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Exagorazómenoi tón kairón
Luis Benítez

Llevaban dos horas remontando el Tíber cuando comenzó a llover. El anciano volvió de su ensueño cuando el remero nubio tironeó suavemente de la punta de su manto.

—Padre, padre… —le susurró el negro, cuidando de no sacudirlo demasiado bruscamente.

El anciano lo miró como si fuera la primera vez y luego su rostro ajado se distendió en algo que él creía que era una sonrisa: apenas una rajadura sobre su larga barba canosa.

—Está bien… —masculló el viejo. Aunque lo dijo en un tono bajo, su voz potente sonó demasiado fuerte.

El nubio insistió, cubriéndose el rostro con la caperuza, mientras intentaba seguir conservando el equilibrio en la angosta embarcación. Sabía que iba a ser inútil insistirle al viejo con que se refugiara de la lluvia bajo el techo de cuero que cubría la popa de la canoa, pero igualmente lo hizo.

—Déjame aquí, Manes, aquí está bien. Quiero verla al llegar —volvió a sonar el vozarrón del anciano.

Manes el nubio se inclinó y luego se sentó con cuidado en el banco de madera, los pies helados por el agua que ocupaba el fondo de la embarcación. Después retomó los remos y comenzó a batirlos con fuerza, ansioso por calentarse con el ejercicio vigoroso de sus grandes músculos.

El anciano suspiró al ver crecer el contorno del muelle lejano y alzó la vista lentamente. Sí, allí estaba: sucia, vieja, magnífica. El monte del centro de la ciudad, que apenas podía ver, cubierto de construcciones, le pareció más pequeño que el de sus recuerdos. Anochecía y el cielo se desangraba más allá de la Vía Apia.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras se acercaban al muelle. No podía atribuirlo exclusivamente a la humedad del Tíber ni a la lluvia helada que le empapaba la túnica desteñida, el manto cubierto de remiendos, las sandalias raídas, y se filtraba hasta su carne enjuta, apretada empecinadamente a los huesos.

A pesar de la lluvia un grupo de niños estaba pescando en la orilla, a cincuenta metros del muelle.

—Padre… —susurró el negro.

—Sí, sí… —se oyó la voz del viejo, que cruzó la superficie del río y se perdió entre los lejanos juncos lentamente.

Uno de los niños señaló al negro y todos comenzaron a gritarle obscenidades en un mal latín. Luego, cuando la canoa se acercó un poco más a la orilla donde estaban, un rubio que no tendría más de siete años se abrió las ropas y les mostró el pene minúsculo, sacudiéndolo con ambas manos en dirección a ellos. Los demás niños lo imitaron y comenzaron a orinar; el rubio hizo lo mismo, tras vacilar un rato.

Riendo, Manes cambió la dirección de la canoa, llevándola más al centro del río.

El anciano no sonrió, sino que con disgusto se cubrió el rostro con la capucha del manto astroso.

—Tal vez sería mejor seguir hasta los pantanos —sugirió el remero. El anciano no contestó enseguida.

—Siempre será igual esta ciudad. Siempre —resonó su voz luego— vamos para allá, hijo mío. Rema más despacio, tenemos que perder algo de tiempo mientras viene la noche.

Las antorchas del suburbio Paludes ya estaban encendidas cuando el nubio ató la canoa a un grueso manojo de juncos. Luego, pese a las protestas del anciano, lo tomó en sus brazos y lo cargó hasta permitirle ponerse de pie sobre la orilla barrosa.

El silencio sólo era cortado por el croar de las ranas y por algunos gritos aislados, que de tanto en tanto venían del barrio invisible.

Debían esperar.

La lluvia se estaba desplomando más pesadamente cuando vieron la antorcha de resina que avanzaba hacia ellos.

Manes se adelantó, aferrando algo escondido entre sus ropas.

El que portaba la antorcha la inclinó sobre su rostro para hacerlo visible, y el negro soltó aliviado la vaina del cuchillo cuando el otro trazó un signo en el aire con la antorcha. Los dos hombres se abrazaron en silencio y el de la antorcha besó las mejillas del negro.

El anciano los veía hacer con impaciencia.

El de la antorcha se le acercó reverentemente y, al llegar junto a él, se arrodilló e intentó besar el barro que había salpicado los bordes de su manto.

—Padre, padre, santísimo padre… —musitó el joven.

—Vamos, vamos, déjate ya de eso —gruñó el anciano, haciéndole incorporar.

—¿Cómo te llamas tú, hermano? —susurró Manes a espaldas del viejo.

—Aesculus, Aesculus Caius Ilirius… perdón —balbuceó el joven, volviéndose nuevamente hacia el anciano e inclinando la cabeza—, fui bautizado Simeón.

—Está bien, está bien, Simeón. Llévanos de una vez.

Marcharon en la oscuridad, mientras Aesculus-Simeón susurraba que los había visto desviarse del punto acordado, comprendido la maniobra y los había seguido hasta el lugar del desembarco. Yendo al frente con la antorcha, el joven dirigía al anciano todas las miradas furtivas que podía.

Fastidiado, el anciano pensó que el jovencito se dirigía a él con la misma reverencia supersticiosa que habría seguramente empleado uno, dos, tres años antes, al acercarse a un sacerdote de cualquiera de los cultos que ornaban con sus templos la ciudad. Ese pensamiento lo atormentaba desde… ¿cuánto tiempo atrás? ¿Veinte, treinta años, cuarenta…? ¿Cuándo había comenzado todo aquello?

Recordaba que durante los primeros años el entusiasmo que sentía le había hecho obviar lo que comprobaba sin embargo cada día. Cada vez que hablaba en público sentía que persuadía (a los pocos que lograba persuadir en aquellas épocas), no porque despertara en ellos la pasión y aun mejor, el entendimiento de que sus palabras eran la verdad. Ya entonces se mordía los labios al contemplar las lágrimas, los suspiros, las bocas temblorosas que se quedaban sin palabras con las que replicarle; las manos que se extendían hacia él, buscando tocarlo, comprobar que era un hombre. Lo quemaba su contacto porque comprendía que poco o nada había logrado cambiar en aquellos a los que había, simplemente, conmovido. Lo seguirían, sí, pero no del modo en que él quería que lo hicieran. Lo seguirían sus cuerpos, sus emociones, su devoción extrema que llevaría a muchos a la muerte o a momentos peores que la muerte, pero el entendimiento no. No el entendimiento de sus razones, precisamente aquello que hacía tan fuerte la convicción del anciano. El sentido mismo de su oratoria y de cada una de sus acciones, se repetía en los momentos de mayor amargura, siempre estaría lejos de todos ellos.

Bordearon las orillas del barrio Paludes, demasiado peligroso de noche y de día como para cruzarlo sin armas (el nubio nada le había dicho al anciano de lo que llevaba entre las ropas, una precaución que de todos modos iba a ser insuficiente, definitivamente inútil, si algo sucedía en un lugar como Paludes).

Simeón intentó ayudarlo a subir una cuesta, pero el anciano rechazó disgustado el brazo que se le extendía. Luego recapacitó, suspiró, y antes de subir como pudo aquel repecho, intentó dirigirle una sonrisa al ruborizado muchacho, algo que fuera reconfortante como el beso de la paz, pero no lo logró. No podía.

Detestaba aquellas miradas que le dirigían, la dulzura y simplicidad que empleaban para hablarle, el respeto profundo con que se expresaban ante él. Cuando le preguntaban… aquello le daba asco, no podía evitarlo. Era como si le preguntaran por Apolo, por Mercurio, por Jano, por cualquiera de los huecos dioses de bronce que ornaban las esquinas, los templos, las capillas de las casas de los magnates de la Vía Flaminia. Con la misma credulidad con la que sus padres y ellos mismos se habían inclinado ante cualquier griego mentiroso que les dijera que en Esmirna o en Capadocia se le había aparecido uno de los inmortales (siempre lejos, pues los dioses viven y se manifiestan lejos).

