De la caída de la ciudad de Famagusta y de los extraños sucesos que allí ocurrieron
Mariano Ducros
De tanto en tanto, sobre los pesados yelmos que envolvían las sombras de los soldados que caminaban bajo la llovizna, caía la espesa luz de las antorchas, alineadas bajo el muro exterior que protegía el lado sur de la ciudad de Famagusta, último enclave de la Serenísima frente al avance de las fuerzas de Soliman el Magnífico. Era aquí, bajo los muros de la ciudad sitiada, donde se podía encontrar en algunas noches, excepcionalmente y solo por un rato, a musulmanes y cristianos reunidos casi siempre por el interés del dinero, o la sangre. Como ocurre ahora, con estos soldados de infantería turcos, que observan el círculo que lentamente trazan los rivales de un duelo. Frente a ellos, unos arcabuceros venecianos, para contener el nerviosismo, disimuladamente se tiran de los bigotes, con la mano que no sostiene el arma. Una oleada de voces se levanta de tanto en tanto. “Muerte al perro cristiano”, “Muerte al infiel”. Las voces se apagan por un momento y queda solo un murmullo, que inmediatamente es remplazado por otro coro de exclamaciones. “Viva el Capitán”, “Larga vida al león de Damasco”.
Un soldado con la cara y la armadura negras de suciedad, lanza un silbido que se confunde entre el chocar de las armas y las voces para luego desvanecerse en la negrura. El animal, un gigante mastín napolitano, agitando su rosada y húmeda lengua, se acerca con adormilada fidelidad, para tirarse al lado del hombre que guarda las cinco monedas de oro que constituyen la ganancia de la jornada.
Antonio, mientras los duelistas, por un momento, dejan de girar y, inmóviles, toman aliento, acaricia las orejas de Hércules, el mastín. El otro jugador, sentado frente a él, no parece interesado por el resultado de la partida de dados. Se llama El-Kadur. Es un reconocido contrabandista que se ha ganado su prestigio gracias a un genio sutil, tan capaz de anticiparse, en cualquier transacción, a las respuestas de sus clientes, como de ocultar sus propios deseos bajo una distracción adormilada en la cual no tiene poco que ver, su afición por el hachis; sustancia que considera esencial para el buen término de cualquier emprendimiento comercial. Sin embargo, en el rostro del árabe se adivina, en esta ocasión, la marca de una preocupación inequívoca. Su mirada se dirige hacía donde se desarrolla el duelo, aunque desde la distancia y posición en la que está solo puede adivinar las alternativas de la pelea.
Se escucha el ruido de un cuerpo que ha caído. ¿Quien de los dos contrincantes, el capitán cristiano que es conocido por su arrojo como Capitán Tormenta o el gallardo León de Damasco, hijo del Bajá, será el vencedor y quién su victima?
Antonio, de pie, la mano golpeando con suavidad la cabeza del dormido Hércules, no se pierde ningún detalle del combate. Si no estuviera tan absorto con las circunstancias del duelo, quizás se sorprendería ante la mirada que en ese momento le dirige El Kadur. Como si fueran espejos, la mirada del árabe, con un anhelo particular, buscaba en los ojos de Antonio la imagen del ganador. Recién cuando el otro sonríe, El Kadur, sentándose en el suelo comienza a preparar con tranquilidad su pipa de kiff . “Esta vez, El Kadur, ganamos nosotros”. El árabe, después de exhalar una delgada bocanada de humo le contesta: “Cristiano, Ala es el único Dios. Tú y yo no somos ni siquiera su sombra”. Pero Antonio ya se ha acercado al grupo de los arcabuceros venecianos que festejan, lanzando sus gorros al aire.
En el círculo que forman los soldados de ambos bandos y bajo las cabrileantes medias sombras del fuego de las antorchas, se distingue una figura que empuña un hermoso florete mientras a sus pies, enredado en los pliegues de su túnica, el León de Damasco exhorta al capitán veneciano a que ponga fin a su deshonra, matándolo. El vencedor, sin embargo ha dado medía vuelta y se dirige hacia donde lo esperan sus hombres. Le ha perdonado la vida.
Entonces se escucha el disparo.
Hércules se incorpora y trota hacia donde está su amo, quien en ese momento empuña su espada, al igual que los arcabuceros venecianos que rodean a su capitán. Frente a ellos los soldados turcos enarbolan esas espadas curvas llamadas cimitarras. Constituyen un grupo superior en número al de los soldados cristianos, porque cuentan además con la ayuda de un escuadrón de zapadores albaneses e incluso seis o siete jinetes hindúes, que han llegado hace unos día trayendo una imponente dotación de elefantes.
