Aluxes
Fabiana Galcerán
Bitácora de expedición
Región de Hecelchakán, Yucatán
Viernes, Abril 1º
La caminata se hizo demasiado pesada. Tuve que dejar cosas por el camino y decidir qué sería lo más importante para llevar. Eso desató una guerra interna. El libro sobre pueblos precolombinos era muy pesado. Acaricié su primera página, las palabras de mi padre casi no se leían, estaban borroneadas de tanto leerlas. No importaba, las sabía "de corazón" como dicen los ingleses.
Tuve que apurar el paso, en estas tierras la noche cae de golpe, como para atraparte. Busqué un refugio. Tuve suerte. Encontré una pequeña abertura en una roca, no lo bastante grande como para ser una cueva, pero amplia como para meter la bolsa de dormir. Me acurruqué contra la piedra, que estaba todavía caliente. Antes de quedarme dormida de agotamiento murmuré una pequeña oración por el guía muerto. Tan joven y con problemas del corazón. Pobre diablo. Deberé informar del deceso ni bien llegue al campamento. Espero las autoridades puedan dar con su cuerpo.
Sábado, Abril 2
Llegue al fin, al atardecer. En lugar de encontrar una excavación en movimiento, sólo encontré los vestigios inciertos de un pequeño campamento. La tienda más grande sobrevivió a lo que sea que arrasó con lo demás. Encontré carne ahumada, y muchas latas enterradas en un pozo que hacía las veces de heladera.
Tal vez el doctor Mayola haya ido con un grupo a excavar en algún otro lugar. Tendré que esperar. No comas ansias, diría mi padre. Decidí armar mi propio lugar en la tienda grande, dudo que el doctor se molestara. Coloqué las pocas cosas que logré traer como si fuesen un tesoro junto al saco de dormir, bien lejos de la puerta. Me hice un festín con un poco de carne, arroz que cociné y una botella de Tequila.
Domingo, Abril 3
Reviso las excavaciones con la luz del sol. Una mastaba con una cámara con dibujos cuneiformes, más de lo de siempre: dibujos de Tezcatlipoca, de Quetzalcoatl, un par de Chaac mool. Nada nuevo. Donde estarán los demás. Cuando volverá el doctor. No comas ansias.
Vuelvo desilusionada a la tienda y me preparo para la tormenta. El viento sopla fuerte.
Lunes, Abril 4
El viento sigue soplando, pero la tormenta no viene. Es un viento deshidratado, de sonido constante. Empieza a influir en mi siempre marcado optimismo. El viento y la soledad. Como si anticipara algo, algo que llega, o que concluye, como un suspenso perpetuo que no mengua. El viento me hace escribir estupideces: el viento y la soledad.
Martes, Abril 5
Nadie vuelve, nadie llega. El tiempo se suspende como un paréntesis, como si el mismo día se repitiese una y otra vez.
Para distraerme me atrevo a romper el candado de uno de los baúles de la tienda del doctor.
Con entusiasmo encuentro el hallazgo. Los Aluxes están envueltos en paños de algodón. Son pequeños, de orejas grandes, ojos redondos que presumo fueron hechos hundiendo el pulgar en el barro. Estas figuras solían ser copias de los integrantes del pueblo. Las enterraban para que nadie pudiera jamás abandonar el hogar. Algunos están parados, otros en posición de rezo y otros sentados con las piernas cruzadas. Sus bocas son gruesas con un rictus hacia abajo. Y al darlos vuelta encuentro el signo que confirma mi teoría y por el que el doctor Mayola mandó a llamarme.
Llevo un par a la mesa, enciendo la linterna y con la lupa miro con atención. Mi viaje no fue en vano, la confianza de mi padre en mí tampoco lo fue. El signo "würm" de la cultura clovis está en la base de la estatuilla. Este Aluxe prueba que seres humanos procedentes de Siberia ingresaron al continente americano por el estrecho de Bering y que de alguna forma llegaron hasta aquí. De pronto escucho una risa alegre a lo lejos. ¡Llegaron! Corro hacia afuera, pero no hay nadie. Sólo es mi imaginación. Pienso en la prueba de carbono catorce que probará mi teoría y la del doctor.
