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Aluxes
Fabiana Galcerán

Bitácora de expedición
Región de Hecelchakán, Yucatán

Viernes, Abril 1º
La caminata se hizo demasiado pesada. Tuve que dejar cosas por el camino y decidir qué sería lo más importante para llevar. Eso desató una guerra interna. El libro sobre pueblos precolombinos era muy pesado. Acaricié su primera página, las palabras de mi padre casi no se leían, estaban borroneadas de tanto leerlas. No importaba, las sabía "de corazón" como dicen los ingleses.

Tuve que apurar el paso, en estas tierras la noche cae de golpe, como para atraparte. Busqué un refugio. Tuve suerte. Encontré una pequeña abertura en una roca, no lo bastante grande como para ser una cueva, pero amplia como para meter la bolsa de dormir. Me acurruqué contra la piedra, que estaba todavía caliente. Antes de quedarme dormida de agotamiento murmuré una pequeña oración por el guía muerto. Tan joven y con problemas del corazón. Pobre diablo. Deberé informar del deceso ni bien llegue al campamento. Espero las autoridades puedan dar con su cuerpo.

Sábado, Abril 2
Llegue al fin, al atardecer. En lugar de encontrar una excavación en movimiento, sólo encontré los vestigios inciertos de un pequeño campamento. La tienda más grande sobrevivió a lo que sea que arrasó con lo demás. Encontré carne ahumada, y muchas latas enterradas en un pozo que hacía las veces de heladera.

Tal vez el doctor Mayola haya ido con un grupo a excavar en algún otro lugar. Tendré que esperar. No comas ansias, diría mi padre. Decidí armar mi propio lugar en la tienda grande, dudo que el doctor se molestara. Coloqué las pocas cosas que logré traer como si fuesen un tesoro junto al saco de dormir, bien lejos de la puerta. Me hice un festín con un poco de carne, arroz que cociné y una botella de Tequila.

Domingo, Abril 3
Reviso las excavaciones con la luz del sol. Una mastaba con una cámara con dibujos cuneiformes, más de lo de siempre: dibujos de Tezcatlipoca, de Quetzalcoatl, un par de Chaac mool. Nada nuevo. Donde estarán los demás. Cuando volverá el doctor. No comas ansias. Vuelvo desilusionada a la tienda y me preparo para la tormenta. El viento sopla fuerte.

Lunes, Abril 4
El viento sigue soplando, pero la tormenta no viene. Es un viento deshidratado, de sonido constante. Empieza a influir en mi siempre marcado optimismo. El viento y la soledad. Como si anticipara algo, algo que llega, o que concluye, como un suspenso perpetuo que no mengua. El viento me hace escribir estupideces: el viento y la soledad.

Martes, Abril 5
Nadie vuelve, nadie llega. El tiempo se suspende como un paréntesis, como si el mismo día se repitiese una y otra vez.

Para distraerme me atrevo a romper el candado de uno de los baúles de la tienda del doctor. Con entusiasmo encuentro el hallazgo. Los Aluxes están envueltos en paños de algodón. Son pequeños, de orejas grandes, ojos redondos que presumo fueron hechos hundiendo el pulgar en el barro. Estas figuras solían ser copias de los integrantes del pueblo. Las enterraban para que nadie pudiera jamás abandonar el hogar. Algunos están parados, otros en posición de rezo y otros sentados con las piernas cruzadas. Sus bocas son gruesas con un rictus hacia abajo. Y al darlos vuelta encuentro el signo que confirma mi teoría y por el que el doctor Mayola mandó a llamarme. Llevo un par a la mesa, enciendo la linterna y con la lupa miro con atención. Mi viaje no fue en vano, la confianza de mi padre en mí tampoco lo fue. El signo "würm" de la cultura clovis está en la base de la estatuilla. Este Aluxe prueba que seres humanos procedentes de Siberia  ingresaron al continente americano por el estrecho de Bering y que de alguna forma llegaron hasta aquí. De pronto escucho una risa alegre a lo lejos. ¡Llegaron! Corro hacia afuera, pero no hay nadie. Sólo es mi imaginación. Pienso en la prueba de carbono catorce que probará mi teoría y la del doctor.

