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DOS OJOS QUIETOS
Federico Vilar

Fue durante el último verano, antes de graduarse. Había llegado a la estancia para las fiestas y se iba a quedar unos meses. Tenía que preparar exámenes, pasar tiempo con los abuelos y decidir algunas reformas en el campo.

A los pocos días, se quedó solo: su padre se fue con los troperos hasta otra estancia, a varios kilómetros. Tardaría en volver. Lo único que le quedaba era concentrarse en los apuntes y prepararles la comida a los abuelos, que no salían de la habitación; charlar con el encargado; o fumar hasta muy tarde, con una copa en la mano, escuchando al mayordomo. En una de esas charlas, se enteró de que los peones organizaban una carneada.

Ese día se levantó temprano. Había algo de impaciencia. Quería verlos: quería contemplar esa escena que su padre le había negado tantas veces. Llevaron al novillo desde el fondo del corral. Lo habían enlazado mal y la cuerda le agarraba una parte de la cabeza; pasaba entre los cuernos y después bajaba por el pecho, hasta las patas. El animal se resistía dando saltos. Tuvieron que arrinconarlo contra las tablas y empujarlo con los caballos.

Él miraba cómo el capataz fumaba tranquilo, recostado sobre un palenque y, durante cada pitada, parecía medir el tiempo o estudiar el asunto. El cigarro temblaba en su mano: un pulso desordenado. En la otra tenía el cuchillo. Era un hombre de pocas palabras. Le hizo una seña para que se moviera cuando abrieron la puerta del corral más chico, el que daba a la manga donde vacunaban o atendían a los animales enfermos. Córrase, m’hijo. Escucharlo hablar fue una sorpresa. Después, tiró el cigarro y saltó el alambrado.

En ese lugar más reducido lo pialaron con facilidad, con una rapidez que solo pueden tener las personas acostumbradas a un accionar muy estudiado. El novillo cayó con fuerza, pero sin entregarse. Todavía intentaba bruscos revolcones y tiraba del lazo con furia. Cuando consiguieron mantenerlo inmóvil, uno de los peones le dio un golpe con un hacha: el ruido pareció difuso, casi lejano. Desde el lugar donde los veía, pudo escuchar cómo resoplaba el animal y sintió un poco de lástima. El capataz asestó la primera puñalada y, después, otra. La sangre brotó con chorros potentes, que le mancharon la cara y la ropa. Nada de eso parecía inquietarlo.

La agonía, aunque fuera rápida, no dejaba de ser asombrosa. Le llamó la atención que el grito se hubiera apagado de a poco. Uno de los peones se apresuró a juntar la sangre en una olla. El capataz limpió el cuchillo con el pañuelo y él se detuvo a pensar en los primeros cazadores: tal vez se reunían en pequeños grupos en torno al animal muerto y aspiraban el olor de la sangre, que abre el apetito. Pensó que era un acto que nos acompaña en nuestros genes. Mientras el novillo daba un estertor definitivo, el capataz prendió otro cigarro y se acomodó el sombrero. Los demás prepararon una cadena y un aparejo para levantarlo y seguir con la faena. La sangre ya había desbordado la olla y se esparcía por el piso, donde revoloteaban las moscas.

Primero, le cortaron la cabeza, con la misma naturalidad con que antes lo habían enlazado o empujado hasta encerrarlo. Una tarea prolija, un corte que, a simple vista, parecía hecho con precisión minuciosa. Después, le cortaron el vientre y dejaron que las tripas se fueran desparramando a medida que salían del cuerpo. Guardaron los riñones y el corazón en un balde. Les arrojaron los pulmones a los perros, que esperaban inquietos dando vueltas alrededor. Los peones discutieron para ver quién se quedaba con el resto de las entrañas, mientras el capataz volvía a tomar el cuchillo y lo afilaba con paciencia en una piedra diminuta. Sorbió el mate antes de hablar: le dijo que podía quedarse con la cabeza. Lo dijo de un modo inexpresivo, con la indiferencia del que está ocupado en cosas importantes. Las palabras podían ser un desafío o una cortesía. A esa altura, daba lo mismo.

Él se acercó, tímidamente, para tomar el trofeo. Tuvo que saltar la empalizada y ahuyentar a los perros. Los peones no dejaban de mirarlo y, en ese momento, no hacía más que pensar en una tribu o en una manada de lobos. De alguna forma, era un intruso y tal vez resultaba injusto que le dieran ese premio simbólico. Tomó la cabeza por las astas y escuchó el aleteo de las moscas. Supo que tenía todas las miradas sobre él, como si fuera el próximo animal dispuesto para el sacrificio.