No, no lo había conocido.

No, nunca lo había tratado.

No, no era verdad, jamás había compartido su comida y su bebida.

No, no había escuchado su palabra directamente de sus labios.

Inútil, inútil decirles que todo aquello era nada, no significaba nada, que lo importante era otra cosa. Siempre sería otra cosa.

Ellos querían saber cómo era su cabello.

Hastiado, él mencionaba cómo le habían dicho que era y luego les preguntaba —trataba de inducirlos a preguntarse a sí mismos, como le aseguraban que lo había hecho Sócrates— si que fuera rubio o moreno cambiaba algo. Rápidamente le decían que no, tras un momento de perplejidad, para luego preguntar por su ropa, el tono de su voz, que cómo era de alto.

Sabía que, con paciencia, debía ir induciéndolos a reflexionar sobre otros aspectos de lo que aquél les había enseñado y que, como le había aconsejado hacía ya una eternidad el mismo hombre al que iba a encontrar en esa ciudad ajada, debía aprovechar esa curiosidad infantil de los que se interesaban en las enseñanzas para conducirlos hacia lo importante.

El hombre con el que iba a volver a verse le había recomendado, antes de que se separaran por primera vez (¿hacía ya veinte, treinta, cuarenta años?) que observara, por ejemplo, la paciencia de Mateo, su dulzura, la ternura de su voz, la pacífica calma con la que se dirigía a los demás.

Pero sencillamente él no podía hacer nada semejante. Quería hablar con dulzura y le surgía de la garganta aquella voz áspera y fuerte, la que incluso a su edad todavía era capaz de imponerse a las sumadas de toda una multitud de incrédulos, reducirlos a silencio y obligarlos a escuchar. La voz que había predicado por toda el Asia Menor no estaba hecha para la conversación íntima, la que convence finalmente, delgada y suave como un chorrito de agua que, invencible y persistente, sigue escurriéndose sobre la piedra hasta que abre un hueco en ella y la horada de lado a lado. Petro, el hombre al que iba a ver, tenía ese tipo de voz; él no.

Aquel por quien le preguntaron y le preguntaban lo sabía y había puesto a Petro muy atinadamente al frente de todo. Él jamás había dudado de lo correcto de aquella elección. Él, lo hubiese arruinado todo. No, no estaba hecho como Petro para esperar, organizar, diferir, avanzar despacio, retroceder, insistir, postergar, repetir, reintentar. Él, pesarosamente siempre, hacía mucho que había comprendido que su destino eran las multitudes de incrédulos, la arenga, el látigo de la lengua flameando sobre las conciencias, la fuerza corrosiva de sus afirmaciones que derribaban ídolos, hacía retroceder las costumbres, variar los hábitos que generaciones y generaciones de supersticiosos habían plasmado en el espíritu de sus contemporáneos.

Tanto se concentró en esto, que cuando le indicaron que habían llegado a destino creyó por un momento que iba a ver a Petro de inmediato y se emocionó fuertemente. Aunque Manes le había explicado paso por paso las instrucciones que había recibido directamente de labios de Petro para hacerlo ingresar en la ciudad, que se entrevistaran y luego pudiera partir con seguridad y sin ser detectado (y ello incluía que no se verían la primera noche, sino al día siguiente) todo lo había olvidado al sumergirse en sus mortificaciones, en la rueda de moler sus amarguras. Se sintió desencantado al no ver a Petro, sino a una reverente posadera que les daría de comer en aquel sitio seguro donde debían pasar la noche. Sí, se lo habían dicho, pero de todos modos se sentía desencantado.

Mientras partía el pan volvió a distraerse, pensando en que, después de todo, él en algo se parecía a los que lo amargaban con aquella fe irreflexiva, lo único que le devolvían. Igual que ellos, él se había dejado llevar por sus emociones y, de hecho, lo hacía casi siempre. Cuando se enojaba contra la ingenua credulidad de aquellos a los que había convencido y convertido, ¿no estaba entregándose acaso a una emoción que mucho tenía que ver con la ira, aunque sus razonamientos y meditaciones la amenguaran…? ¿No les había advertido aquél al que invocaban y aquél por el que tantos preguntaban, sobre la ira que nubla el pensamiento y separa a los hombres de los hombres?

Sobre todo lo ofuscaba que le preguntaran por los milagros. Durante todos esos años (¿veinte, treinta y cinco, cuarenta años?) se había visto obligado a narrar lo de los leprosos, lo sucedido con los ciegos, el sábado en que frente a la cripta, según le dijeron, lo vieron salir conduciendo de la mano al que instantes antes estaba muerto. Podía explicar perfectamente todo aquello, pero cuando lo hacía nadie entendía sus palabras. A nadie le importaban entonces sus palabras.

Una fe animal, apenas una fe animal, apenas eso, farfulló.

Mientras mordisqueaba el pan, un buen pan romano como no probaba desde hacía décadas, se dio cuenta de que todos: Manes y Simeón, sentados a la mesa junto a él, la posadera y dos de sus hijos, allí presentes para contemplarlo, lo hacían con una mezcla de estupor e impaciencia.

Lo comprendió enseguida y dejó el pan que había tomado sobre el centro de la mesa. Lo bendijo, agradeció, etcétera.

Comieron en silencio, mientras los niños de la posadera no le sacaban los ojos de encima, llenos de algo semejante pero no igual al temor, algo que les impedía marcharse. Su madre los despachó, pero tuvo que obligarlos a irse.

La posadera los servía atentamente, pero él apreció que sus manos temblaban y que evitaba mirarlo a los ojos. Cuando él le dirigió circunstancialmente la palabra (quería algo más de aceitunas, si era posible), la mujer no pudo más y rompió a llorar, cayendo de rodillas y aferrándole las sandalias. Manes y Simeón estaban conmovidos. Se pusieron de pie y consolaron a la mujer, que sin embargo no quería soltar las sandalias cubiertas de barro. La mujer se retorció y se soltó del cariñoso tironeo de Manes, besando aquellas costras polvorientas, esos pies encallecidos, esos talones sucios por semanas de marcha desde Albania.

El anciano la contempló con pesar, mientras ambos hombres la alzaban en vilo y se la llevaban hacia el interior de la casa.

Haciendo buen uso del tiempo, murmuró en griego, mientras mascaba el último bocado.

El anciano dejó de comer y se quedó con una expresión vacía, contemplando cómo el pan que había bendecido y por el que había agradecido se había vuelto nada más que migajas sobre la mesa revuelta.

El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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Cuando la ficción policial vive en la ficción policial
Por Guillermo Martínez*

Ponencia para St Hilda´s Crime Fiction Weekend, Oxford


En su ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción”, Borges pasa revista a varios momentos que podríamos llamar de “autoreferencia” en la literatura (en el sentido del bucle lógico en que la ficción alude o se refiere a sí misma). Menciona en primer lugar la noche entre las mil y una noches en que Sherezade le relata al sultán su propia historia como cautiva, y que amenaza con iniciar un ciclo infinito:

“Ninguna tan perturbadora como la de la noche 602, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él [el rey] oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también –de monstruoso modo-, a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de Las mil y una noches, ahora infinita y circular…”

A continuación Borges comenta la obra de teatro que se desarrolla en el tercer acto de Hamlet: “Shakespeare erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada –el envenenamiento de un rey- espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones.” Y recuerda un comentario agudo de De Quincey, quien observa que “el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero”.

También, en otro ensayo, “Magias parciales del Quijote”, Borges comenta que “en la realidad, cada novela es un plano ideal; Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro. […] En el sexto capítulo de la primera parte, el cura y el barbero revisan la biblioteca de don Quijote; asombrosamente, uno de los libros examinados es la Galatea de Cervantes… Ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote.”