Una nueva confrontación parece inevitable. Antonio busca a El Kadur con la mirada, pero le es imposible encontrarlo. En el horizonte ya asoma en el cielo la pálida claridad del alba, cuando desde el suelo se escucha la poderosa voz del León de Damasco: “¿Es que estoy condenado a comandar una jauría de perros? ¿Así tratamos, nosotros, soldados de Dios, a un valiente?”. Los soldados retroceden, acobardados ante la sombra que se incorpora hasta quedar frente al Capitán Tormenta, quien a su vez tiene que contener con un gesto a los arcabuceros, dispuestos a acabar con cualquiera que atente contra la vida de su querido jefe. “Me conformaría con solo tener uno como vos, entre mis filas, a tener cientos como estos” dice el León de Damasco señalando a sus propios y avergonzados hombres. “Debes saber que – prosiguió el príncipe turco con mirada encendida – cuando lancé este reto, frente a las murallas de esta oscura Famagusta, jamás pensé que podría ser vencido. Pero no me entiendas mal, noble caballero cristiano, ni creas que ha sido esa certeza la que me ha movido al duelo, pues aun sabiendo que podría ser vencido me hubiera enfrentado a vuestra merced, ya que soy tanto señor cortés como soldado esforzado y se gozar la vida como aceptar la muerte”. Y el León de Damasco se acerca todavía un poco más hasta quedar a menos de un metro del Capitán Tormenta ofreciéndole una gentil reverencia: “Por todo esto, noble cristiano, es que espero ansioso el momento en que nuestras espadas se vuelvan a cruzar para honrar así, nuevamente, nuestro común linaje de guerreros”. “Yo así también lo espero” responde el Capitán con igual respeto, pero también con un desliz de singular ironía que solo ha notado el príncipe turco, quien ayudado por sus hombres monta ahora en un bellísimo corcel árabe y parte junto a todo su séquito.
El Capitán Tormenta y sus hombres lo ven alejarse bajo la luz fría y velada del alba. Es entonces cuando Antonio ve desplomarse al Capitán frente a sus hombres, que rápidamente lo recogen y se lo llevan en andas al interior de la ciudad.
Antonio acaricia al mastín detrás de las orejas. A lo lejos, traído por el viento, se escuchan las voces que acompañan el lento desperezarse del campamento turco. Dentro de muy poco volverá a caer sobre Famagusta la metralla de las culebrinas; los zapadores albaneses, con sus hermosas babuchas rojas, volarán las murallas con sus explosivos; y por todas aquellas grietas se colarán entonces los feroces jenízaros de quienes Antonio ha oído decir que se criaban desde chicos tomando la leche amarga de loba que forjaba sus despiadados temperamentos.
Hacía muchos años y en las vísperas de su bautismo de armas, Antonio había visto en un sueño a unos guerreros que vestían túnicas con extraños signos bordados en oro de los cuales solo ellos sabían a través de sus magos y sacerdotes su oculto significado. Blandían sus pesadas y relampagueantes cimitarras. Sus caras eran afiladas. Sus ojos crueles brillaban con un fulgor helado y reían mostrando sus dientes de una blancura sobrenatural.
Cuando Antonio despertó, contó su sueño al resto de la compañía que supo escucharlo en silencio. Al terminar un viejo veterano, acercando sus manos nudosas a las llamas de la fogata sobre la que formaban circulo los hombres, carraspeo y luego de escupir sonoramente dijo:
“Esto que cuentas muchacho no es un sueño. Has visto a los jenízaros. Lo que te ha pasado, nos ha sucedido antes a todos nosotros” Y la mano del soldado abarcó con un solo gesto a los rostros que asentían en silencio. “Los jenízaros siempre se presentan en los sueños de sus enemigos en las vísperas de un combate. Pero no temas, esa maligna y rara magia no los protege de morir en la lucha. Para vencer el miedo que infunden solo precisas tener el brazo fuerte y la cabeza en tu lugar”. Hizo una pausa y miró con malicia al joven soldado “¿Sabes cuál es el lugar de tu cabeza, no, muchacho? Si eso es, sobre tus hombros. Procura que quede ahí, porque sus cimitarras suelen cortarlas con la misma facilidad con la que uno arrancas una manzana”. Antonio sonrió pálido de miedo y el viejo veterano viéndolo, largó una carcajada que fue acompañada a coro por el resto.