Miércoles, Abril 6
El viento sigue sonando. Ni una nube empaña el horizonte.

Como para que las horas pasen empiezo a escribir mi libro.

"Los Aluxes comenzaron siendo un pueblo en el 600 AC, eran de contextura pequeña y rasgos orientales. Vivían en grupos pequeños, en rústicas mastabas que bendecían haciendo pequeñas estatuillas, copias de ellos mismos. Enterraban las figuras para asegurarse de que ninguno del grupo pudiera jamás abandonar el hogar”.

Risas, vuelvo a salir ilusionada. No hay nadie, el viento trae sonidos de la montaña, vestigios del canto de algún pájaro. No comas ansias.

Jueves, Abril 7
Por la noche algo me despierta. Escucho movimientos, corridas, algún susurro. Busco espantada la causa, pero no veo a nadie. Me reprocho haber tomado más tequila del que debía, pero el viento, ese sonido incesante, si al menos tuviera una radio.

Viernes, Abril 8
Alguien robó los Aluxes. Busco huellas, uso los prismáticos. Nada. Solo el polvo que levanta el viento. Alguien robó el logro de mi vida. Alguien me robó los Aluxes. Después de gritar a los cuatro vientos mi desesperación, me dispongo a partir. Ya no tiene sentido quedarme. Encontrarán al ladrón cuando intente vender los aluxes. No te aflijas. No comas ansias.

Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo. Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.

Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.

Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.

Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.

Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.

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Exagorazómenoi tón kairón
Luis Benítez

Llevaban dos horas remontando el Tíber cuando comenzó a llover. El anciano volvió de su ensueño cuando el remero nubio tironeó suavemente de la punta de su manto.

—Padre, padre… —le susurró el negro, cuidando de no sacudirlo demasiado bruscamente.

El anciano lo miró como si fuera la primera vez y luego su rostro ajado se distendió en algo que él creía que era una sonrisa: apenas una rajadura sobre su larga barba canosa.

—Está bien… —masculló el viejo. Aunque lo dijo en un tono bajo, su voz potente sonó demasiado fuerte.

El nubio insistió, cubriéndose el rostro con la caperuza, mientras intentaba seguir conservando el equilibrio en la angosta embarcación. Sabía que iba a ser inútil insistirle al viejo con que se refugiara de la lluvia bajo el techo de cuero que cubría la popa de la canoa, pero igualmente lo hizo.

—Déjame aquí, Manes, aquí está bien. Quiero verla al llegar —volvió a sonar el vozarrón del anciano.

Manes el nubio se inclinó y luego se sentó con cuidado en el banco de madera, los pies helados por el agua que ocupaba el fondo de la embarcación. Después retomó los remos y comenzó a batirlos con fuerza, ansioso por calentarse con el ejercicio vigoroso de sus grandes músculos.

El anciano suspiró al ver crecer el contorno del muelle lejano y alzó la vista lentamente. Sí, allí estaba: sucia, vieja, magnífica. El monte del centro de la ciudad, que apenas podía ver, cubierto de construcciones, le pareció más pequeño que el de sus recuerdos. Anochecía y el cielo se desangraba más allá de la Vía Apia.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras se acercaban al muelle. No podía atribuirlo exclusivamente a la humedad del Tíber ni a la lluvia helada que le empapaba la túnica desteñida, el manto cubierto de remiendos, las sandalias raídas, y se filtraba hasta su carne enjuta, apretada empecinadamente a los huesos.

A pesar de la lluvia un grupo de niños estaba pescando en la orilla, a cincuenta metros del muelle.

—Padre… —susurró el negro.

—Sí, sí… —se oyó la voz del viejo, que cruzó la superficie del río y se perdió entre los lejanos juncos lentamente.

Uno de los niños señaló al negro y todos comenzaron a gritarle obscenidades en un mal latín. Luego, cuando la canoa se acercó un poco más a la orilla donde estaban, un rubio que no tendría más de siete años se abrió las ropas y les mostró el pene minúsculo, sacudiéndolo con ambas manos en dirección a ellos. Los demás niños lo imitaron y comenzaron a orinar; el rubio hizo lo mismo, tras vacilar un rato.