Y en ese mismo artículo se pregunta:

“¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios.”

En su cuento quizá más célebre, “El aleph”, Borges, ahora como autor de ficción, apela también fugazmente a este recurso cuando, dentro de la famosa enumeración de imágenes que el protagonista distingue en esa esferita llamada Aleph, dice al pasar vi tu cara e involucra abruptamente al lector.

“[…] vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.”

Así, por un fugaz momento, el cuento se sale del plano de la ficción y nos precipita, como lectores, dentro de ese torbellino que es la enumeración del todo, y que, por exhaustiva, debe necesariamente contenernos.

Con un recurso similar, Julio Cortázar, en el cuento “Continuidad de los parques”, imagina a un lector de una novela policial que se sienta en un sillón de terciopelo verde, frente a un jardín. Sumido en la lectura no advierte, en la trama que se desarrolla frente a sus ojos, que el asesino de la novela, el amante de una mujer que quiere eliminar a su esposo, a través de un camino de árboles y en la “continuidad de los parques” llega hasta un jardín idéntico a su jardín y entra con un cuchillo a una sala donde un hombre lee de espaldas en un sillón de terciopelo verde. Cortázar agrega así una variante más a una combinatoria que parecía agotada por Agatha Christie y muestra que en un relato policial también el lector puede ser la víctima.

En todos estos casos, la alusión a una ficción dentro de la ficción tiene el propósito literario de perforar hacia fuera el plano de la ficción, de hacer irrumpir en el mundo que llamamos “real” algo de ese otro mundo creado en las páginas pero en principio, restringido y cautivo en ellas. Si en la realidad, como afirma Borges en su metáfora geométrica, cada novela es un plano ideal, la autoreferencia es un intento de emerger desde ese plano al espacio, como el punto encarcelado en un círculo que fuga “hacia arriba”.

Hay sin embargo al menos otras tres posibles razones o intenciones literarias para aludir a una ficción dentro de la ficción. La primera la proporciona Umberto Eco al pasar en una entrevista. Dice allí que en nuestro tiempo contemporáneo prosaico, desprovisto de la retórica amorosa inflamada que era aceptada y aún esperable en otras épocas, un hombre ya no puede, sin caer en el ridículo, o ser tomado por impostor, decir una frase de amor demasiado “elevada” a una mujer. Pero todavía puede acudir a la cita, jugar el pequeño truco de evocar una línea literaria de un poema, hacer el proceso inverso de ir desde “lo real” al mundo de la literatura, más amplio y hospitalario, donde esa exageración, esa hipérbole puede decirse, para traerla a la conversación en un movimiento anfibio. Ese mismo truco puede hacerse dentro de la novela policial. La novela policial, que requiere en general establecer hechos estrictos, como cartas confiables a la vista, y procede con razonamientos que deben finalmente ajustarse a la lógica de lo real, de lo posible, tiene cierta tensión también en el lenguaje con todo aquello que suene demasiado lírico, “espiritual”, exagerado. El registro de lenguaje de la novela policial difícilmente admite arrebatos poéticos, y predomina cierta sequedad que tiene que ver con la gran cantidad de información que acompaña siempre al desarrollo de un caso. Esta información, que debe ser precisa, o precisamente ambigua, y que comprende procedimientos forenses, detalles de autopsias, de armas o venenos, verificación de horarios y coartadas, desplazamientos, intríngulis legales y testamentarios, no se llevan bien con los entusiasmos líricos. El pacto de lectura de la novela policial no es el de la seducción -o la simétrica seducción del malditismo- de cualquier otra novela, sino la confrontación de inteligencias. Dentro de esa limitación intrínseca del lenguaje, acudir a citas literarias permite, tal como plantea Eco, la posibilidad de hacer respirar otro aire, de infundir belleza y alcanzar, con suerte, otros simbolismos o alguna altura literaria. Así procede Agatha Christie por ejemplo con sus alusiones a las tragedias de Shakespeare dentro de sus novelas, o a las rimas infantiles crueles de la tradición inglesa. Y también Raymond Chandler, a través de personajes lectores, tal como analiza Ricardo Piglia en El último lector. Umberto Eco, en El nombre de la rosa, invierte la proporción y pone los libros y la discusión filosófica en el centro de la escena, como el corazón de la intriga. En cualquier caso, los libros, dentro de una novela policial, permiten la ampliación del registro del lenguaje vía el recurso de la cita.

La segunda intención tiene que ver con la observación de De Quincey: la alusión a una novela policial dentro de una novela policial puede lograr por contraste mayor verosimilitud para ese mundo al fin y al cabo también ficticio que se está narrando. Casi siempre esa cita, o alusión, tiene alguna carga de ironía, de distanciamiento, tal como el mago que muestra el modo en que presentarían cierta ilusión sus colegas del pasado, con trucos burdos, para hacer lo mismo a continuación con magia invisible y “verdadera”. Este efecto de verdad proyectado por la alusión a algo palpablemente del mundo ficcional, de lo ya escrito, encuadernado y hecho libro, y por lo tanto aceptado como “artificio”, recuerda también el efecto de la cámara grúa en el mundo del cine (tal como observa Pablo Maurette en su reciente libro Por qué nos creemos los cuentos). En efecto, el plano grúa, al alejarse y tomar desde arriba la escena, podría revelar los decorados, las cámaras, la silla del director, y lo ficticio del mundo recién representado (y esto se ha hecho muchas veces en el cine). Pero cuando se elige, por el contrario, la continuidad de la ficción, el efecto sobre el espectador es aumentar la sensación de verdad. El mundo hasta recién acotado en ciertos límites, circunscripto a ciertos personajes, a cierta parte de la ciudad, se continúa en esa amplificación, sin fallas ni saltos, hasta donde alcance nuestra vista, hasta confundirse en esa segunda ilusión con algo mucho más amplio, inscripto “naturalmente” en nuestro mundo real. Del mismo modo, la discusión de una novela policial dentro de una novela amplifica hacia fuera el mundo de esa novela, para permitir el ingreso de objetos de “lo real” y tocarnos más de cerca.

La tercera manera en que la ficción policial vive en la ficción policial es a través de la recreación y variación de una trama o una astucia. Dado que la combinatoria de una cierta cantidad de crímenes y otra cierta cantidad de víctimas y sospechosos es siempre finita, la novela policial, por la simple acumulación incesante de títulos, está condenada al eterno retorno de similitudes, deliberadas o inconscientes. Recuerdo que la primera idea que tuve para mi novela Crímenes imperceptibles era ya en sí misma una variación de la idea de Chesterton en su cuento “El signo de la espada rota”. En ese relato hay una pregunta, como un ritornello: “¿Dónde esconder un grano de arena”? En la playa. ¿Dónde esconder la hojita de un árbol? En un bosque.” A partir de esta idea, en el relato de Chesterton un coronel desata una batalla insensata para esconder un único crimen privado en la montaña de cadáveres de soldados y oficiales que quedan en el campo, bajo ese otro gran crimen multitudinario que es la guerra.

Como variación de esta idea recuerdo haber pensado: ¿cómo esconder un crimen recién cometido, en tiempo presente, con la policía en camino? Mi variación fue sumergirlo en una serie de crímenes por venir. Hacerlo pasar como el primer término de una serie trucada. Esconderlo en el futuro como parte de una conjetura suficientemente verosímil.

Incluí dentro de la novela la referencia a este relato de Chesterton, como una manera de reconocer esa primera asociación, pero como el ocultamiento daba lugar a una serie falsa, fue inevitable que la crítica y los lectores también relacionaran Crímenes imperceptibles con otros relatos clásicos alrededor de esta idea: el cuento “La muerte y la brújula”, de Borges y la novela The ABC Murders, de Agatha Christie (El misterio de la guía de ferrocarriles).