Miércoles, Abril 6
El viento sigue sonando. Ni una nube empaña el horizonte.
Como para que las horas pasen empiezo a escribir mi libro.
"Los Aluxes comenzaron siendo un pueblo en el 600 AC, eran de contextura pequeña y rasgos orientales. Vivían en grupos pequeños, en rústicas mastabas que bendecían haciendo pequeñas estatuillas, copias de ellos mismos. Enterraban las figuras para asegurarse de que ninguno del grupo pudiera jamás abandonar el hogar”.
Risas, vuelvo a salir ilusionada. No hay nadie, el viento trae sonidos de la montaña, vestigios del canto de algún pájaro. No comas ansias.
Jueves, Abril 7
Por la noche algo me despierta. Escucho movimientos, corridas, algún susurro. Busco espantada la causa, pero no veo a nadie. Me reprocho haber tomado más tequila del que debía, pero el viento, ese sonido incesante, si al menos tuviera una radio.
Viernes, Abril 8
Alguien robó los Aluxes. Busco huellas, uso los prismáticos. Nada. Solo el polvo que levanta el viento. Alguien robó el logro de mi vida. Alguien me robó los Aluxes. Después de gritar a los cuatro vientos mi desesperación, me dispongo a partir. Ya no tiene sentido quedarme. Encontrarán al ladrón cuando intente vender los aluxes. No te aflijas. No comas ansias.
Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo. Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.
Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.
Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
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Exagorazómenoi tón kairón
Luis Benítez
Llevaban dos horas remontando el Tíber cuando comenzó a llover. El anciano volvió de su ensueño cuando el remero nubio tironeó suavemente de la punta de su manto.
—Padre, padre… —le susurró el negro, cuidando de no sacudirlo demasiado bruscamente.
El anciano lo miró como si fuera la primera vez y luego su rostro ajado se distendió en algo que él creía que era una sonrisa: apenas una rajadura sobre su larga barba canosa.
—Está bien… —masculló el viejo. Aunque lo dijo en un tono bajo, su voz potente sonó demasiado fuerte.
El nubio insistió, cubriéndose el rostro con la caperuza, mientras intentaba seguir conservando el equilibrio en la angosta embarcación. Sabía que iba a ser inútil insistirle al viejo con que se refugiara de la lluvia bajo el techo de cuero que cubría la popa de la canoa, pero igualmente lo hizo.
—Déjame aquí, Manes, aquí está bien. Quiero verla al llegar —volvió a sonar el vozarrón del anciano.
Manes el nubio se inclinó y luego se sentó con cuidado en el banco de madera, los pies helados por el agua que ocupaba el fondo de la embarcación. Después retomó los remos y comenzó a batirlos con fuerza, ansioso por calentarse con el ejercicio vigoroso de sus grandes músculos.
El anciano suspiró al ver crecer el contorno del muelle lejano y alzó la vista lentamente. Sí, allí estaba: sucia, vieja, magnífica. El monte del centro de la ciudad, que apenas podía ver, cubierto de construcciones, le pareció más pequeño que el de sus recuerdos. Anochecía y el cielo se desangraba más allá de la Vía Apia.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras se acercaban al muelle. No podía atribuirlo exclusivamente a la humedad del Tíber ni a la lluvia helada que le empapaba la túnica desteñida, el manto cubierto de remiendos, las sandalias raídas, y se filtraba hasta su carne enjuta, apretada empecinadamente a los huesos.
A pesar de la lluvia un grupo de niños estaba pescando en la orilla, a cincuenta metros del muelle.
—Padre… —susurró el negro.
—Sí, sí… —se oyó la voz del viejo, que cruzó la superficie del río y se perdió entre los lejanos juncos lentamente.
Uno de los niños señaló al negro y todos comenzaron a gritarle obscenidades en un mal latín. Luego, cuando la canoa se acercó un poco más a la orilla donde estaban, un rubio que no tendría más de siete años se abrió las ropas y les mostró el pene minúsculo, sacudiéndolo con ambas manos en dirección a ellos. Los demás niños lo imitaron y comenzaron a orinar; el rubio hizo lo mismo, tras vacilar un rato.