Riendo, Manes cambió la dirección de la canoa, llevándola más al centro del río.

El anciano no sonrió, sino que con disgusto se cubrió el rostro con la capucha del manto astroso.

—Tal vez sería mejor seguir hasta los pantanos —sugirió el remero. El anciano no contestó enseguida.

—Siempre será igual esta ciudad. Siempre —resonó su voz luego— vamos para allá, hijo mío. Rema más despacio, tenemos que perder algo de tiempo mientras viene la noche.

Las antorchas del suburbio Paludes ya estaban encendidas cuando el nubio ató la canoa a un grueso manojo de juncos. Luego, pese a las protestas del anciano, lo tomó en sus brazos y lo cargó hasta permitirle ponerse de pie sobre la orilla barrosa.

El silencio sólo era cortado por el croar de las ranas y por algunos gritos aislados, que de tanto en tanto venían del barrio invisible.

Debían esperar.

La lluvia se estaba desplomando más pesadamente cuando vieron la antorcha de resina que avanzaba hacia ellos.

Manes se adelantó, aferrando algo escondido entre sus ropas.

El que portaba la antorcha la inclinó sobre su rostro para hacerlo visible, y el negro soltó aliviado la vaina del cuchillo cuando el otro trazó un signo en el aire con la antorcha. Los dos hombres se abrazaron en silencio y el de la antorcha besó las mejillas del negro.

El anciano los veía hacer con impaciencia.

El de la antorcha se le acercó reverentemente y, al llegar junto a él, se arrodilló e intentó besar el barro que había salpicado los bordes de su manto.

—Padre, padre, santísimo padre… —musitó el joven.

—Vamos, vamos, déjate ya de eso —gruñó el anciano, haciéndole incorporar.

—¿Cómo te llamas tú, hermano? —susurró Manes a espaldas del viejo.

—Aesculus, Aesculus Caius Ilirius… perdón —balbuceó el joven, volviéndose nuevamente hacia el anciano e inclinando la cabeza—, fui bautizado Simeón.

—Está bien, está bien, Simeón. Llévanos de una vez.

Marcharon en la oscuridad, mientras Aesculus-Simeón susurraba que los había visto desviarse del punto acordado, comprendido la maniobra y los había seguido hasta el lugar del desembarco. Yendo al frente con la antorcha, el joven dirigía al anciano todas las miradas furtivas que podía.

Fastidiado, el anciano pensó que el jovencito se dirigía a él con la misma reverencia supersticiosa que habría seguramente empleado uno, dos, tres años antes, al acercarse a un sacerdote de cualquiera de los cultos que ornaban con sus templos la ciudad. Ese pensamiento lo atormentaba desde… ¿cuánto tiempo atrás? ¿Veinte, treinta años, cuarenta…? ¿Cuándo había comenzado todo aquello?

Recordaba que durante los primeros años el entusiasmo que sentía le había hecho obviar lo que comprobaba sin embargo cada día. Cada vez que hablaba en público sentía que persuadía (a los pocos que lograba persuadir en aquellas épocas), no porque despertara en ellos la pasión y aun mejor, el entendimiento de que sus palabras eran la verdad. Ya entonces se mordía los labios al contemplar las lágrimas, los suspiros, las bocas temblorosas que se quedaban sin palabras con las que replicarle; las manos que se extendían hacia él, buscando tocarlo, comprobar que era un hombre. Lo quemaba su contacto porque comprendía que poco o nada había logrado cambiar en aquellos a los que había, simplemente, conmovido. Lo seguirían, sí, pero no del modo en que él quería que lo hicieran. Lo seguirían sus cuerpos, sus emociones, su devoción extrema que llevaría a muchos a la muerte o a momentos peores que la muerte, pero el entendimiento no. No el entendimiento de sus razones, precisamente aquello que hacía tan fuerte la convicción del anciano. El sentido mismo de su oratoria y de cada una de sus acciones, se repetía en los momentos de mayor amargura, siempre estaría lejos de todos ellos.

Bordearon las orillas del barrio Paludes, demasiado peligroso de noche y de día como para cruzarlo sin armas (el nubio nada le había dicho al anciano de lo que llevaba entre las ropas, una precaución que de todos modos iba a ser insuficiente, definitivamente inútil, si algo sucedía en un lugar como Paludes).