También en mi novela Los crímenes de Alicia hay alusión a otras novelas policiales: en la escena en que atropellan a la joven becaria, hay una resonancia -que en algún momento hago explícita- a La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Esta novela inauguró una colección muy famosa de novelas policiales en Argentina, llamada El séptimo círculo, que fue dirigida en su primera época por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En gran parte la visa siempre provisoria de aceptación literaria que tiene el género policial en la Argentina se debe al prestigio de esta colección. Más adelante en mi novela, con respecto al veneno llamado aconitina, hay una referencia a El crimen de Lord Arthur Savile, de Oscar Wilde, e incluso una pesquisa de ese libro en las librerías y la lectura en voz alta de un párrafo. Y también parte de la resolución del crimen tiene que ver con la discusión alrededor de una variante del cuento “Los tres jinetes del Apocalipsis”, de Chesterton, relacionada con la cuestión de cuándo es absurdo y cuándo quizá no “matar al mensajero”. Se menciona también al pasar un relato que leí y me impresionó profundamente en la adolescencia: Si muriera antes de despertar, de William Irish y la frase sardónica de otra novela de Nicholas Blake –¡Oh, envoltura de la muerte!- en que un loro repite: “El veneno es un arma de mujer, el veneno es un arma de mujer.”


Más allá de estas tres intenciones literarias que quise señalar hasta aquí, hay también a veces un efecto imprevisto de lectura sobre el libro que se tomó prestado, en esa nueva vida fugaz, que dura a veces sólo una cita, dentro de otra ficción. Cuando al empezar mi novela Los crímenes de Alicia hice las primeras menciones al mundo de Alicia en el País de las Maravillas, no imaginaba todavía la posibilidad de asemejar las muertes que ocurrirían más adelante en la trama a escenas también angustiosas y amenazantes que aparecen en Wonderland. Pero una vez tomada esa decisión, en cierto punto de la novela, el inspector a cargo de la investigación debe volver a leer ese libro supuestamente infantil desde este punto de vista siniestro, para encontrar pistas de posibles muertes futuras. Puse en él mi sorpresa, cuando encontré en este recuento, en mi propia relectura desde este ángulo, un libro mucho más oscuro de lo que recordaba. Recuerdo, finalmente, que cuando Los crímenes de Alicia apareció en España, se me acercó una señora de un club de lectura para reprocharme, bastante enojada, que después de haber leído mi novela -y enterarse por primera vez de los rumores de pedofilia sobre Carroll- ya nunca podría volver a leer del mismo modo Alicia en el País de las Maravillas. Reconozco que no supe qué decirle: a través de mi ficción, en efecto, algo del ser ambiguo que fue en vida Lewis Carroll había saltado hacia fuera, se había asomado lo suficiente para enturbiar lo que había sido una lectura límpida y feliz de su infancia, que ella creía intocable. Me sentí, como en mi novela, el mensajero que lleva un sobre envenenado, y a quien no es tan mala idea matar antes de que toque a la puerta.

* GUILLERMO MARTÍNEZ nació en Bahía Blanca en 1962. Se doctoró en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires. Posteriormente residió dos años en Oxford. En 1988 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos “Infierno grande” (el cuento que le da título fue publicado por The New Yorker). A su primera novela, Acerca de Roderer, traducida a varios idiomas, la siguieron La mujer del maestro y el ensayo Borges y la matemática. Ganó el Premio Planeta en 2003 con Crímenes imperceptibles, novela traducida a cuarenta idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia con el título Los crímenes de Oxford. En 2007 publicó La muerte lenta de Luciana B., elegida por El Cultural de España entre los diez libros de ese año. En 2011 publicó la novela Yo también tuve una novia bisexual. En 2015 ganó el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con Una felicidad repulsiva. Su reciente novela, La última vez, es una intriga literaria sobre la ambigüedad de la verdad. Publicó además los libros de ensayos La fórmula de la inmortalidad, Gödel para todos (en colaboración con Gustavo Piñeiro) y La razón literaria. En 2019 obtuvo el Premio Nadal (España) por su novela Los crímenes de Alicia.

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De la caída de la ciudad de Famagusta y de
los extraños sucesos que allí ocurrieron

Mariano Ducros

Mariano Ducrós es autor del libro Theremin,
publicado en nuestro catálogo


De tanto en tanto, sobre los pesados yelmos que envolvían las sombras de los soldados que caminaban bajo la llovizna, caía la espesa luz de las antorchas, alineadas bajo el muro exterior que protegía el lado sur de la ciudad de Famagusta, último enclave de la Serenísima frente al avance de las fuerzas de Soliman el Magnífico. Era aquí, bajo los muros de la ciudad sitiada, donde se podía encontrar en algunas noches, excepcionalmente y solo por un rato, a musulmanes y cristianos reunidos casi siempre por el interés del dinero, o la sangre. Como ocurre ahora, con estos soldados de infantería turcos, que observan el círculo que lentamente trazan los rivales de un duelo. Frente a ellos, unos arcabuceros venecianos, para contener el nerviosismo, disimuladamente se tiran de los bigotes, con la mano que no sostiene el arma. Una oleada de voces se levanta de tanto en tanto. “Muerte al perro cristiano”, “Muerte al infiel”. Las voces se apagan por un momento y queda solo un murmullo, que inmediatamente es remplazado por otro coro de exclamaciones. “Viva el Capitán”, “Larga vida al león de Damasco”.

Un soldado con la cara y la armadura negras de suciedad, lanza un silbido que se confunde entre el chocar de las armas y las voces para luego desvanecerse en la negrura. El animal, un gigante mastín napolitano, agitando su rosada y húmeda lengua, se acerca con adormilada fidelidad, para tirarse al lado del hombre que guarda las cinco monedas de oro que constituyen la ganancia de la jornada.

Antonio, mientras los duelistas, por un momento, dejan de girar y, inmóviles, toman aliento, acaricia las orejas de Hércules, el mastín. El otro jugador, sentado frente a él, no parece interesado por el resultado de la partida de dados. Se llama El-Kadur. Es un reconocido contrabandista que se ha ganado su prestigio gracias a un genio sutil, tan capaz de anticiparse, en cualquier transacción, a las respuestas de sus clientes, como de ocultar sus propios deseos bajo una distracción adormilada en la cual no tiene poco que ver, su afición por el hachis; sustancia que considera esencial para el buen término de cualquier emprendimiento comercial. Sin embargo, en el rostro del árabe se adivina, en esta ocasión, la marca de una preocupación inequívoca. Su mirada se dirige hacía donde se desarrolla el duelo, aunque desde la distancia y posición en la que está solo puede adivinar las alternativas de la pelea.

Se escucha el ruido de un cuerpo que ha caído. ¿Quien de los dos contrincantes, el capitán cristiano que es conocido por su arrojo como Capitán Tormenta o el gallardo León de Damasco, hijo del Bajá, será el vencedor y quién su victima?

Antonio, de pie, la mano golpeando con suavidad la cabeza del dormido Hércules, no se pierde ningún detalle del combate. Si no estuviera tan absorto con las circunstancias del duelo, quizás se sorprendería ante la mirada que en ese momento le dirige El Kadur. Como si fueran espejos, la mirada del árabe, con un anhelo particular, buscaba en los ojos de Antonio la imagen del ganador. Recién cuando el otro sonríe, El Kadur, sentándose en el suelo comienza a preparar con tranquilidad su pipa de kiff . “Esta vez, El Kadur, ganamos nosotros”. El árabe, después de exhalar una delgada bocanada de humo le contesta: “Cristiano, Ala es el único Dios. Tú y yo no somos ni siquiera su sombra”. Pero Antonio ya se ha acercado al grupo de los arcabuceros venecianos que festejan, lanzando sus gorros al aire.