No se atrevió a mirarlos, pero podía sentir que lo seguían fríamente. Tal vez analizaban sus movimientos, con la malicia de los que ven algo gracioso en la torpeza ajena. El silencio era pesado y abrumador. Aun a la distancia, el humo del cigarro le llegaba con cierta espesura. Al final, hubo un murmullo y unas risas: le costaba manipular la cabeza y trepar la empalizada. Y le costó mucho más adivinar, en ese esfuerzo, una cuestión de hombría. Entonces, se apuró para salir del corral lo antes posible.

Escuchó el ruido de los cuchillos raspar contra una piedra; imaginó el fulgor de las hojas bajo el sol de mediodía, en una especie de llamado. Alguien jugaba con el lazo y trazaba círculos en el aire. Los perros formaron de nuevo una ronda, sin prisa, y empezaron a gruñir. En su esfuerzo por no mirarlos, tropezó varias veces, aunque se alegró de no escuchar ninguna burla.

La cabeza del novillo tenía la lengua afuera y los ojos fijos. Le asombró que todavía pareciera vivo. Solo eso: las pupilas un poco nubladas, como ausentes. Nada más: apenas dos ojos quietos.

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LAS COSAS BONITAS Y LOS SERES DE ESTE MUNDO
Graciela Scarlatto

El cacareo aumenta. Don Fernández se hunde en la lluvia y la noche se lo traga junto al gallinero. Desde la puerta, los demás no ven nada. Solo presienten las manos en la oscuridad. Con los nervios de punta, don Fernández tantea los cogotes emplumados, los dedos rojos de picotazos. Chapotea en el guano. Desde la puerta del patio, Alfredo, como lugarteniente, espera.

–Dele, don Fernandez, que se viene piedra.
–¿Qué hace? ¿A vos te parece, esta locura? –dice Berta.
–No. Tu padre está viejo... –disculpa Alfredo, para apaciguar.

La tragedia, sin embargo, ya está instalada en la casa. Ella no oculta el ataque de furia. El venidero guano en los zapatos del viejo empieza a desatar en su cabeza un rayo de odio. Está preocupada por las baldosas pulidas, incluso trapeadas hace apenas un rato, después de cenar. Un trueno descarga una bomba en la noche y rebota en el techo a dos aguas. Las filtraciones se agrandan y el granizo, como todos temían, se abalanza contra las cosas, vivas o muertas, entre las acotadas fronteras del patio.

