoya la cabeza. Cierra los ojos por un instante, percibe los sonidos con una intensidad fabulosa: el fluir del agua, el aleteo de una mariposa sobre una lavanda, las agujas de un reloj que se detienen.

El artesano busca una herramienta. Amanda ni siquiera se da cuenta, su mente está en el primer aniversario con Pablo, en los cumpleaños, en las fiestas escolares, en las juntadas con las amigas de la facultad, en las vacaciones familiares, en las navidades. Tanta gente, piensa, tanta soledad.

El artesano vuelve, se inclina sobre ella.

El formón hace el primer rebaje sobre el brazo de Amanda.

El aroma a cerezo impregna el lugar. Amanda abre los ojos, la taza cae, pero ella sigue inmóvil. Las virutas vuelan y forman un tapiz rojizo en el suelo. El artesano trabaja en silencio, con precisión, sin pausa. Acaricia cada centímetro del cuerpo antes de clavar la herramienta. Busca las vetas, las dibuja con el dedo; luego hunde el bisel en el punto exacto.

Amanda toma forma.

El artesano curva algunas líneas, aplana otras; despliega las manos que huelen a cedro, como si fueran herramientas. De manera meticulosa, tornea las patas, lija la superficie, talla unas hojas de muérdago. La laca natural vuelve a la madera sedosa, el cerezo resplandece como si tuviera luces navideñas.

Después de varias horas, el artesano admira su trabajo. Las sombras cubren el taller, los muebles se acurrucan entre ellos. La tarde se desvanece. Joaquín aparece con un mensaje de la abuela. Satisfecho, el artesano disfruta de una cena en familia. Pero antes, pone un espejo enorme delante de la nueva obra.

De estar todavía ahí, Amanda podrá admirar un bello secreter de estilo moderno. Con incontables cajones —algunos ocultos— y un reloj sin agujas, rodeado de hojas labradas. También verá un bolso —tamaño supermercado—, apoyado sobre el acabado brillante. Tal vez, si prestas atención, escucharás el sonido incesante de un teléfono en su interior.

Lorena Hidalgo es autora del libro Lo inexorable
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Un barrio helado en el sur
Por Graciela Scarlatto