En el círculo que forman los soldados de ambos bandos y bajo las cabrileantes medias sombras del fuego de las antorchas, se distingue una figura que empuña un hermoso florete mientras a sus pies, enredado en los pliegues de su túnica, el León de Damasco exhorta al capitán veneciano a que ponga fin a su deshonra, matándolo. El vencedor, sin embargo ha dado medía vuelta y se dirige hacia donde lo esperan sus hombres. Le ha perdonado la vida.

Entonces se escucha el disparo.

Hércules se incorpora y trota hacia donde está su amo, quien en ese momento empuña su espada, al igual que los arcabuceros venecianos que rodean a su capitán. Frente a ellos los soldados turcos enarbolan esas espadas curvas llamadas cimitarras. Constituyen un grupo superior en número al de los soldados cristianos, porque cuentan además con la ayuda de un escuadrón de zapadores albaneses e incluso seis o siete jinetes hindúes, que han llegado hace unos día trayendo una imponente dotación de elefantes.

Una nueva confrontación parece inevitable. Antonio busca a El Kadur con la mirada, pero le es imposible encontrarlo. En el horizonte ya asoma en el cielo la pálida claridad del alba, cuando desde el suelo se escucha la poderosa voz del León de Damasco: “¿Es que estoy condenado a comandar una jauría de perros? ¿Así tratamos, nosotros, soldados de Dios, a un valiente?”. Los soldados retroceden, acobardados ante la sombra que se incorpora hasta quedar frente al Capitán Tormenta, quien a su vez tiene que contener con un gesto a los arcabuceros, dispuestos a acabar con cualquiera que atente contra la vida de su querido jefe. “Me conformaría con solo tener uno como vos, entre mis filas, a tener cientos como estos” dice el León de Damasco señalando a sus propios y avergonzados hombres. “Debes saber que – prosiguió el príncipe turco con mirada encendida – cuando lancé este reto, frente a las murallas de esta oscura Famagusta, jamás pensé que podría ser vencido. Pero no me entiendas mal, noble caballero cristiano, ni creas que ha sido esa certeza la que me ha movido al duelo, pues aun sabiendo que podría ser vencido me hubiera enfrentado a vuestra merced, ya que soy tanto señor cortés como soldado esforzado y se gozar la vida como aceptar la muerte”. Y el León de Damasco se acerca todavía un poco más hasta quedar a menos de un metro del Capitán Tormenta ofreciéndole una gentil reverencia: “Por todo esto, noble cristiano, es que espero ansioso el momento en que nuestras espadas se vuelvan a cruzar para honrar así, nuevamente, nuestro común linaje de guerreros”. “Yo así también lo espero” responde el Capitán con igual respeto, pero también con un desliz de singular ironía que solo ha notado el príncipe turco, quien ayudado por sus hombres monta ahora en un bellísimo corcel árabe y parte junto a todo su séquito.

El Capitán Tormenta y sus hombres lo ven alejarse bajo la luz fría y velada del alba. Es entonces cuando Antonio ve desplomarse al Capitán frente a sus hombres, que rápidamente lo recogen y se lo llevan en andas al interior de la ciudad. Antonio acaricia al mastín detrás de las orejas. A lo lejos, traído por el viento, se escuchan las voces que acompañan el lento desperezarse del campamento turco. Dentro de muy poco volverá a caer sobre Famagusta la metralla de las culebrinas; los zapadores albaneses, con sus hermosas babuchas rojas, volarán las murallas con sus explosivos; y por todas aquellas grietas se colarán entonces los feroces jenízaros de quienes Antonio ha oído decir que se criaban desde chicos tomando la leche amarga de loba que forjaba sus despiadados temperamentos.

Hacía muchos años y en las vísperas de su bautismo de armas, Antonio había visto en un sueño a unos guerreros que vestían túnicas con extraños signos bordados en oro de los cuales solo ellos sabían a través de sus magos y sacerdotes su oculto significado. Blandían sus pesadas y relampagueantes cimitarras. Sus caras eran afiladas. Sus ojos crueles brillaban con un fulgor helado y reían mostrando sus dientes de una blancura sobrenatural.

Cuando Antonio despertó, contó su sueño al resto de la compañía que supo escucharlo en silencio. Al terminar un viejo veterano, acercando sus manos nudosas a las llamas de la fogata sobre la que formaban circulo los hombres, carraspeo y luego de escupir sonoramente dijo:

“Esto que cuentas muchacho no es un sueño. Has visto a los jenízaros. Lo que te ha pasado, nos ha sucedido antes a todos nosotros” Y la mano del soldado abarcó con un solo gesto a los rostros que asentían en silencio. “Los jenízaros siempre se presentan en los sueños de sus enemigos en las vísperas de un combate. Pero no temas, esa maligna y rara magia no los protege de morir en la lucha. Para vencer el miedo que infunden solo precisas tener el brazo fuerte y la cabeza en tu lugar”. Hizo una pausa y miró con malicia al joven soldado “¿Sabes cuál es el lugar de tu cabeza, no, muchacho? Si eso es, sobre tus hombros. Procura que quede ahí, porque sus cimitarras suelen cortarlas con la misma facilidad con la que uno arrancas una manzana”. Antonio sonrió pálido de miedo y el viejo veterano viéndolo, largó una carcajada que fue acompañada a coro por el resto.

Ese día Antonio Jesús de Hita y Balboa vio cómo el mundo se convertía en un remolino. Cuajos de sangre negra, víceras desparramadas, cuerpos desmembrados, giraban envueltos por los gritos e insultos de hombres y bestias en el campo de batalla. En el interior de esa marea ciega, Antonio no tuvo miedo, solo la sensación de que el sueño era este y no el otro. Nunca supo si se había enfrentado con uno de los terribles guerreros que se había anunciado en sus pesadillas. Todo parecía suceder a una velocidad inhumana frente a sus ojos, hasta que un momento sintió que él y la escena de la cual formaba parte se disgregaba como si todo fuera producto de una ilusión o de un conjuro mágico.

La batalla había terminado.

En el campo, los cuerpos eran bultos oscuros y barrosos. Se acercó exhausto hasta donde un grupo hurgaba entre las ropas de uno de los cadáveres. Reconoció entre ellos al veterano quien le guiño un ojo mientras le lanzaba el mango roto de una cimitarra, adornada con los signos que identificaban la procedencia de su dueño. Cuando el grupo se retiró, Antonio se arrodilló ante al cuerpo. El jenízaro tenía una estaca clavada a la altura de su ojo izquierdo. Así, en el silencio que flotaba, era solo otro muerto más. Antonio se levantó y renqueando siguió a sus compañeros.

Aquella noche en el campamento, en los preámbulos de una orgiástica borrachera salpicada por el tufo que venía de la pila de cadáveres amontonados en la sombra y el rezo de los sacerdotes, Antonio volvió a cruzarse con el veterano. Una horrible cicatriz le cruzaba la mitad derecha de su cara y el hombre la portaba como si se tratara de una medalla. Alguien entre los que estaban allí reunidos grito de repente: “Cuzzio, vuelve a contarnos la historia de La Princesaa Latiffa”. Cuzzio, que era el nombre del veterano, se incorporó pesadamente y alzando su pellejo lleno de vino, luego de brindar por la victoria dijo: “De historias nuevas está lleno este mundo. Pero ya que ustedes quieren volver a escuchar ésta que no por sabida deja de ser maravillosa, contaré entonces nuevamente lo que me sucedió siendo sirviente de Don Giovanni De la Corda, duque de la Serenísima y caballero de la Orden de Malta.