Simeón intentó ayudarlo a subir una cuesta, pero el anciano rechazó disgustado el brazo que se le extendía. Luego recapacitó, suspiró, y antes de subir como pudo aquel repecho, intentó dirigirle una sonrisa al ruborizado muchacho, algo que fuera reconfortante como el beso de la paz, pero no lo logró. No podía.

Detestaba aquellas miradas que le dirigían, la dulzura y simplicidad que empleaban para hablarle, el respeto profundo con que se expresaban ante él. Cuando le preguntaban… aquello le daba asco, no podía evitarlo. Era como si le preguntaran por Apolo, por Mercurio, por Jano, por cualquiera de los huecos dioses de bronce que ornaban las esquinas, los templos, las capillas de las casas de los magnates de la Vía Flaminia. Con la misma credulidad con la que sus padres y ellos mismos se habían inclinado ante cualquier griego mentiroso que les dijera que en Esmirna o en Capadocia se le había aparecido uno de los inmortales (siempre lejos, pues los dioses viven y se manifiestan lejos).

No, no lo había conocido.

No, nunca lo había tratado.

No, no era verdad, jamás había compartido su comida y su bebida.

No, no había escuchado su palabra directamente de sus labios.

Inútil, inútil decirles que todo aquello era nada, no significaba nada, que lo importante era otra cosa. Siempre sería otra cosa.

Ellos querían saber cómo era su cabello.

Hastiado, él mencionaba cómo le habían dicho que era y luego les preguntaba —trataba de inducirlos a preguntarse a sí mismos, como le aseguraban que lo había hecho Sócrates— si que fuera rubio o moreno cambiaba algo. Rápidamente le decían que no, tras un momento de perplejidad, para luego preguntar por su ropa, el tono de su voz, que cómo era de alto.

Sabía que, con paciencia, debía ir induciéndolos a reflexionar sobre otros aspectos de lo que aquél les había enseñado y que, como le había aconsejado hacía ya una eternidad el mismo hombre al que iba a encontrar en esa ciudad ajada, debía aprovechar esa curiosidad infantil de los que se interesaban en las enseñanzas para conducirlos hacia lo importante.

El hombre con el que iba a volver a verse le había recomendado, antes de que se separaran por primera vez (¿hacía ya veinte, treinta, cuarenta años?) que observara, por ejemplo, la paciencia de Mateo, su dulzura, la ternura de su voz, la pacífica calma con la que se dirigía a los demás.

Pero sencillamente él no podía hacer nada semejante. Quería hablar con dulzura y le surgía de la garganta aquella voz áspera y fuerte, la que incluso a su edad todavía era capaz de imponerse a las sumadas de toda una multitud de incrédulos, reducirlos a silencio y obligarlos a escuchar. La voz que había predicado por toda el Asia Menor no estaba hecha para la conversación íntima, la que convence finalmente, delgada y suave como un chorrito de agua que, invencible y persistente, sigue escurriéndose sobre la piedra hasta que abre un hueco en ella y la horada de lado a lado. Petro, el hombre al que iba a ver, tenía ese tipo de voz; él no.

Aquel por quien le preguntaron y le preguntaban lo sabía y había puesto a Petro muy atinadamente al frente de todo. Él jamás había dudado de lo correcto de aquella elección. Él, lo hubiese arruinado todo. No, no estaba hecho como Petro para esperar, organizar, diferir, avanzar despacio, retroceder, insistir, postergar, repetir, reintentar. Él, pesarosamente siempre, hacía mucho que había comprendido que su destino eran las multitudes de incrédulos, la arenga, el látigo de la lengua flameando sobre las conciencias, la fuerza corrosiva de sus afirmaciones que derribaban ídolos, hacía retroceder las costumbres, variar los hábitos que generaciones y generaciones de supersticiosos habían plasmado en el espíritu de sus contemporáneos.

