Exagorazómenoi tón kairón
Luis Benítez
Llevaban dos horas remontando el Tíber cuando comenzó a llover. El anciano volvió de su ensueño cuando el remero nubio tironeó suavemente de la punta de su manto.
—Padre, padre… —le susurró el negro, cuidando de no sacudirlo demasiado bruscamente.
El anciano lo miró como si fuera la primera vez y luego su rostro ajado se distendió en algo que él creía que era una sonrisa: apenas una rajadura sobre su larga barba canosa.
—Está bien… —masculló el viejo. Aunque lo dijo en un tono bajo, su voz potente sonó demasiado fuerte.
El nubio insistió, cubriéndose el rostro con la caperuza, mientras intentaba seguir conservando el equilibrio en la angosta embarcación. Sabía que iba a ser inútil insistirle al viejo con que se refugiara de la lluvia bajo el techo de cuero que cubría la popa de la canoa, pero igualmente lo hizo.
—Déjame aquí, Manes, aquí está bien. Quiero verla al llegar —volvió a sonar el vozarrón del anciano.
Manes el nubio se inclinó y luego se sentó con cuidado en el banco de madera, los pies helados por el agua que ocupaba el fondo de la embarcación. Después retomó los remos y comenzó a batirlos con fuerza, ansioso por calentarse con el ejercicio vigoroso de sus grandes músculos.
El anciano suspiró al ver crecer el contorno del muelle lejano y alzó la vista lentamente. Sí, allí estaba: sucia, vieja, magnífica. El monte del centro de la ciudad, que apenas podía ver, cubierto de construcciones, le pareció más pequeño que el de sus recuerdos. Anochecía y el cielo se desangraba más allá de la Vía Apia.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras se acercaban al muelle. No podía atribuirlo exclusivamente a la humedad del Tíber ni a la lluvia helada que le empapaba la túnica desteñida, el manto cubierto de remiendos, las sandalias raídas, y se filtraba hasta su carne enjuta, apretada empecinadamente a los huesos.
A pesar de la lluvia un grupo de niños estaba pescando en la orilla, a cincuenta metros del muelle.
—Padre… —susurró el negro.
—Sí, sí… —se oyó la voz del viejo, que cruzó la superficie del río y se perdió entre los lejanos juncos lentamente.
Uno de los niños señaló al negro y todos comenzaron a gritarle obscenidades en un mal latín. Luego, cuando la canoa se acercó un poco más a la orilla donde estaban, un rubio que no tendría más de siete años se abrió las ropas y les mostró el pene minúsculo, sacudiéndolo con ambas manos en dirección a ellos. Los demás niños lo imitaron y comenzaron a orinar; el rubio hizo lo mismo, tras vacilar un rato.
Riendo, Manes cambió la dirección de la canoa, llevándola más al centro del río.
El anciano no sonrió, sino que con disgusto se cubrió el rostro con la capucha del manto astroso.
—Tal vez sería mejor seguir hasta los pantanos —sugirió el remero.
El anciano no contestó enseguida.
—Siempre será igual esta ciudad. Siempre —resonó su voz luego— vamos para allá, hijo mío. Rema más despacio, tenemos que perder algo de tiempo mientras viene la noche.
Las antorchas del suburbio Paludes ya estaban encendidas cuando el nubio ató la canoa a un grueso manojo de juncos. Luego, pese a las protestas del anciano, lo tomó en sus brazos y lo cargó hasta permitirle ponerse de pie sobre la orilla barrosa.
El silencio sólo era cortado por el croar de las ranas y por algunos gritos aislados, que de tanto en tanto venían del barrio invisible.
Debían esperar.
La lluvia se estaba desplomando más pesadamente cuando vieron la antorcha de resina que avanzaba hacia ellos.
Manes se adelantó, aferrando algo escondido entre sus ropas.
El que portaba la antorcha la inclinó sobre su rostro para hacerlo visible, y el negro soltó aliviado la vaina del cuchillo cuando el otro trazó un signo en el aire con la antorcha. Los dos hombres se abrazaron en silencio y el de la antorcha besó las mejillas del negro.
El anciano los veía hacer con impaciencia.
El de la antorcha se le acercó reverentemente y, al llegar junto a él, se arrodilló e intentó besar el barro que había salpicado los bordes de su manto.
—Padre, padre, santísimo padre… —musitó el joven.
—Vamos, vamos, déjate ya de eso —gruñó el anciano, haciéndole incorporar.
—¿Cómo te llamas tú, hermano? —susurró Manes a espaldas del viejo.
—Aesculus, Aesculus Caius Ilirius… perdón —balbuceó el joven, volviéndose nuevamente hacia el anciano e inclinando la cabeza—, fui bautizado Simeón.
—Está bien, está bien, Simeón. Llévanos de una vez.