Mariela y Luis ven la tele en el living. Luis corta la pizza mientras Mariela mira la biblioteca; la mira y piensa en su padre, no porque fuera un lector, sino porque su padre está detrás de la vitrina: digamos, está literalmente en la biblioteca. Las cenizas están en una urna detrás de la vitrina. Mariela no le da importancia a la película habitualmente pochoclera, del tipo A y B están enfrentados, A es bueno y B es malo. La suerte parece inclinarse a B, pero A gana la pelea final mientras lo aplaude una multitud. En este momento, mientras Luis le pasa un plato con un triángulo de pizza, se plantea en la peli el carácter de los personajes. Mariela mastica pensando en su papá. No fue un padre bueno, ni mucho menos, pero Mariela quiere enfocarse, cuando piensa en él, en las partes amables de la historia: los patines que le regaló, la bici a los ocho años. Su papá discutía todo el tiempo con su mamá. Estaba en esos pensamientos, terminando el segundo triángulo, cuando la multitud estalla en un aplauso y Luis se levanta a tirar la caja de pizza. La pone en una bolsa de consorcio con la basura de la cocina y va a dejarla en el contenedor de la vereda. Ella dice "tené cuidado, mirá para todas partes" y apaga una a una las luces de la casa. Con la sala a oscuras, mientras se cepilla los dientes, ve la boca del pasillo desde la puerta abierta del baño. Algo se mueve en la oscuridad. No quiere ver. Mariela no mira el pasillo, se cepilla sin mirar la silueta que se mueve en la vitrina. Piensa que si lo hiciera, si efectivamente volcara la cabeza hacia el pasillo, vería la figura demacrada de su padre caminando hacia ella; demacrada casi tanto como cuando estaba en el hospicio, los ojos hundidos, los labios morados. Se cepilla y no mira. Es su propio reflejo lo que ve por el rabillo del ojo en la vitrina, lo sabe; pero no puede observar en esa dirección porque está segura de que el fantasma de su padre abrirá la boca, la boca descomunal, como una bestia y ella no podrá cerrar a tiempo la puerta del baño. Se sobresalta cuando siente la puerta, la puerta de calle. Luis pasa por el baño y le guiña un ojo, cuando ella entra al dormitorio él se ha puesto un pijama de frisa porque ese invierno hace mucho frío. Ella busca el camisón mientras Luis se cepilla los dientes en el baño. Está acostada, con los ojos fijos en la puerta del dormitorio. Quizá todavía camine por allí la silueta de Alfredo, su papá. Alfredo con las encías desdentadas, los dedos abiertos en garras. "¿Te gustó la peli? –dice Luis." Ella dice que sí y que le encanta Daniel Craig, que está cada día más buen mozo y Luis se sonríe de costado y se acuesta. La abraza. La ventana está abierta y ella ve cómo caen las sombras de la reja sobre la alfombra. Es la una de la mañana y pasa un auto cada tanto, cada muerte de obispo pasa un auto hasta que ya no escucha ruidos. Solo la respiración de Luis y una moto que ronca en la avenida, que ahora está desierta. La reja es endeble. Piensa que alguien podría entrar esa noche a la casa, sería muy fácil abrir la puerta con una barreta, fácil incluso hacerlo en silencio. Hace dos días mataron a un matrimonio en una entradera. Ese barrio del sur se ha poblado de criminales. Es probable, piensa Mariela, que hasta haya alguien en la sala justo ahora o dando vueltas por la casa. Tiene el impulso de levantarse y prender todas las luces, empezando por la del pasillo, pero la idea de Alfredo se lo impide. Si hubiera un ladrón en la casa, ya se habrían enterado, pero acaso no sea un ladrón, sino otra sombra convocada por la presencia de la biblioteca. Quizá traman algo en el comedor. "Tramar algo" es algo que ella escucha cada dos por tres en las películas. Pero la peli terminó y ella está en la cama y piensa que las sombras traman algo en el comedor. Luis se ha quitado la frazada y ahora el perfil de sus pies abulta la sábana. Mariela piensa que así abultan los pies en las camillas de una morgue, que ella, por supuesto, ha visto muchas veces en la tele y una sola vez cuando Alfredo murió. La respiración de Luis produce un silbido al exhalar y raspa y carraspea al inhalar. Carraspea o gruñe; gruñe, más bien, como un perro. Mira los pies de Luis que no se mueven. Está boca arriba, con el antebrazo sobre la frente. Lo sabe porque Luis, que ahora parece un muerto, duerme siempre en esa posición, pero no lo mira porque hay dos pliegues en su cuello; sabe, no, intuye dos pliegues grises y amoratados que no quiere ver y se levanta porque Luis se descompone; se pudre Luis en la cama mientras Mariela se levanta y se queda parada mirando el placard. No puede ver hacia la ventana y tampoco hacia Luis, que ha dejado a la vista una deformidad en el cuello, una rarísima protuberancia en la frente, como un cuerno, posiblemente diabólico. Sin mirar a Luis, que ya no es eso, sale al pasillo en camisón. Un poco tiembla y a la vez siente valor por la proximidad de la luz. La llave está en la pared del pasillo; en la pared que tantea porque no quiere abrir los ojos hasta que, por fin, escucha el clic de la llave y abre los párpados a la oscuridad. La bombita del pasillo falla cada dos por tres. "Cada dos por tres" –decía su padre. Entonces falla. Mariela corre a la sala, se lleva por delante las sillas del comedor y se cae. Queda enfrentada a la vitrina con los ojos cerrados. Solo piensa en escapar a un sitio seguro. Y aunque tal vez no exista un sitio así en este mundo, se levanta con los brazos y las palmas extendidas, tantea la oscuridad. Mariela avanza por la casa con los dedos abiertos y toca una superficie crespa, probablemente la cortina o quizá no, quizá sea el pijama celeste de su padre, el pijama de invierno que usaba en el hospicio. Como no puede abrir los ojos, piensa que ha llegado a la cocina, pero no puede asegurarlo. Los cubiertos hacen ruido y puede ser el gato que ha entrado por la ventana o quizá Luis ha salido por la ventana, pero la del dormitorio hacia el patio, y ahora quiere entrar por la cocina, quiere entrar para matarla o peor, para poseerla y entonces Mariela toca el picaporte y sabe que es el picaporte de la puerta de calle y la abre, sale a la intemperie del invierno a las tres de la mañana, sale a la avenida en plena madrugada y camina por la vereda, sin determinación, sin abrir los ojos, con los dedos extendidos hasta que se pierde en la noche helada y negra de ese barrio del sur.

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