Y allá va, piensa Alfredo cuando Berta suelta el llanto y se oculta en la cocina. Me deja solo con el padre, que está loco y es más malo que una vinchuca. Entonces cierra la puerta del patio y lo deja a Fernández con la tormenta. Piensa que, aunque no es su hijo, el que debe aplacar los arranques del viejo es él. Entre tanto, Berta se lamenta por la muerte de sus cosas bonitas: el combinado que Alfredo tuvo que comprar en cuotas, la heladera Siam, flamante, en la esquina de la ventana del living-comedor porque es tan grande que no entra en la cocina. Pensándolo mejor, contemporiza Alfredo, él también aprecia esas cosas; quedarse a fumar en el living cuando deja la sastrería y leer el diario por la mañana junto al ventanal, sentado a la mesa grande con su café y su pipa y el saco cómodo de estar en casa que Berta le tejió el año pasado. Pero la tormenta, que arrecia afuera, amenaza ahora esos placeres y parece que va a instalarse dentro de la casa, entre Don Fernández y su hija que espera, encerrada en la cocina, que Alfredo la vaya a rescatar. Y él, que odia las tragedias, piensa: es un escándalo, una lona contra el agua era más que suficiente; pero no, hace una locura porque nos odia; porque no hay nada más importante para él que la huerta, que el gallinero. Esas ideas las trajo de España: los tomates y la parra en el patio de tierra, el duraznero contra la pared del vecino y un nogal; los huevos para la tortilla española. Cosas para afrontar la misiadura cuando viene y no avisa, rezonga Don Fernández a veces, porque escapó de los racionamientos y de la guerra. Los jóvenes no tienen pasado, solo importan las cosas y no la panza, que no se llena con cosas. Con la huerta, se llena. Con la gallina que descogoto una vez por mes, con los conejitos para el guiso de arroz. Miserables. Me usan, masculla el viejo con una gallina sujeta contra el pecho. Considerando el asunto, podría quedarse bajo la lluvia, apedreado por el granizo y estaría mejor que adentro, con esas hienas. Aunque Alfredo no, Alfredo entiende. Pero Berta es una sanguijuela, un bicho, una araña pollito bajo la almohada. Berta, que nunca lo quizo porque él tuvo que poner disciplina. Y ahora que está viejo, ella se venga dando portazos, dando gritos porque él hace lo que tiene que hacer; no va a dejar que se mueran bajo la lluvia, con el techo de lata estrellado sobre los comederos. No. Y Berta, que ya no llora, tiene los ojos achinados vueltos hacia la lluvia. En la oscuridad de la cocina percibe los aleteos y los pasos rengos de Don Fernandez que todavía lucha contra los elementos con un propósito que ella no comprende. No puede. Soñaba con esa heladera, con el tocadiscos Ranser y la radio estéreo. Tita Merello por esos años andaba con Luis Sandrini y ella escucha los chimentos en la radio, pone canciones de Lolita Torres, de Los cinco latinos. Invita a sus amigas a tomar el té y siente que es una señora, una verdadera ama de casa que cuida a su familia, sí, también al viejo: o acaso no le lava la ropa sucia y le tiende la cama y le hace la comida, o no es una sirvienta como siempre lo fue en la casa de la infancia, porque era la mayor y tenía que apechugar la falta de una madre. No es justo. No. No es justo, piensa Alfredo que quiere vivir tranquilo y se esconde en la sastrería de esa casa grande, que es del viejo y que ahora advierte los voy a poner de patitas en la calle con un puño contenido muy cerca de la nariz de Berta, que ha salido de la cocina y grita usted no tiene vergüenza, papá; usted nos trata como basuras. Pero Berta, calmate, apacigua Alfredo que solo quiere estar en la sastrería, con la tiza de cortar, trazando un molde y fumando pipa tras pipa. Ahora piensa en el momento en que todo cambie o se vaya a la mierda, como Aramburu, que se vaya a la mierda y vuelva el General. Y como don Fernández es partidario de los militares y fue policía en el ferrocarril, Alfredo aprendió a no expresar sus opiniones y a agachar la cabeza para no tener que agarrarse a trompadas con el viejo, que es más alto y más robusto que él. Y ahora que el puño está a un centímetro de la nariz de Berta, mientras en la otra mano de don Fernández aletea una pobre gallina, Alfredo recuerda los buenos momentos, hace apenas tres años, cuando Berta anunció que se iban a alquilar una casita en Guaymallén y el viejo dijo cómo, si ésta casa es grande... Quédate Berta, yo qué haría sin ti, ya estoy viejo y no quiero estar solo; y entonces ellos se compadecieron y pensaron que podrían ahorrarse el alquiler y comprar cosas bonitas y hasta ilusionarse con una familia más grande. Tan generoso el ofrecimiento de Don Fernández: usted ponga la sastrería en el dormitorio grande, Alfredo, que yo me arreglo con el más chico, y en el otro Berta y usted estarán cómodos, luego vendrán los niños. Trabaje, hombre, siga con la sastrería, progrese, yo los ayudaré y ustedes me acompañarán, que la vida es triste sin los hijos en una casa tan grande.