Riendo, Manes cambió la dirección de la canoa, llevándola más al centro del río.
El anciano no sonrió, sino que con disgusto se cubrió el rostro con la capucha del manto astroso.
—Tal vez sería mejor seguir hasta los pantanos —sugirió el remero.
El anciano no contestó enseguida.
—Siempre será igual esta ciudad. Siempre —resonó su voz luego— vamos para allá, hijo mío. Rema más despacio, tenemos que perder algo de tiempo mientras viene la noche.
Las antorchas del suburbio Paludes ya estaban encendidas cuando el nubio ató la canoa a un grueso manojo de juncos. Luego, pese a las protestas del anciano, lo tomó en sus brazos y lo cargó hasta permitirle ponerse de pie sobre la orilla barrosa.
El silencio sólo era cortado por el croar de las ranas y por algunos gritos aislados, que de tanto en tanto venían del barrio invisible.
Debían esperar.
La lluvia se estaba desplomando más pesadamente cuando vieron la antorcha de resina que avanzaba hacia ellos.
Manes se adelantó, aferrando algo escondido entre sus ropas.
El que portaba la antorcha la inclinó sobre su rostro para hacerlo visible, y el negro soltó aliviado la vaina del cuchillo cuando el otro trazó un signo en el aire con la antorcha. Los dos hombres se abrazaron en silencio y el de la antorcha besó las mejillas del negro.
El anciano los veía hacer con impaciencia.
El de la antorcha se le acercó reverentemente y, al llegar junto a él, se arrodilló e intentó besar el barro que había salpicado los bordes de su manto.
—Padre, padre, santísimo padre… —musitó el joven.
—Vamos, vamos, déjate ya de eso —gruñó el anciano, haciéndole incorporar.
—¿Cómo te llamas tú, hermano? —susurró Manes a espaldas del viejo.
—Aesculus, Aesculus Caius Ilirius… perdón —balbuceó el joven, volviéndose nuevamente hacia el anciano e inclinando la cabeza—, fui bautizado Simeón.
—Está bien, está bien, Simeón. Llévanos de una vez.
Marcharon en la oscuridad, mientras Aesculus-Simeón susurraba que los había visto desviarse del punto acordado, comprendido la maniobra y los había seguido hasta el lugar del desembarco. Yendo al frente con la antorcha, el joven dirigía al anciano todas las miradas furtivas que podía.
Fastidiado, el anciano pensó que el jovencito se dirigía a él con la misma reverencia supersticiosa que habría seguramente empleado uno, dos, tres años antes, al acercarse a un sacerdote de cualquiera de los cultos que ornaban con sus templos la ciudad. Ese pensamiento lo atormentaba desde… ¿cuánto tiempo atrás? ¿Veinte, treinta años, cuarenta…? ¿Cuándo había comenzado todo aquello?
Recordaba que durante los primeros años el entusiasmo que sentía le había hecho obviar lo que comprobaba sin embargo cada día. Cada vez que hablaba en público sentía que persuadía (a los pocos que lograba persuadir en aquellas épocas), no porque despertara en ellos la pasión y aun mejor, el entendimiento de que sus palabras eran la verdad. Ya entonces se mordía los labios al contemplar las lágrimas, los suspiros, las bocas temblorosas que se quedaban sin palabras con las que replicarle; las manos que se extendían hacia él, buscando tocarlo, comprobar que era un hombre. Lo quemaba su contacto porque comprendía que poco o nada había logrado cambiar en aquellos a los que había, simplemente, conmovido. Lo seguirían, sí, pero no del modo en que él quería que lo hicieran. Lo seguirían sus cuerpos, sus emociones, su devoción extrema que llevaría a muchos a la muerte o a momentos peores que la muerte, pero el entendimiento no. No el entendimiento de sus razones, precisamente aquello que hacía tan fuerte la convicción del anciano. El sentido mismo de su oratoria y de cada una de sus acciones, se repetía en los momentos de mayor amargura, siempre estaría lejos de todos ellos.