“Por aquel tiempo mi señor, por razones que este soldado ignorante desconoce, fue enviado como embajador a la ciudad de Córdoba. La casa que ocupábamos estaba cerca de la Mezquita. Cierta noche alguien golpeó la puerta de la residencia. Salí entonces a recibir al inusual visitante y cual no sería mi sorpresa cuando frente a mi vi a una joven de singular belleza. Vestía ricamente a la manera en que lo hacen las princesas moras. Con voz desfallecida me dijo su nombre: Latiffa. La joven me tomó del brazo y me empujó hacia afuera con la fuerza que da el miedo o con la determinación de alguien que está acostumbrado a ser obedecido. La calle estaba oscura. Había sido raptada junto a su hermana Fátima por unos bandidos que permanecían ocultos en una de las casas cercanas. Ambas eran hijas de un poderoso sultán y los bandidos habían pensado en cobrar un importante rescate, pero el desalmado padre de las princesas se negó a pagarlo, dejando a sus hijas libradas a la infinita bondad de Alá.

“La joven había logrado escapar mientras sus captores dormían y ahora pedía mi auxilio para volver y rescatar a su hermana. Decidí ayudarla. Corrimos a través de una multitud de calles y pasajes desiertos. La luna parecía guiarnos, como si su luz blanca como un hueso dibujara un hilo de plata al que seguíamos, atravesando el laberinto de la ciudad.

“Así llegamos hasta una pequeña puerta. Más allá se abría un túnel entre naranjos, dátiles y flores que llegaba a una escalera. Subimos. La princesa iba delante de mí, pero cuando llegué al piso superior había desparecido. Me encontraba en una gran galería adornada, hasta donde podía ver mis ojos, con bellísimos mosaicos de intrincadas y laboriosas figuras geométricas; unas entrelazadas con otras de tal forma que allí donde se cruzaban dos diseños parecía surgir otro. La visión me produjo un leve mareo.

“Atravezando la galería se llegaba hasta otra escalera que bajaba hasta un patio. En el medio había una fuente de la cual brotaba el cristalino ruido del agua. Una brisa cargada de un perfume dulce y extraño pasó y se disolvió en la quietud de la noche. Creí escuchar un murmullo y pensé que era Lattifa, pero allí no había nadie. Seguí caminando solo iluminado por la luz de la luna. Crucé un arco y más allá divisé un jardín. Unas sombras murmuraban ocultas entre flores y naranjos. Alguien comenzó a tañir un laúd. La melodía era lenta, sensual. Me asomé y oculto en la fronda vi la siguiente escena que recuerdo como si fuera hoy. Había dos músicos; uno era el que ejecutaba el laúd mientras el otro tocaba la flauta arqueando el cuerpo de tal forma que parecía que este fuera el instrumento por el cual brotaba la singular melodía. Pero mi asombro aumentó al ver a cuatro negros y dos mujeres que, tendidos en el suelo, se acariciaban y besaban como si estuvieran ejecutando una danza. Inmediatamente reconocí a una de las mujeres. Era Lattifa. La princesa acariciaba el miembro de uno de los negros hasta que este derramó todo su contenido. Los otros dos hicieron lo mismo entre los gemidos de placer de las dos mujeres. Yo desde luego no permanecía indiferente ante semejante aventura, pero fue entonces cuando la princesa miró exactamente hacia el lugar en el cual permanecía oculto. Sus ojos no eran humanos. Tenían la forma que suelen tener los dragones o las serpientes. Lleno de espanto salí de allí y solo dios sabe cómo, llegué a la casa, donde después de trancar la puerta me tendí en la cama y recé con inusual devoción hasta quedar finalmente dormido.

“Pero mis desgracias no habían concluido allí. Me desperté tarde, extrañado de no haber sido solicitado por el duque que solía comenzar sus actividades muy temprano. Viendo que nadie contestaba cuando llamé a su puerta, decidí ir a sacar agua del pozo. Entre tanto llegó el Padre Silverio, amigo del señor con el cual solían discutir sobre libros y demás erudiciones todas las mañanas. Regresé junto al padre al cuarto del duque y ante la falta de respuesta el padre decidió entrar. Cuál no sería nuestra sorpresa al ver que el duque, sentado en su escritorio y con la cabeza caída sobre uno de sus gruesos cartapacios, estaba muerto. Vi como el padre se acercaba hasta allí y enderezándolo se fijaba en el libro, leyendo con atención y poniéndose luego tan pálido que temí en ese momento tener que lamentar otra desgracia más. Pero el sacerdote cerró el libro con violencia y me pidió que no contara a nadie lo que había visto si quería salvar el alma de mi señor, a lo que yo le conteste que así lo haría. El padre me entregó el libro y me pidió que lo quemara en el brasero. Cuando me disponía a hacerlo vi que en la tapa había dibujado un grupo de hombres y mujeres: dos eran músicos y el resto en confusa unión realizaban el acto que yo había presenciado la noche anterior. Tiré el libro a las llamas.

“Ese mismo día, después de haber dado sepultura a mi antiguo patrón, le conté al Padre Silverio lo que había visto en aquella casa. El padre me escuchó en silenció y cuando terminé dijo que algo él ya sabía, lo cual me extrañó porque esas cosas no son cosas para ser sabidas por curas, y mientras nos despedíamos me dijo que por haber visto aquello de lo que le había hablado debía prometerle que tomaría las armas y seguiría a los Caballeros que luchan por la reconquista de la Tierra Santa, siendo esta la forma para lavar mi alma y mi conciencia de buen cristiano. Le dije que así lo haría, pero que antes quería saber queé era aquello que había leído en aquel libro, a lo que el Padre Silverio, santiguándose, respondió que por el bien de mi alma no podía hacerlo, y solo después de muchos ruegos, y para apaciguar un tanto mi curiosidad, el padre me dijo que lo único que podía revelarme es que el libro se llamaba “Las Cautivas del Jardín de los Perfumes” y que nada más podía decirme; dicho lo cual me dijo adiós, dejándome con el corazón preso de un gran temor, pero también de una gran curiosidad que me persigue hasta hoy…”

Un feroz griterío interrumpió a Cuzzio, el veterano.

Sobresaltados, cada uno saltó sobre sus armas mientras los sargentos corrían para ordenar las tropas. Una avanzada nocturna del enemigo había puesto fin al relato que desapareció como muchos de esos hombres, y como el propio Cuzzio, en la oscura noche del tiempo.

Hércules ladra. El cielo está cubierto de espesas nubes negras y el viento le trae al mastín el olor de la lluvia próxima. Antonio sentado bebe vino de Chipre perdido en sus recuerdos. El zumbido de un grupo de libélulas atrae al perro que comienza a perseguirlas por entre los escombros y los cuerpos agusanados que yacen en las calles de Famagusta. El animal hunde su hocico en las víceras de un caballo dando por olvidadas a las libélulas, que se pierden bajo una pesada cortina de humo negro proveniente de una de las pocas casas que quedan en pie.

Los gritos llenan el aire: “¡A las murallas, a las murallas¡ !Que vienen los turcos!” Hércules, indiferente, sigue masticando la carroña hasta que caen las primeras gotas. Al trote se refugia en el portal semiderruido de la Catedral. Allí se sacude el agua que afuera comienza a caer fuerte y pareja. Una de las hojas del pesado portón de hierro tiene en su parte inferior un agujero, resultado probablemente de los proyectiles que caen día y noche sobre la ciudad, y por allí, arrastrándose, entra el animal. Las galerías laterales del edificio están repletas de barriles de vino y aceitunas; pero sobre todo de cajas abiertas con mosquetes y arcabuces y barriles de pólvora. Un bulto enorme cubierto por infinidad de lonas ocupa a lo largo y a lo alto el vasto espacio de la nave central, iluminado por la luz leve y mortecina de unas antorchas. Bajo la oscilante palidez de esa luz se recortan también las sombras de dos figuras humanas. Hércules se acurruca bajo el pliegue de una de las lonas.