A las ocho de la mañana el sol estalla contra las macetas del patio. Todo huele más intenso después de la lluvia y parece más vivo. Berta amanece sin haber pegado un ojo, la sábana subida hasta la barbilla y sujeta con las manos. Alfredo duerme, pero ronca y está inquieto. El ruido en el living no los ha dejado dormir. Los termina de despabilar el sol en la cara y una brisita fría que viene del patio con perfume a jazmín. Se levantan sin hablar, antes que el viejo. Berta va a la cocina. Alfredo se afeita y se pone el saquito cómodo que ahora le pesa y le da calor. Después, con un trapo de piso, sigue las huellas de guano que Don Fernández, como una especie de Hansel rengo y diabólico, ha dejado desde el patio hacia el comedor. La mugre blanda y mezclada con barro es una costra ahora en la juntura de las baldosas pulidas por Berta. En la cocina, con los ojos hinchados y la mirada extraviada, ella cuela el café. Alfredo dice que él limpiará el desastre antes que se levante el viejo y que no, que ya no es posible alquilar, irse a la paz de un monoambiente en Guaymallén porque él tiene que pagar el combinado, la heladera y los sillones y Berta no llora, no pronuncia ni una sílaba mientras el café desborda el colador y el líquido hirviente se derrama en su mano, rebalsa la taza y cae a las baldosas donde Alfredo pasa el trapo. Con el cepillo él avanza desde las rojas de la cocina a las amarillas del comedor de diario: la habitación central que conecta con las puertas de la cocina, los dormitorios, el baño y el patio. El ruido, ahora que se acerca al living-comedor, ensordece. Está limpiando junto a la puerta y no se atreve a abrir. Berta, que con la mano escaldada y la vista perdida lo sigue desde atrás, casi lo empuja a abrirla. Los sillones verdes están cubiertos de una sustancia viscosa, entre amarronada y blanca que prolifera aquí y allá como medallones de clara de huevo. Berta lo empuja y, desde el centro del living, gira en redondo para apreciar el comedor. La vista se detiene en el combinado. El guano chorrea desde los discos desnudos, apilados en la tapa, hasta el piso pulido. Como el mueble esta abierto, porque anoche han sonado Los cinco latinos, el mecanismo de la bandeja está impregnado de estiércol en el que se adhiere, a veces sí y a veces no, una pluma o un plumón de pollito. Contra la pared que enfrenta la ventana, sobre el aparador que Berta lustra con cera de abeja y una franela primorosa, están los comederos. Las gallinas se aglomeran en la mesa del comedor y algunas más osadas se atreven a empollar en los sillones. Más de dos docenas de pollitos andan por el piso y es posible que ella haya querido pisar a más de uno, porque Berta, limada por el odio, no puede llorar. No tiene lágrimas. Se miran, ella y Alfredo, un rato largo en el centro del desastre. Atrás, en el baño, se escucha la cadena y el agua que se va por el desagüe; y ese rumor de la vida cotidiana es suficiente para ponerlos en marcha otra vez con la rutina, como si la casa fuera una conejera, se lamenta Berta, y ellos no tuvieran más voluntad que un bicho insignificante. Dejá, yo limpio todo, dice Alfredo y Berta sale del comedor cubriéndose la mano quemada con el delantal. La frente en alto, ahora; dispuesta. En la puerta del baño se cruza con Don Fernández y se miran. Entonces él deja que ella haga el primer movimiento, y Berta dice: –Papá, la leche está en cinco minutos.

Del libro Dejar la infancia de Graciela Scarlatto
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Un barrio helado en el sur
Por Graciela Scarlatto