Bordearon las orillas del barrio Paludes, demasiado peligroso de noche y de día como para cruzarlo sin armas (el nubio nada le había dicho al anciano de lo que llevaba entre las ropas, una precaución que de todos modos iba a ser insuficiente, definitivamente inútil, si algo sucedía en un lugar como Paludes).
Simeón intentó ayudarlo a subir una cuesta, pero el anciano rechazó disgustado el brazo que se le extendía. Luego recapacitó, suspiró, y antes de subir como pudo aquel repecho, intentó dirigirle una sonrisa al ruborizado muchacho, algo que fuera reconfortante como el beso de la paz, pero no lo logró. No podía.
Detestaba aquellas miradas que le dirigían, la dulzura y simplicidad que empleaban para hablarle, el respeto profundo con que se expresaban ante él.
Cuando le preguntaban… aquello le daba asco, no podía evitarlo. Era como si le preguntaran por Apolo, por Mercurio, por Jano, por cualquiera de los huecos dioses de bronce que ornaban las esquinas, los templos, las capillas de las casas de los magnates de la Vía Flaminia. Con la misma credulidad con la que sus padres y ellos mismos se habían inclinado ante cualquier griego mentiroso que les dijera que en Esmirna o en Capadocia se le había aparecido uno de los inmortales (siempre lejos, pues los dioses viven y se manifiestan lejos).
No, no lo había conocido.
No, nunca lo había tratado.
No, no era verdad, jamás había compartido su comida y su bebida.
No, no había escuchado su palabra directamente de sus labios.
Inútil, inútil decirles que todo aquello era nada, no significaba nada, que lo importante era otra cosa. Siempre sería otra cosa.
Ellos querían saber cómo era su cabello.
Hastiado, él mencionaba cómo le habían dicho que era y luego les preguntaba —trataba de inducirlos a preguntarse a sí mismos, como le aseguraban que lo había hecho Sócrates— si que fuera rubio o moreno cambiaba algo. Rápidamente le decían que no, tras un momento de perplejidad, para luego preguntar por su ropa, el tono de su voz, que cómo era de alto.
Sabía que, con paciencia, debía ir induciéndolos a reflexionar sobre otros aspectos de lo que aquél les había enseñado y que, como le había aconsejado hacía ya una eternidad el mismo hombre al que iba a encontrar en esa ciudad ajada, debía aprovechar esa curiosidad infantil de los que se interesaban en las enseñanzas para conducirlos hacia lo importante.
El hombre con el que iba a volver a verse le había recomendado, antes de que se separaran por primera vez (¿hacía ya veinte, treinta, cuarenta años?) que observara, por ejemplo, la paciencia de Mateo, su dulzura, la ternura de su voz, la pacífica calma con la que se dirigía a los demás.
Pero sencillamente él no podía hacer nada semejante. Quería hablar con dulzura y le surgía de la garganta aquella voz áspera y fuerte, la que incluso a su edad todavía era capaz de imponerse a las sumadas de toda una multitud de incrédulos, reducirlos a silencio y obligarlos a escuchar. La voz que había predicado por toda el Asia Menor no estaba hecha para la conversación íntima, la que convence finalmente, delgada y suave como un chorrito de agua que, invencible y persistente, sigue escurriéndose sobre la piedra hasta que abre un hueco en ella y la horada de lado a lado. Petro, el hombre al que iba a ver, tenía ese tipo de voz; él no.
Aquel por quien le preguntaron y le preguntaban lo sabía y había puesto a Petro muy atinadamente al frente de todo. Él jamás había dudado de lo correcto de aquella elección. Él, lo hubiese arruinado todo. No, no estaba hecho como Petro para esperar, organizar, diferir, avanzar despacio, retroceder, insistir, postergar, repetir, reintentar. Él, pesarosamente siempre, hacía mucho que había comprendido que su destino eran las multitudes de incrédulos, la arenga, el látigo de la lengua flameando sobre las conciencias, la fuerza corrosiva de sus afirmaciones que derribaban ídolos, hacía retroceder las costumbres, variar los hábitos que generaciones y generaciones de supersticiosos habían plasmado en el espíritu de sus contemporáneos.