Marcharon en la oscuridad, mientras Aesculus-Simeón susurraba que los había visto desviarse del punto acordado, comprendido la maniobra y los había seguido hasta el lugar del desembarco. Yendo al frente con la antorcha, el joven dirigía al anciano todas las miradas furtivas que podía.
Fastidiado, el anciano pensó que el jovencito se dirigía a él con la misma reverencia supersticiosa que habría seguramente empleado uno, dos, tres años antes, al acercarse a un sacerdote de cualquiera de los cultos que ornaban con sus templos la ciudad. Ese pensamiento lo atormentaba desde… ¿cuánto tiempo atrás? ¿Veinte, treinta años, cuarenta…? ¿Cuándo había comenzado todo aquello?
Recordaba que durante los primeros años el entusiasmo que sentía le había hecho obviar lo que comprobaba sin embargo cada día. Cada vez que hablaba en público sentía que persuadía (a los pocos que lograba persuadir en aquellas épocas), no porque despertara en ellos la pasión y aun mejor, el entendimiento de que sus palabras eran la verdad. Ya entonces se mordía los labios al contemplar las lágrimas, los suspiros, las bocas temblorosas que se quedaban sin palabras con las que replicarle; las manos que se extendían hacia él, buscando tocarlo, comprobar que era un hombre. Lo quemaba su contacto porque comprendía que poco o nada había logrado cambiar en aquellos a los que había, simplemente, conmovido. Lo seguirían, sí, pero no del modo en que él quería que lo hicieran. Lo seguirían sus cuerpos, sus emociones, su devoción extrema que llevaría a muchos a la muerte o a momentos peores que la muerte, pero el entendimiento no. No el entendimiento de sus razones, precisamente aquello que hacía tan fuerte la convicción del anciano. El sentido mismo de su oratoria y de cada una de sus acciones, se repetía en los momentos de mayor amargura, siempre estaría lejos de todos ellos.
Bordearon las orillas del barrio Paludes, demasiado peligroso de noche y de día como para cruzarlo sin armas (el nubio nada le había dicho al anciano de lo que llevaba entre las ropas, una precaución que de todos modos iba a ser insuficiente, definitivamente inútil, si algo sucedía en un lugar como Paludes).
Simeón intentó ayudarlo a subir una cuesta, pero el anciano rechazó disgustado el brazo que se le extendía. Luego recapacitó, suspiró, y antes de subir como pudo aquel repecho, intentó dirigirle una sonrisa al ruborizado muchacho, algo que fuera reconfortante como el beso de la paz, pero no lo logró. No podía.
Detestaba aquellas miradas que le dirigían, la dulzura y simplicidad que empleaban para hablarle, el respeto profundo con que se expresaban ante él.
Cuando le preguntaban… aquello le daba asco, no podía evitarlo. Era como si le preguntaran por Apolo, por Mercurio, por Jano, por cualquiera de los huecos dioses de bronce que ornaban las esquinas, los templos, las capillas de las casas de los magnates de la Vía Flaminia. Con la misma credulidad con la que sus padres y ellos mismos se habían inclinado ante cualquier griego mentiroso que les dijera que en Esmirna o en Capadocia se le había aparecido uno de los inmortales (siempre lejos, pues los dioses viven y se manifiestan lejos).
No, no lo había conocido.
No, nunca lo había tratado.
No, no era verdad, jamás había compartido su comida y su bebida.
No, no había escuchado su palabra directamente de sus labios.
Inútil, inútil decirles que todo aquello era nada, no significaba nada, que lo importante era otra cosa. Siempre sería otra cosa.
Ellos querían saber cómo era su cabello.
Hastiado, él mencionaba cómo le habían dicho que era y luego les preguntaba —trataba de inducirlos a preguntarse a sí mismos, como le aseguraban que lo había hecho Sócrates— si que fuera rubio o moreno cambiaba algo. Rápidamente le decían que no, tras un momento de perplejidad, para luego preguntar por su ropa, el tono de su voz, que cómo era de alto.
Sabía que, con paciencia, debía ir induciéndolos a reflexionar sobre otros aspectos de lo que aquél les había enseñado y que, como le había aconsejado hacía ya una eternidad el mismo hombre al que iba a encontrar en esa ciudad ajada, debía aprovechar esa curiosidad infantil de los que se interesaban en las enseñanzas para conducirlos hacia lo importante.
El hombre con el que iba a volver a verse le había recomendado, antes de que se separaran por primera vez (¿hacía ya veinte, treinta, cuarenta años?) que observara, por ejemplo, la paciencia de Mateo, su dulzura, la ternura de su voz, la pacífica calma con la que se dirigía a los demás.