- La herida, duquesa, no es profunda sin embargo…

El que habla es un hombre que, aunque vestido con la ropa de un simple soldado, no puede disimular, por las inflexiones de sus gestos y su discurso, maneras propias de un caballero. Ayuda con delicadeza a quitarse una reluciente armadura a una mujer que bien podría confundirse con un hombre, si no fuera porque, a medida que se va desarmando su atuendo de guerrero, surge en el ovalo perfecto del rostro, gracia de su cuello y demás partes de su cuerpo, las inequívoca belleza de la naturaleza femenina.

-Podría haber muerto en ese combate … -el caballero se atusa el bigote y observa a la mujer con una mirada en la que conviven tanto la admiración cono la galantería-. Recuerde que la naturaleza y el espíritu recorren sendas diferentes…

- ¿Qué quiere decir usted Perpingnam? - dice la duquesa mirándolo de tal forma que el caballero involuntariamente se sobresalta.

- No quise ofenderla. Bien sabe que nunca he dudado de su entereza. Pero es difícil entablar una pelea de igual a igual entre un hombre y una mujer - y agrega con una sonrisa - y es que la propia afirmación, como usted bien ve, constituye un contrasentido en si mismo.

Los ojos chispeantes de la Duquesa se clavan como dardos en Perpingnam mientras se quita la redecilla del pelo que se desborda terso y rubio.

- Ninguna batalla se entabla entre iguales. Recuerde eso mi querido amigo. Porque no hay iguales es que hay batallas.

Y Perpingnam se inclina en una ampulosa reverencia.

Hércules gime y se mueve bajo las lonas.

La duquesa mira a su alrededor.

- Creo haber escuchado algo - dicen tensa.

- No se preocupe usted, Elena - responde el caballero con familiaridad - Nadie sabe que estamos aquí. Nuestros soldados están exhaustos y no llegarán nunca hasta aquí. Y los turcos, aunque por poco tiempo, todavía no son una amenaza dentro de la ciudad.

- Pobre Famagusta, señor Perpingnam. Citiada por tierra y mar. Pero veamos esos planos. ¿Está seguro del funcionamiento del cañón? Es la última posibilidad que tiene Famagusta… y nosotros.

- ¿Seguro? La desesperación es la única seguridad que tenemos, Eleonor. Y recuerde que aquí la posible solución es justamente el problema. Se trata de disparar un arma que tiene el mismo peso y casi el mismo tamaño de una de las torres de estas murallas y que el diámetro de su boca de fuego tiene la amplitud suficiente como para hacer entrar a la vez cinco hombres juntos. Solo el retroceso de la pieza al disparar puede hundir este edificio. No quisiera pensar si algo llega a salir mal con toda esa pólvora… - el caballero mira hacia los barriles alineados en las galerías - Famagusta volaría por el aire.

- Mejor eso a caer en manos de Soliman. En todo caso Perpingnam es nuestra última carta.

El Capitán Tormenta se acomoda sobre uno de los barriles con vino y enciende uno de esos cigarrillos que fuman los turcos y en los cuales el tabaco aromatizado se mezcla con el hachis.

- ¿El cañón ya está perfectamente alineado?

- Si. He usado como referencia la imagen de San Marcos - y el caballero señala un inmenso vitró iluminado con la figura del santo matador de dragones, símbolo de la cristiandad - Por allí debe salir el proyectil en dirección al campamento de Soliman. Justo en el centro, mi querida Eleonor, y el Gran Visir, sus malditos jenízaros y toda la gloria de Ala serán historia. La tierra temblará, mi querida señora, se lo aseguro. No por nada he bautizado esta arma como El Trueno de Dios.

Ahora son los ojos de Perpingnam los que brillan con un fulgor fanático.

- Imagine eso que los hombres de ciencia llaman “cuerpos celestes” cayendo velozmente desde el cielo - Perpingnam se acaricia la perilla que adorna su mentón- Hay algunos antecedentes, duquesa; una historia que si usted quisiera…

- Cuéntemela. Quién sabe si habrá otra oportunidad - dice el Capitan Tormenta mientras exhala el humo del cigarrillo que lentamente se va deshaciendo en el aire.

“Mi abuelo, Auville Perpingnam, tenía una pequeña embarcación que transportaba mercancía desde el Norte de África hasta Marsella. Contrabando sería quizás las palabras exactas; y porque no, muchas veces, piratería, la definitiva. Bajo su mando tenía marineros griegos, españoles y un moro al que había adoptado como una suerte de hijo. Abasim Shabad se llamaba.

Cierto día una furiosa tormenta rompió el timón de El Delfin, que era la nave de mi abuelo, cuando regresaban con un cargamento desde Argelia. El fin parecía inevitable. Fue entonces cuando mi abuelo vio al moro subir velozmente al palo mayo mayor de la nave y entre las olas que amenazaban lanzarlo al fondo del mar, realizar una serie de singulares gestos. Al principio pensó que Abasim había enloquecido, pero luego recordó que el moro le había contado una vez, sin que me abuelo diera mucho crédito a sus palabras, que de niño en su país un astrologo le había enseñado los secretos para dominar los espíritus y las fuerzas que habitan en el océano. Fue mientras pensaba en estas cosas que Auville Perpingnam vio como rápidamente las negras nubes se abrían y surgía una luna redonda y brillante, de un brillo que nunca en su vida había contemplado, a pesar de que tantas veces la había visto en sus viajes, plateando el océano o derramando su luz en la arena de costas salvajes y en el borde de junglas impenetrables…; no, el brillo de esa luna era único. Pero lo que era más extraño aún era que su tamaño aumentaba mientras el viento dejaba de soplar y las aguas se aquietaban a tal punto que el mar parecía un inmenso espejo.

La luna siguió creciendo hasta que, bajo la mirada aterrada de los hombres, ocupó todo el horizonte o para decirlo mejor todo el horizonte parecía ser la luna. Entonces Abasim bajó del palo mayor y acercándose a mi abuelo le dijo señalando hacia el confín: “Debemos ir hacia allá”. El viejo Auville no dudó. Después de arreglar el timón y los demás destrozos que había producido la tormenta tomó el rumbo que le indicaba el moro.

El Delfin se movía aunque ningún viento la impulsaba. Pero ni al capitán ni a su tripulación parecía sorprenderle este hecho; a este porque sabía que en este mundo hay cosas que carecen de una explicación lógica; a los marineros porque aunque intuían que la nave se movía por otras fuerzas que no eran las naturales no podían constatarlo, ya que mi abuelo, temiendo un motín, astutamente los había obligado a vendarse los ojos y agarrarse a los cabos de la nave.

Lentamente mientras el barco se desplazaba por el agua absolutamente inmóvil, y de la que solo se podía decir que se trataba de agua por el temblor de la estela que dejaba a su paso la nave, el capitán vio una mancha oscura en el horizonte blanco y brillante. Abadsim señaló el punto y Auville giró el timón hacia allí. A medida que se acercaban el punto negro se iba agrandando. Se trataba de una entrada, una suerte de pasaje. En un principio parecía tener las dimensiones de una cueva, luego como las puertas que guardan una ciudad, hasta que finalmente frente a ellos se levantó una abertura que podía albergar varios palacios y jardines. Ráfagas de agua y viento caían sobre El Delfin que súbitamente cobró mayor velocidad como si una corriente venida del interior de esa colosal abertura la arrastrará hacia adentro.

La voz de Abadsim resonó en la oscuridad que súbitamente se impuso y lo envolvió todo: “Casa, casa”. Solo se escuchaba el ulular de un viento desconocido. Como si estuvieran en el interior de un túnel, las ráfagas resonaban como truenos, pero ninguna gota llegó a la embarcación como si El Delfin, con las velas hinchadas a punto de reventar, volara con la velocidad de un pájaro. Y entonces, como había llegado la oscuridad se fue. El buen Auville alzó la vista. Sobre la nave había un cielo despejado en el que brillaban las estrellas. El moro sonreía.