Tanto se concentró en esto, que cuando le indicaron que habían llegado a destino creyó por un momento que iba a ver a Petro de inmediato y se emocionó fuertemente. Aunque Manes le había explicado paso por paso las instrucciones que había recibido directamente de labios de Petro para hacerlo ingresar en la ciudad, que se entrevistaran y luego pudiera partir con seguridad y sin ser detectado (y ello incluía que no se verían la primera noche, sino al día siguiente) todo lo había olvidado al sumergirse en sus mortificaciones, en la rueda de moler sus amarguras. Se sintió desencantado al no ver a Petro, sino a una reverente posadera que les daría de comer en aquel sitio seguro donde debían pasar la noche. Sí, se lo habían dicho, pero de todos modos se sentía desencantado.
Mientras partía el pan volvió a distraerse, pensando en que, después de todo, él en algo se parecía a los que lo amargaban con aquella fe irreflexiva, lo único que le devolvían. Igual que ellos, él se había dejado llevar por sus emociones y, de hecho, lo hacía casi siempre. Cuando se enojaba contra la ingenua credulidad de aquellos a los que había convencido y convertido, ¿no estaba entregándose acaso a una emoción que mucho tenía que ver con la ira, aunque sus razonamientos y meditaciones la amenguaran…? ¿No les había advertido aquél al que invocaban y aquél por el que tantos preguntaban, sobre la ira que nubla el pensamiento y separa a los hombres de los hombres?
Sobre todo lo ofuscaba que le preguntaran por los milagros. Durante todos esos años (¿veinte, treinta y cinco, cuarenta años?) se había visto obligado a narrar lo de los leprosos, lo sucedido con los ciegos, el sábado en que frente a la cripta, según le dijeron, lo vieron salir conduciendo de la mano al que instantes antes estaba muerto. Podía explicar perfectamente todo aquello, pero cuando lo hacía nadie entendía sus palabras. A nadie le importaban entonces sus palabras.
Una fe animal, apenas una fe animal, apenas eso, farfulló.
Mientras mordisqueaba el pan, un buen pan romano como no probaba desde hacía décadas, se dio cuenta de que todos: Manes y Simeón, sentados a la mesa junto a él, la posadera y dos de sus hijos, allí presentes para contemplarlo, lo hacían con una mezcla de estupor e impaciencia.
Lo comprendió enseguida y dejó el pan que había tomado sobre el centro de la mesa. Lo bendijo, agradeció, etcétera.
Comieron en silencio, mientras los niños de la posadera no le sacaban los ojos de encima, llenos de algo semejante pero no igual al temor, algo que les impedía marcharse. Su madre los despachó, pero tuvo que obligarlos a irse.
La posadera los servía atentamente, pero él apreció que sus manos temblaban y que evitaba mirarlo a los ojos. Cuando él le dirigió circunstancialmente la palabra (quería algo más de aceitunas, si era posible), la mujer no pudo más y rompió a llorar, cayendo de rodillas y aferrándole las sandalias. Manes y Simeón estaban conmovidos. Se pusieron de pie y consolaron a la mujer, que sin embargo no quería soltar las sandalias cubiertas de barro. La mujer se retorció y se soltó del cariñoso tironeo de Manes, besando aquellas costras polvorientas, esos pies encallecidos, esos talones sucios por semanas de marcha desde Albania.
El anciano la contempló con pesar, mientras ambos hombres la alzaban en vilo y se la llevaban hacia el interior de la casa.
Haciendo buen uso del tiempo, murmuró en griego, mientras mascaba el último bocado.
El anciano dejó de comer y se quedó con una expresión vacía, contemplando cómo el pan que había bendecido y por el que había agradecido se había vuelto nada más que migajas sobre la mesa revuelta.
El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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LA CANASTITA
Vanesa Gómez
Todo blanco y listo sobre la cama: la camisa de seda con botones de nácar, la falda plisada, las medias con volados, las guillerminas que huelen a nuevo dentro de la caja y, lo más importante, la canastita hecha de cintas, moños y tules, con las tarjetas adentro. Tarjetas que intercambiaría por dinero. Venían todos los familiares al asado que el abuelo hacía en el patio, así que esperaba juntar lo suficiente como para comprar las muñecas de Sailor Moon que ya hacía un mes brillaban en la vidriera del kiosquito amarillo.