Tanto se concentró en esto, que cuando le indicaron que habían llegado a destino creyó por un momento que iba a ver a Petro de inmediato y se emocionó fuertemente. Aunque Manes le había explicado paso por paso las instrucciones que había recibido directamente de labios de Petro para hacerlo ingresar en la ciudad, que se entrevistaran y luego pudiera partir con seguridad y sin ser detectado (y ello incluía que no se verían la primera noche, sino al día siguiente) todo lo había olvidado al sumergirse en sus mortificaciones, en la rueda de moler sus amarguras. Se sintió desencantado al no ver a Petro, sino a una reverente posadera que les daría de comer en aquel sitio seguro donde debían pasar la noche. Sí, se lo habían dicho, pero de todos modos se sentía desencantado.

Mientras partía el pan volvió a distraerse, pensando en que, después de todo, él en algo se parecía a los que lo amargaban con aquella fe irreflexiva, lo único que le devolvían. Igual que ellos, él se había dejado llevar por sus emociones y, de hecho, lo hacía casi siempre. Cuando se enojaba contra la ingenua credulidad de aquellos a los que había convencido y convertido, ¿no estaba entregándose acaso a una emoción que mucho tenía que ver con la ira, aunque sus razonamientos y meditaciones la amenguaran…? ¿No les había advertido aquél al que invocaban y aquél por el que tantos preguntaban, sobre la ira que nubla el pensamiento y separa a los hombres de los hombres?

Sobre todo lo ofuscaba que le preguntaran por los milagros. Durante todos esos años (¿veinte, treinta y cinco, cuarenta años?) se había visto obligado a narrar lo de los leprosos, lo sucedido con los ciegos, el sábado en que frente a la cripta, según le dijeron, lo vieron salir conduciendo de la mano al que instantes antes estaba muerto. Podía explicar perfectamente todo aquello, pero cuando lo hacía nadie entendía sus palabras. A nadie le importaban entonces sus palabras.

Una fe animal, apenas una fe animal, apenas eso, farfulló.

Mientras mordisqueaba el pan, un buen pan romano como no probaba desde hacía décadas, se dio cuenta de que todos: Manes y Simeón, sentados a la mesa junto a él, la posadera y dos de sus hijos, allí presentes para contemplarlo, lo hacían con una mezcla de estupor e impaciencia.

Lo comprendió enseguida y dejó el pan que había tomado sobre el centro de la mesa. Lo bendijo, agradeció, etcétera.

Comieron en silencio, mientras los niños de la posadera no le sacaban los ojos de encima, llenos de algo semejante pero no igual al temor, algo que les impedía marcharse. Su madre los despachó, pero tuvo que obligarlos a irse.

La posadera los servía atentamente, pero él apreció que sus manos temblaban y que evitaba mirarlo a los ojos. Cuando él le dirigió circunstancialmente la palabra (quería algo más de aceitunas, si era posible), la mujer no pudo más y rompió a llorar, cayendo de rodillas y aferrándole las sandalias. Manes y Simeón estaban conmovidos. Se pusieron de pie y consolaron a la mujer, que sin embargo no quería soltar las sandalias cubiertas de barro. La mujer se retorció y se soltó del cariñoso tironeo de Manes, besando aquellas costras polvorientas, esos pies encallecidos, esos talones sucios por semanas de marcha desde Albania.

El anciano la contempló con pesar, mientras ambos hombres la alzaban en vilo y se la llevaban hacia el interior de la casa.

Haciendo buen uso del tiempo, murmuró en griego, mientras mascaba el último bocado.

El anciano dejó de comer y se quedó con una expresión vacía, contemplando cómo el pan que había bendecido y por el que había agradecido se había vuelto nada más que migajas sobre la mesa revuelta.

El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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Cuando la ficción policial vive en la ficción policial
Por Guillermo Martínez*

Ponencia para St Hilda´s Crime Fiction Weekend, Oxford


En su ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción”, Borges pasa revista a varios momentos que podríamos llamar de “autoreferencia” en la literatura (en el sentido del bucle lógico en que la ficción alude o se refiere a sí misma). Menciona en primer lugar la noche entre las mil y una noches en que Sherezade le relata al sultán su propia historia como cautiva, y que amenaza con iniciar un ciclo infinito:

“Ninguna tan perturbadora como la de la noche 602, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él [el rey] oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también –de monstruoso modo-, a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de Las mil y una noches, ahora infinita y circular…”

A continuación Borges comenta la obra de teatro que se desarrolla en el tercer acto de Hamlet: “Shakespeare erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada –el envenenamiento de un rey- espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones.” Y recuerda un comentario agudo de De Quincey, quien observa que “el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero”.