Pero sencillamente él no podía hacer nada semejante. Quería hablar con dulzura y le surgía de la garganta aquella voz áspera y fuerte, la que incluso a su edad todavía era capaz de imponerse a las sumadas de toda una multitud de incrédulos, reducirlos a silencio y obligarlos a escuchar. La voz que había predicado por toda el Asia Menor no estaba hecha para la conversación íntima, la que convence finalmente, delgada y suave como un chorrito de agua que, invencible y persistente, sigue escurriéndose sobre la piedra hasta que abre un hueco en ella y la horada de lado a lado. Petro, el hombre al que iba a ver, tenía ese tipo de voz; él no.
Aquel por quien le preguntaron y le preguntaban lo sabía y había puesto a Petro muy atinadamente al frente de todo. Él jamás había dudado de lo correcto de aquella elección. Él, lo hubiese arruinado todo. No, no estaba hecho como Petro para esperar, organizar, diferir, avanzar despacio, retroceder, insistir, postergar, repetir, reintentar. Él, pesarosamente siempre, hacía mucho que había comprendido que su destino eran las multitudes de incrédulos, la arenga, el látigo de la lengua flameando sobre las conciencias, la fuerza corrosiva de sus afirmaciones que derribaban ídolos, hacía retroceder las costumbres, variar los hábitos que generaciones y generaciones de supersticiosos habían plasmado en el espíritu de sus contemporáneos.
Tanto se concentró en esto, que cuando le indicaron que habían llegado a destino creyó por un momento que iba a ver a Petro de inmediato y se emocionó fuertemente. Aunque Manes le había explicado paso por paso las instrucciones que había recibido directamente de labios de Petro para hacerlo ingresar en la ciudad, que se entrevistaran y luego pudiera partir con seguridad y sin ser detectado (y ello incluía que no se verían la primera noche, sino al día siguiente) todo lo había olvidado al sumergirse en sus mortificaciones, en la rueda de moler sus amarguras. Se sintió desencantado al no ver a Petro, sino a una reverente posadera que les daría de comer en aquel sitio seguro donde debían pasar la noche. Sí, se lo habían dicho, pero de todos modos se sentía desencantado.
Mientras partía el pan volvió a distraerse, pensando en que, después de todo, él en algo se parecía a los que lo amargaban con aquella fe irreflexiva, lo único que le devolvían. Igual que ellos, él se había dejado llevar por sus emociones y, de hecho, lo hacía casi siempre. Cuando se enojaba contra la ingenua credulidad de aquellos a los que había convencido y convertido, ¿no estaba entregándose acaso a una emoción que mucho tenía que ver con la ira, aunque sus razonamientos y meditaciones la amenguaran…? ¿No les había advertido aquél al que invocaban y aquél por el que tantos preguntaban, sobre la ira que nubla el pensamiento y separa a los hombres de los hombres?
Sobre todo lo ofuscaba que le preguntaran por los milagros. Durante todos esos años (¿veinte, treinta y cinco, cuarenta años?) se había visto obligado a narrar lo de los leprosos, lo sucedido con los ciegos, el sábado en que frente a la cripta, según le dijeron, lo vieron salir conduciendo de la mano al que instantes antes estaba muerto. Podía explicar perfectamente todo aquello, pero cuando lo hacía nadie entendía sus palabras. A nadie le importaban entonces sus palabras.
Una fe animal, apenas una fe animal, apenas eso, farfulló.
Mientras mordisqueaba el pan, un buen pan romano como no probaba desde hacía décadas, se dio cuenta de que todos: Manes y Simeón, sentados a la mesa junto a él, la posadera y dos de sus hijos, allí presentes para contemplarlo, lo hacían con una mezcla de estupor e impaciencia.
Lo comprendió enseguida y dejó el pan que había tomado sobre el centro de la mesa. Lo bendijo, agradeció, etcétera.
Comieron en silencio, mientras los niños de la posadera no le sacaban los ojos de encima, llenos de algo semejante pero no igual al temor, algo que les impedía marcharse. Su madre los despachó, pero tuvo que obligarlos a irse.
La posadera los servía atentamente, pero él apreció que sus manos temblaban y que evitaba mirarlo a los ojos. Cuando él le dirigió circunstancialmente la palabra (quería algo más de aceitunas, si era posible), la mujer no pudo más y rompió a llorar, cayendo de rodillas y aferrándole las sandalias. Manes y Simeón estaban conmovidos. Se pusieron de pie y consolaron a la mujer, que sin embargo no quería soltar las sandalias cubiertas de barro. La mujer se retorció y se soltó del cariñoso tironeo de Manes, besando aquellas costras polvorientas, esos pies encallecidos, esos talones sucios por semanas de marcha desde Albania.
El anciano la contempló con pesar, mientras ambos hombres la alzaban en vilo y se la llevaban hacia el interior de la casa.
Haciendo buen uso del tiempo, murmuró en griego, mientras mascaba el último bocado.
El anciano dejó de comer y se quedó con una expresión vacía, contemplando cómo el pan que había bendecido y por el que había agradecido se había vuelto nada más que migajas sobre la mesa revuelta.
El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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