Se llevó los zapatos a la cara y los olió. Le gustaba el olor de las cosas nuevas. Los zapatos se los había regalado la madrina, por suerte, porque la madre había dicho que usara zapatillas blancas o alpargatas. Ella ya había hablado con las compañeras. No quería ser la única en ir sin zapatos.
Se vistió. Con el apuro, abotonó mal la camisa. Tuvo que hacerlo de nuevo.
—Ya estoy —dijo.
La cortina anaranjada de la habitación de la abuela se movió. Su madre entró, poniéndose una pulsera dorada. La miró de pies a cabeza. Ahora va a encontrar algo mal, pensó ella.
—Sentate —dijo la madre.
Ella obedeció y se sentó en la cama. La madre le cepilló el pelo y se lo recogió en una trenza con un moño blanco.
—A ver, mirate —dijo.
Ella corrió hacia el espejo y se miró de frente, de costado, también intentó verse de espaldas, desde cada ángulo posible. Casi bonita, pensó.
Salieron al patio. El abuelo acomodaba leña y carbón a un costado de la parrilla.
Su padre bajó la escalera del patio, de saco y corbata. Olía a perfume. Se abrochaba el reloj pulsera. Ella lo miró en silencio. Nunca lo había visto desarreglado. Le hubiera gustado decirle algo. No. Le hubiera gustado que él le dijera algo. No mucho. Aunque fuera una mentira. Que estaba linda, por ejemplo, que parecía una princesa, como su madre. Pero no. Él se limitó a mirarla de arriba abajo, como si buscara algún error. Le palmeó tres veces la cabeza y fue a encender el auto.
En el patio, sentados alrededor de dos tablones cubiertos por manteles, la familia hacía sobremesa. Ella entregaba las tarjetitas. Una por familia, le había dicho la madre. Quería que le alcanzara para llevarle también a los vecinos. Poco a poco la cajita fue llenándose de monedas de distintos tamaños y billetes de diferentes colores. Estaban los que hacían chistes con que habían puesto mucho dinero. Esa era la trampa: ella extendía la tarjetita y quien daba el dinero lo introducía sin que pudiera ver cuánto ponía. Pero enseguida iba corriendo al baño o a la pieza y contaba el último montoncito.
Había reunido casi el total para las muñecas Sailor Moon. No le faltaba mucho. Podía juntarlo, si ahorraba cada día el dinero del recreo o lo que le diera el abuelo por hacer los mandados, lo que le diera la abuela, que siempre guardaba los vueltos en una tetera y se los regalaba. Incluso, podía pedirle a sus padres, les diría que ahorraba.
Uno de los tíos empezó a preguntar cuánto había juntado, y las voces de tíos, tías, primos y primas se sumaron al coro. Ella dijo la cifra y retumbó el aplauso. Empezaron las bromas de préstamos. Fue hasta la pieza de la abuela y se puso una remera larga que le quedaba como un vestido. Se metió en la cama, la canastita a un costado. La abuela entró sin hacer ruido. Encendió el velador y la vio despierta. Le preguntó si precisaba algo. Ella le mostró la canastita y le dijo que no sabía dónde guardarla. La abuela le señaló el ropero, la parte alta. La dejó ahí, oculta debajo de bolsas con la ropa de invierno. Le dio un beso en la frente y volvió a la cocina con las mujeres, a limpiar el desastre de platos y vasos que había quedado de la fiesta.
Estaba a punto de apagar el velador cuando entró el padrino y se sentó frente a ella, en la cama de la abuela.
—¿Dónde vas a guardar la plata? —preguntó.
Ella señaló el ropero. El padrino se puso de pie y revisó.
—Está muy bien —dijo—. Si lo llevás a tu casa te lo van a gastar todo.