También, en otro ensayo, “Magias parciales del Quijote”, Borges comenta que “en la realidad, cada novela es un plano ideal; Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro. […] En el sexto capítulo de la primera parte, el cura y el barbero revisan la biblioteca de don Quijote; asombrosamente, uno de los libros examinados es la Galatea de Cervantes… Ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote.”

Y en ese mismo artículo se pregunta:

“¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios.”

En su cuento quizá más célebre, “El aleph”, Borges, ahora como autor de ficción, apela también fugazmente a este recurso cuando, dentro de la famosa enumeración de imágenes que el protagonista distingue en esa esferita llamada Aleph, dice al pasar vi tu cara e involucra abruptamente al lector.

“[…] vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.”

Así, por un fugaz momento, el cuento se sale del plano de la ficción y nos precipita, como lectores, dentro de ese torbellino que es la enumeración del todo, y que, por exhaustiva, debe necesariamente contenernos.

Con un recurso similar, Julio Cortázar, en el cuento “Continuidad de los parques”, imagina a un lector de una novela policial que se sienta en un sillón de terciopelo verde, frente a un jardín. Sumido en la lectura no advierte, en la trama que se desarrolla frente a sus ojos, que el asesino de la novela, el amante de una mujer que quiere eliminar a su esposo, a través de un camino de árboles y en la “continuidad de los parques” llega hasta un jardín idéntico a su jardín y entra con un cuchillo a una sala donde un hombre lee de espaldas en un sillón de terciopelo verde. Cortázar agrega así una variante más a una combinatoria que parecía agotada por Agatha Christie y muestra que en un relato policial también el lector puede ser la víctima.

En todos estos casos, la alusión a una ficción dentro de la ficción tiene el propósito literario de perforar hacia fuera el plano de la ficción, de hacer irrumpir en el mundo que llamamos “real” algo de ese otro mundo creado en las páginas pero en principio, restringido y cautivo en ellas. Si en la realidad, como afirma Borges en su metáfora geométrica, cada novela es un plano ideal, la autoreferencia es un intento de emerger desde ese plano al espacio, como el punto encarcelado en un círculo que fuga “hacia arriba”.

Hay sin embargo al menos otras tres posibles razones o intenciones literarias para aludir a una ficción dentro de la ficción. La primera la proporciona Umberto Eco al pasar en una entrevista. Dice allí que en nuestro tiempo contemporáneo prosaico, desprovisto de la retórica amorosa inflamada que era aceptada y aún esperable en otras épocas, un hombre ya no puede, sin caer en el ridículo, o ser tomado por impostor, decir una frase de amor demasiado “elevada” a una mujer. Pero todavía puede acudir a la cita, jugar el pequeño truco de evocar una línea literaria de un poema, hacer el proceso inverso de ir desde “lo real” al mundo de la literatura, más amplio y hospitalario, donde esa exageración, esa hipérbole puede decirse, para traerla a la conversación en un movimiento anfibio. Ese mismo truco puede hacerse dentro de la novela policial. La novela policial, que requiere en general establecer hechos estrictos, como cartas confiables a la vista, y procede con razonamientos que deben finalmente ajustarse a la lógica de lo real, de lo posible, tiene cierta tensión también en el lenguaje con todo aquello que suene demasiado lírico, “espiritual”, exagerado. El registro de lenguaje de la novela policial difícilmente admite arrebatos poéticos, y predomina cierta sequedad que tiene que ver con la gran cantidad de información que acompaña siempre al desarrollo de un caso. Esta información, que debe ser precisa, o precisamente ambigua, y que comprende procedimientos forenses, detalles de autopsias, de armas o venenos, verificación de horarios y coartadas, desplazamientos, intríngulis legales y testamentarios, no se llevan bien con los entusiasmos líricos. El pacto de lectura de la novela policial no es el de la seducción -o la simétrica seducción del malditismo- de cualquier otra novela, sino la confrontación de inteligencias. Dentro de esa limitación intrínseca del lenguaje, acudir a citas literarias permite, tal como plantea Eco, la posibilidad de hacer respirar otro aire, de infundir belleza y alcanzar, con suerte, otros simbolismos o alguna altura literaria. Así procede Agatha Christie por ejemplo con sus alusiones a las tragedias de Shakespeare dentro de sus novelas, o a las rimas infantiles crueles de la tradición inglesa. Y también Raymond Chandler, a través de personajes lectores, tal como analiza Ricardo Piglia en El último lector. Umberto Eco, en El nombre de la rosa, invierte la proporción y pone los libros y la discusión filosófica en el centro de la escena, como el corazón de la intriga. En cualquier caso, los libros, dentro de una novela policial, permiten la ampliación del registro del lenguaje vía el recurso de la cita.