Mariela y Luis ven la tele en el living. Luis corta la pizza mientras Mariela mira la biblioteca; la mira y piensa en su padre, no porque fuera un lector, sino porque su padre está detrás de la vitrina: digamos, está literalmente en la biblioteca. Las cenizas están en una urna detrás de la vitrina. Mariela no le da importancia a la película habitualmente pochoclera, del tipo A y B están enfrentados, A es bueno y B es malo. La suerte parece inclinarse a B, pero A gana la pelea final mientras lo aplaude una multitud. En este momento, mientras Luis le pasa un plato con un triángulo de pizza, se plantea en la peli el carácter de los personajes. Mariela mastica pensando en su papá. No fue un padre bueno, ni mucho menos, pero Mariela quiere enfocarse, cuando piensa en él, en las partes amables de la historia: los patines que le regaló, la bici a los ocho años. Su papá discutía todo el tiempo con su mamá. Estaba en esos pensamientos, terminando el segundo triángulo, cuando la multitud estalla en un aplauso y Luis se levanta a tirar la caja de pizza. La pone en una bolsa de consorcio con la basura de la cocina y va a dejarla en el contenedor de la vereda. Ella dice "tené cuidado, mirá para todas partes" y apaga una a una las luces de la casa. Con la sala a oscuras, mientras se cepilla los dientes, ve la boca del pasillo desde la puerta abierta del baño. Algo se mueve en la oscuridad. No quiere ver. Mariela no mira el pasillo, se cepilla sin mirar la silueta que se mueve en la vitrina. Piensa que si lo hiciera, si efectivamente volcara la cabeza hacia el pasillo, vería la figura demacrada de su padre caminando hacia ella; demacrada casi tanto como cuando estaba en el hospicio, los ojos hundidos, los labios morados. Se cepilla y no mira. Es su propio reflejo lo que ve por el rabillo del ojo en la vitrina, lo sabe; pero no puede observar en esa dirección porque está segura de que el fantasma de su padre abrirá la boca, la boca descomunal, como una bestia y ella no podrá cerrar a tiempo la puerta del baño. Se sobresalta cuando siente la puerta, la puerta de calle. Luis pasa por el baño y le guiña un ojo, cuando ella entra al dormitorio él se ha puesto un pijama de frisa porque ese invierno hace mucho frío. Ella busca el camisón mientras Luis se cepilla los dientes en el baño. Está acostada, con los ojos fijos en la puerta del dormitorio. Quizá todavía camine por allí la silueta de Alfredo, su papá. Alfredo con las encías desdentadas, los dedos abiertos en garras. "¿Te gustó la peli? –dice Luis." Ella dice que sí y que le encanta Daniel Craig, que está cada día más buen mozo y Luis se sonríe de costado y se acuesta. La abraza. La ventana está abierta y ella ve cómo caen las sombras de la reja sobre la alfombra. Es la una de la mañana y pasa un auto cada tanto, cada muerte de obispo pasa un auto hasta que ya no escucha ruidos. Solo la respiración de Luis y una moto que ronca en la avenida, que ahora está desierta. La reja es endeble. Piensa que alguien podría entrar esa noche a la casa, sería muy fácil abrir la puerta con una barreta, fácil incluso hacerlo en silencio. Hace dos días mataron a un matrimonio en una entradera. Ese barrio del sur se ha poblado de criminales. Es probable, piensa Mariela, que hasta haya alguien en la sala justo ahora o dando vueltas por la casa. Tiene el impulso de levantarse y prender todas las luces, empezando por la del pasillo, pero la idea de Alfredo se lo impide. Si hubiera un ladrón en la casa, ya se habrían enterado, pero acaso no sea un ladrón, sino otra sombra convocada por la presencia de la biblioteca. Quizá traman algo en el comedor. "Tramar algo" es algo que ella escucha cada dos por tres en las películas. Pero la peli terminó y ella está en la cama y piensa que las sombras traman algo en el comedor. Luis se ha quitado la frazada y ahora el perfil de sus pies abulta la sábana. Mariela piensa que así abultan los pies en las camillas de una morgue, que ella, por supuesto, ha visto muchas veces en la tele y una sola vez cuando Alfredo murió. La respiración de Luis produce un silbido al exhalar y raspa y carraspea al inhalar. Carraspea o gruñe; gruñe, más bien, como un perro. Mira los pies de Luis que no se mueven. Está boca arriba, con el antebrazo sobre la frente. Lo sabe porque Luis, que ahora parece un muerto, duerme siempre en esa posición, pero no lo mira porque hay dos pliegues en su cuello; sabe, no, intuye dos pliegues grises y amoratados que no quiere ver y se levanta porque Luis se descompone; se pudre Luis en la cama mientras Mariela se levanta y se queda parada mirando el placard. No puede ver hacia la ventana y tampoco hacia Luis, que ha dejado a la vista una deformidad en el cuello, una rarísima protuberancia en la frente, como un cuerno, posiblemente diabólico. Sin mirar a Luis, que ya no es eso, sale al pasillo en camisón. Un poco tiembla y a la vez siente valor por la proximidad de la luz. La llave está en la pared del pasillo; en la pared que tantea porque no quiere abrir los ojos hasta que, por fin, escucha el clic de la llave y abre los párpados a la oscuridad. La bombita del pasillo falla cada dos por tres. "Cada dos por tres" –decía su padre. Entonces falla. Mariela corre a la sala, se lleva por delante las sillas del comedor y se cae. Queda enfrentada a la vitrina con los ojos cerrados. Solo piensa en escapar a un sitio seguro. Y aunque tal vez no exista un sitio así en este mundo, se levanta con los brazos y las palmas extendidas, tantea la oscuridad. Mariela avanza por la casa con los dedos abiertos y toca una superficie crespa, probablemente la cortina o quizá no, quizá sea el pijama celeste de su padre, el pijama de invierno que usaba en el hospicio. Como no puede abrir los ojos, piensa que ha llegado a la cocina, pero no puede asegurarlo. Los cubiertos hacen ruido y puede ser el gato que ha entrado por la ventana o quizá Luis ha salido por la ventana, pero la del dormitorio hacia el patio, y ahora quiere entrar por la cocina, quiere entrar para matarla o peor, para poseerla y entonces Mariela toca el picaporte y sabe que es el picaporte de la puerta de calle y la abre, sale a la intemperie del invierno a las tres de la mañana, sale a la avenida en plena madrugada y camina por la vereda, sin determinación, sin abrir los ojos, con los dedos extendidos hasta que se pierde en la noche helada y negra de ese barrio del sur.

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