Abadsim condujo la nave con una decisión tal que hacía evidente su conocimiento del rumbo a seguir. Al rato uno de los marineros gritó “Tierra a la vista”. A medida que se aproximaban fue recortándose los bordes de la costa, hasta que el capitán Auville, distinguió en el contorno de un paisaje blanqueado y árido, un puerto en el que descansaban otras naves. Cuando se acercaron aún más, tanto el capitán como su tripulación se admiraron de la forma de esas embarcaciones. Tenían la forma de peces gigantes. No tenían cubierta y las velas eran como las alas de un ave desconocida y milenaria.

Un centenar de personas estaban congregadas en el muelle. Llevaban túnicas blancas. Y eran todos altos y extremadamente delgados. Del grupo se destacan un hombre de larga barba y la mujer que lo acompañaba tomada de su mano. Había también un grupo de músicos. Tocaban diversos pífanos, trompas y tambores, pero aunque la ejecución parecía por la viveza de los gestos intensa, no llegaba hasta los oídos de Auville y sus hombres ni un solo sonido. Esto se confirmó cuando el capitán desembarcó. “Nuestra música tiene la pureza del silencio” le dijo Abadsim con una sonrisa a mi abuelo.

El anciano y su mujer se llamaban Kriterio y Selena. Eran el rey y la reina de ese mundo: la luna. Y Abadsim, uno de sus tantos hijos que habían partido a la aventura porque en esta sociedad los jóvenes nobles debían encontrar el conocimiento en lugares desconocidos como parte de su educación. Para hacerlo solían disfrazarse tanto por diversión como por la necesidad de ocultar su naturaleza selenita que los volvía extranjeros en cualquier lugar de la tierra y los ponía siempre en inminente peligro. Cuando Abadsim se sacó el suyo, el moro se convirtió en un joven delgado con sus cejas y su caballera con el mismo color que sus semejantes, completamente blancas.

Muchas jornadas pasó mi abuelo, el capitán Auville, y su gente en ese mundo de la Luna. Durante aquellos días y en honor a los visitantes se realizaron festivales y juegos. Así pudieron deleitarse con el baile de un grupo de doncellas que hacían bailar a sus sombras sobre un lienzo bajo el influjo de una música muda; o la caza de la liebre en la cual los pajes alineados detrás de un cordón de seda debían esperar un día entero, antes de lanzar la preciosa y única flecha que guardaban en sus talíes; flecha que debía dar justo en el corazón de la presa fugitiva.

Un día en la que mi abuelo y Misdabad, que era el verdadero nombre de Abadsim, paseaba a la orilla de un lago, el capitán tomo un pequeño canto rodado de la orilla y tomando impulso la arrojó de forma tal que la piedra rebotara en la superficie. Cuál no sería su sorpresa cuando vio que en cada rebote la piedra incrementaba su tamaño, hasta finalmente convertirse en una roca que se hundió pesadamente en el agua, produciendo una gran columna de agua color esmeralda en la que se columpiaba una ninfa.

Mi abuelo se enamoró instantáneamente de ella. Pero aunque intenso fue un amor fugaz, porque la fugacidad es la naturaleza de estos seres, cuyas delicadas formas y maneras producen la indecible necesidad de poseerlas, siendo que esta misma delicadeza es uno de los rasgos de sus elusivilidad. A mi abuelo solo le quedó el consuelo de descubrir que la belleza es un fantasma que cuando más aparece… también más desparece. También por eso descubrió que en ese reino la pintura era como el silencio de su música: un lienzo tan inmutable y blanco como la superficie de ese mundo. Misdabad lo esclareció definitivamente: “Capitán, nada puede ser mejor que lo que hay. Cualquier otra cosa es un agregado y por eso es siempre una tristeza. Nosotros capitán somos un pueblo feliz”.

El día de la partida, todos se reunieron para despedir a mi abuelo y sus hombres. Los pajes sostenían las bridas de una suerte de enormes hipocampos nerviosos y gallardos; avispas doradas atadas por finos hilos de seda, a los dedos de las doncellas, revoloteaban alrededor de la comitiva real. (Y los músicos improvisaban con tanto entusiasmo que sus frentes resplandecían bañadas por finas gotas de sudor que caían al suelo con un redondo plop, único sonido de esa esforzada ejecución).

Se intercambiaron presentes: un bota de vino por un cuchillo de mango de hielo; una pipa por una armadura blanca con la nieve.

Auville le regaló a la reina Selena un corset de vértebras de ballena.

Entonces ella sonrío y mirando con complicidad a su marido el rey Kriterio, extrajo de una de las amplias mangas de su vestido una cajita negra.

Todo el séquito real enmudeció de repente.

Todos miraban la cajita negra. Una de las doncellas se desmayó. Los hipocampos empezaron a moverse con un nerviosismo evidente. Incluso uno de los marineros de El Delfín llevó involuntariamente su mano a la empuñadura de su cuchillo. La reina comenzó a abrir la cajita y Auville sintió un viento helado que lo recorría y llegaba hasta lo más profundo de su alma. Y la reina Selena miró alternativamente a mi abuelo y aquello que ahora solo podía ver ella y en un instante verían todos. Y extendiendo su mano alcanzó al capitán la cajita negra en la que había…”


Un ruido ensordecedor cae como un rayo sobre la Catedral y sobre el relato de Perpingnam. El vitreaux con la imagen de San Marcos estalla en mil pedazos y una espesa capa de polvo cubre ahora toda la habitación.

Hércules, el mastín napolitano, sube a unas cajas que están allí bajo la lona en la que se ha ocultado. Y con la siguiente detonación, lleno de miedo, salta hasta una cavidad. Camina por allí adentrándose, como si se tratara de una suerte de túnel mientras se siguen sucediendo los estallidos que llegan hasta ahí como ecos lejanos. Se siente seguro allí adentro y se adormece al lado de una forma oscura que le recuerda a una piedra. Afuera las voces han remplazado a las explosiones: “El boquete, por allí… Perpignam… giren el cañón… todo está perdido… A la cuenta de tres… Tres, dos… uno… ¡Fuego!”

Hércules siente la patada. Es una patada como nunca la ha sentido en su larga y maltrecha vida de perro. Es una patada que lo impulsa a través del túnel en una mezcla de aullidos, pelos, fuego y pólvora.

Así Hércules, hijo de Rómulo, mastín de burdeos, nieto de Nerón gran danés del mismísimo Pontífice, y en resumidas cuentas último representante de una larga y sonora dinastía de mastines, al que el tiempo y las circunstancias han empobrecido tanto como para acabar mendigando un hueso y un refugio en el rincón de una ciudad sitiada en los confines del mundo cristiano; así ese mismo Hércules, mientras esta historia termina y su amo, un pobre soldado borracho, duerme la mona y sueña quizás con este mismo relato; así este pobre Hércules se redime de todo este escarnio en un último gesto de expiación y trascendencia; y como si lo viéramos montado en la bala del cañón con la lengua afuera y la felicidad en el cuerpo, atravesando raudo la nave central de la Catedral, y luego la ciudad y más allá las murallas devastadas de la orgullosa Famagusta, para finalmente en elegante parábola ir descendiendo entre las picas de los soldados y cimitarras de los jenízaros; entre los estandartes, los turbantes y las banderas en las que ondea la media luna del poderoso imperio otomano, así Hércules llega a la misma y fastuosa carpa de Solimán el Magnífico, que levanta la vista y dejando a un lado el pedazo de pollo que en este momento devora, señala con su dedo grasiento, gordo y lleno de anillos esa bola de hierro pero también de lengua y belfos ensalivados que cae justo arriba de su cabeza, siendo esta, para Solimán, la última visión que se llevará de este mundo, como así también la última que se llevará el curioso lector que llegara al final de esta historia.

Mariano Ducrós es autor del libro Theremin,
publicado en nuestro catálogo
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