Cada día, a la vuelta de la escuela, pasaba por el kiosquito amarillo y miraba la caja con las muñecas de las Sailor. Faltaba poco. Cuenta regresiva, pensaba. Y cruzaba los dedos de las manos y de los pies para que a nadie se le ocurriera ganarle de mano y comprarlas antes.
La sospecha empezó a la siesta. La abuela dormía en la cama de una plaza y ella, en la otra cama, golpeaba con un pie la pared, cosa que hacía cuando no conseguía dormirse.
Vio que el tío entraba en silencio a la pieza. Se quedó quieta. Lo vio buscar arriba, en el ropero, la canastita y sacar dinero de ahí. Enseguida se levantó y se puso a contar cuánto había. Para su sorpresa, quedaba menos de la mitad. Fue hasta el comedor donde los tíos almorzaban y les preguntó si ellos habían usado el dinero.
La tía le dijo que no se preocupara, que se cobraban una deuda del padre, que él le iba a devolver la plata.
Vio como la tía se sirvió un cuarto de vino blanco de la cajita, le puso hielo y agua, hasta el borde. El tío miraba la tele, imperturbable.
—Yo estaba ahorrando para…
—Ah… y bueno, jodete por boluda, hace más de un mes que está la plata ahí y no te compraste ni un caramelo —dijo la madrina y se llevó un trago de vino a la boca.
Giró en silencio y subió la escalera del patio. Tenía la canastita entre las manos. Su madre, sentada en la cama, le daba la teta a su hermanito que chorreaba una gota de leche de una de las comisuras de la boca y pestañeaba.
Le contó a la madre lo que le habían dicho los padrinos.
—Jodete por boluda —dijo la madre—. Tu padre no tiene para devolverte eso. Además, ellos no arreglaron nada con nosotros, es mentira. La hubieras guardado acá, esta es tu casa, estoy cansada de decirte que abajo no es tu casa.
Se puso de pie y le sacó la canastita de las manos. Volcó el dinero sobre la cama y empezó a contarlo, haciendo montoncitos de $10 con las monedas.
—No llegás ni a los $500. Vi una remera muy linda en la tienda de acá a la vuelta. A la tarde vamos y te la medís. En algo tenés que gastar tu plata.
Ella se quedó mirándola en silencio.
Bajó la cabeza. La madre sonreía. Sintió algo oscuro en el pecho. Algo que nunca antes había sentido: una mano abierta que cerraba despacio los dedos y formaba un puño. Caminó hacia la puerta. Entonces las palabras llegaron, de golpe, todas juntas. Giró, levantó la cabeza y miró a la madre a los ojos. Le pareció que ya no era tan bella. Ni tan buena. Ni tan princesa. Una por una desfilaron frente a sus ojos las brujas malvadas de los cuentos que había leído y de las películas que había visto.
—La tía me dijo lo mismo —dijo.
Vio el rictus en la boca de su madre. Ahora sí, una verdadera bruja, pensó.
Salió de la casa y bajó las escaleras peldaño por peldaño, ya no de a dos o de a tres como solía hacer. Sentía el cuerpo raro, pesado. Ajeno.
La abuela baldeaba el patio con lavandina y perfumina. Pasaba una escoba de paja sobre el piso de portland, parecía cepillar algo.
Ella se puso a saltar sobre uno de los charcos y a salpicar agua. La abuela sonrió. Le preguntó si quería tomar la leche. Algo debió notar, la abuela, algo en el silencio, en los ojos, en el cuerpo. Dejó la escoba contra la pared y abrió grandes los brazos. Fue un acto reflejo. No lo pensó. Corrió hasta sentir la aspereza del delantal de cocina en sus cachetes. Los brazos gordos y fofos apretando fuerte, envolviéndola. La respiración de su abuela le hinchaba y deshinchaba la panza. No supo cómo o por qué, pero las lágrimas comenzaron a salir, incontenibles, como cuando se pone un vaso debajo de la canilla abierta y se llena rápido, tan rápido que no se hace tiempo a cerrar la canilla y el agua desborda y chorrea. La abuela le pasó un dedo por la cara, limpiándole las lágrimas.
—¿Té con leche? —preguntó.
Ella asintió en silencio.
Entraron a la casa juntas a preparar la merienda.
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