La segunda intención tiene que ver con la observación de De Quincey: la alusión a una novela policial dentro de una novela policial puede lograr por contraste mayor verosimilitud para ese mundo al fin y al cabo también ficticio que se está narrando. Casi siempre esa cita, o alusión, tiene alguna carga de ironía, de distanciamiento, tal como el mago que muestra el modo en que presentarían cierta ilusión sus colegas del pasado, con trucos burdos, para hacer lo mismo a continuación con magia invisible y “verdadera”. Este efecto de verdad proyectado por la alusión a algo palpablemente del mundo ficcional, de lo ya escrito, encuadernado y hecho libro, y por lo tanto aceptado como “artificio”, recuerda también el efecto de la cámara grúa en el mundo del cine (tal como observa Pablo Maurette en su reciente libro Por qué nos creemos los cuentos). En efecto, el plano grúa, al alejarse y tomar desde arriba la escena, podría revelar los decorados, las cámaras, la silla del director, y lo ficticio del mundo recién representado (y esto se ha hecho muchas veces en el cine). Pero cuando se elige, por el contrario, la continuidad de la ficción, el efecto sobre el espectador es aumentar la sensación de verdad. El mundo hasta recién acotado en ciertos límites, circunscripto a ciertos personajes, a cierta parte de la ciudad, se continúa en esa amplificación, sin fallas ni saltos, hasta donde alcance nuestra vista, hasta confundirse en esa segunda ilusión con algo mucho más amplio, inscripto “naturalmente” en nuestro mundo real. Del mismo modo, la discusión de una novela policial dentro de una novela amplifica hacia fuera el mundo de esa novela, para permitir el ingreso de objetos de “lo real” y tocarnos más de cerca.

La tercera manera en que la ficción policial vive en la ficción policial es a través de la recreación y variación de una trama o una astucia. Dado que la combinatoria de una cierta cantidad de crímenes y otra cierta cantidad de víctimas y sospechosos es siempre finita, la novela policial, por la simple acumulación incesante de títulos, está condenada al eterno retorno de similitudes, deliberadas o inconscientes. Recuerdo que la primera idea que tuve para mi novela Crímenes imperceptibles era ya en sí misma una variación de la idea de Chesterton en su cuento “El signo de la espada rota”. En ese relato hay una pregunta, como un ritornello: “¿Dónde esconder un grano de arena”? En la playa. ¿Dónde esconder la hojita de un árbol? En un bosque.” A partir de esta idea, en el relato de Chesterton un coronel desata una batalla insensata para esconder un único crimen privado en la montaña de cadáveres de soldados y oficiales que quedan en el campo, bajo ese otro gran crimen multitudinario que es la guerra.

Como variación de esta idea recuerdo haber pensado: ¿cómo esconder un crimen recién cometido, en tiempo presente, con la policía en camino? Mi variación fue sumergirlo en una serie de crímenes por venir. Hacerlo pasar como el primer término de una serie trucada. Esconderlo en el futuro como parte de una conjetura suficientemente verosímil.

Incluí dentro de la novela la referencia a este relato de Chesterton, como una manera de reconocer esa primera asociación, pero como el ocultamiento daba lugar a una serie falsa, fue inevitable que la crítica y los lectores también relacionaran Crímenes imperceptibles con otros relatos clásicos alrededor de esta idea: el cuento “La muerte y la brújula”, de Borges y la novela The ABC Murders, de Agatha Christie (El misterio de la guía de ferrocarriles).

También en mi novela Los crímenes de Alicia hay alusión a otras novelas policiales: en la escena en que atropellan a la joven becaria, hay una resonancia -que en algún momento hago explícita- a La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Esta novela inauguró una colección muy famosa de novelas policiales en Argentina, llamada El séptimo círculo, que fue dirigida en su primera época por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En gran parte la visa siempre provisoria de aceptación literaria que tiene el género policial en la Argentina se debe al prestigio de esta colección. Más adelante en mi novela, con respecto al veneno llamado aconitina, hay una referencia a El crimen de Lord Arthur Savile, de Oscar Wilde, e incluso una pesquisa de ese libro en las librerías y la lectura en voz alta de un párrafo. Y también parte de la resolución del crimen tiene que ver con la discusión alrededor de una variante del cuento “Los tres jinetes del Apocalipsis”, de Chesterton, relacionada con la cuestión de cuándo es absurdo y cuándo quizá no “matar al mensajero”. Se menciona también al pasar un relato que leí y me impresionó profundamente en la adolescencia: Si muriera antes de despertar, de William Irish y la frase sardónica de otra novela de Nicholas Blake –¡Oh, envoltura de la muerte!- en que un loro repite: “El veneno es un arma de mujer, el veneno es un arma de mujer.”


Más allá de estas tres intenciones literarias que quise señalar hasta aquí, hay también a veces un efecto imprevisto de lectura sobre el libro que se tomó prestado, en esa nueva vida fugaz, que dura a veces sólo una cita, dentro de otra ficción. Cuando al empezar mi novela Los crímenes de Alicia hice las primeras menciones al mundo de Alicia en el País de las Maravillas, no imaginaba todavía la posibilidad de asemejar las muertes que ocurrirían más adelante en la trama a escenas también angustiosas y amenazantes que aparecen en Wonderland. Pero una vez tomada esa decisión, en cierto punto de la novela, el inspector a cargo de la investigación debe volver a leer ese libro supuestamente infantil desde este punto de vista siniestro, para encontrar pistas de posibles muertes futuras. Puse en él mi sorpresa, cuando encontré en este recuento, en mi propia relectura desde este ángulo, un libro mucho más oscuro de lo que recordaba. Recuerdo, finalmente, que cuando Los crímenes de Alicia apareció en España, se me acercó una señora de un club de lectura para reprocharme, bastante enojada, que después de haber leído mi novela -y enterarse por primera vez de los rumores de pedofilia sobre Carroll- ya nunca podría volver a leer del mismo modo Alicia en el País de las Maravillas. Reconozco que no supe qué decirle: a través de mi ficción, en efecto, algo del ser ambiguo que fue en vida Lewis Carroll había saltado hacia fuera, se había asomado lo suficiente para enturbiar lo que había sido una lectura límpida y feliz de su infancia, que ella creía intocable. Me sentí, como en mi novela, el mensajero que lleva un sobre envenenado, y a quien no es tan mala idea matar antes de que toque a la puerta.

* GUILLERMO MARTÍNEZ nació en Bahía Blanca en 1962. Se doctoró en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires. Posteriormente residió dos años en Oxford. En 1988 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos “Infierno grande” (el cuento que le da título fue publicado por The New Yorker). A su primera novela, Acerca de Roderer, traducida a varios idiomas, la siguieron La mujer del maestro y el ensayo Borges y la matemática. Ganó el Premio Planeta en 2003 con Crímenes imperceptibles, novela traducida a cuarenta idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia con el título Los crímenes de Oxford. En 2007 publicó La muerte lenta de Luciana B., elegida por El Cultural de España entre los diez libros de ese año. En 2011 publicó la novela Yo también tuve una novia bisexual. En 2015 ganó el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con Una felicidad repulsiva. Su reciente novela, La última vez, es una intriga literaria sobre la ambigüedad de la verdad. Publicó además los libros de ensayos La fórmula de la inmortalidad, Gödel para todos (en colaboración con Gustavo Piñeiro) y La razón literaria. En 2019 obtuvo el Premio Nadal (España) por su novela Los crímenes de Alicia.

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