Ese día Antonio Jesús de Hita y Balboa vio cómo el mundo se convertía en un remolino. Cuajos de sangre negra, víceras desparramadas, cuerpos desmembrados, giraban envueltos por los gritos e insultos de hombres y bestias en el campo de batalla. En el interior de esa marea ciega, Antonio no tuvo miedo, solo la sensación de que el sueño era este y no el otro. Nunca supo si se había enfrentado con uno de los terribles guerreros que se había anunciado en sus pesadillas. Todo parecía suceder a una velocidad inhumana frente a sus ojos, hasta que un momento sintió que él y la escena de la cual formaba parte se disgregaba como si todo fuera producto de una ilusión o de un conjuro mágico.
La batalla había terminado.
En el campo, los cuerpos eran bultos oscuros y barrosos. Se acercó exhausto hasta donde un grupo hurgaba entre las ropas de uno de los cadáveres. Reconoció entre ellos al veterano quien le guiño un ojo mientras le lanzaba el mango roto de una cimitarra, adornada con los signos que identificaban la procedencia de su dueño. Cuando el grupo se retiró, Antonio se arrodilló ante al cuerpo. El jenízaro tenía una estaca clavada a la altura de su ojo izquierdo. Así, en el silencio que flotaba, era solo otro muerto más. Antonio se levantó y renqueando siguió a sus compañeros.
Aquella noche en el campamento, en los preámbulos de una orgiástica borrachera salpicada por el tufo que venía de la pila de cadáveres amontonados en la sombra y el rezo de los sacerdotes, Antonio volvió a cruzarse con el veterano. Una horrible cicatriz le cruzaba la mitad derecha de su cara y el hombre la portaba como si se tratara de una medalla. Alguien entre los que estaban allí reunidos grito de repente: “Cuzzio, vuelve a contarnos la historia de La Princesaa Latiffa”. Cuzzio, que era el nombre del veterano, se incorporó pesadamente y alzando su pellejo lleno de vino, luego de brindar por la victoria dijo: “De historias nuevas está lleno este mundo. Pero ya que ustedes quieren volver a escuchar ésta que no por sabida deja de ser maravillosa, contaré entonces nuevamente lo que me sucedió siendo sirviente de Don Giovanni De la Corda, duque de la Serenísima y caballero de la Orden de Malta.
“Por aquel tiempo mi señor, por razones que este soldado ignorante desconoce, fue enviado como embajador a la ciudad de Córdoba. La casa que ocupábamos estaba cerca de la Mezquita. Cierta noche alguien golpeó la puerta de la residencia. Salí entonces a recibir al inusual visitante y cual no sería mi sorpresa cuando frente a mi vi a una joven de singular belleza. Vestía ricamente a la manera en que lo hacen las princesas moras. Con voz desfallecida me dijo su nombre: Latiffa. La joven me tomó del brazo y me empujó hacia afuera con la fuerza que da el miedo o con la determinación de alguien que está acostumbrado a ser obedecido. La calle estaba oscura. Había sido raptada junto a su hermana Fátima por unos bandidos que permanecían ocultos en una de las casas cercanas. Ambas eran hijas de un poderoso sultán y los bandidos habían pensado en cobrar un importante rescate, pero el desalmado padre de las princesas se negó a pagarlo, dejando a sus hijas libradas a la infinita bondad de Alá.
“La joven había logrado escapar mientras sus captores dormían y ahora pedía mi auxilio para volver y rescatar a su hermana. Decidí ayudarla. Corrimos a través de una multitud de calles y pasajes desiertos. La luna parecía guiarnos, como si su luz blanca como un hueso dibujara un hilo de plata al que seguíamos, atravesando el laberinto de la ciudad.
“Así llegamos hasta una pequeña puerta. Más allá se abría un túnel entre naranjos, dátiles y flores que llegaba a una escalera. Subimos. La princesa iba delante de mí, pero cuando llegué al piso superior había desparecido. Me encontraba en una gran galería adornada, hasta donde podía ver mis ojos, con bellísimos mosaicos de intrincadas y laboriosas figuras geométricas; unas entrelazadas con otras de tal forma que allí donde se cruzaban dos diseños parecía surgir otro. La visión me produjo un leve mareo.
“Atravezando la galería se llegaba hasta otra escalera que bajaba hasta un patio. En el medio había una fuente de la cual brotaba el cristalino ruido del agua. Una brisa cargada de un perfume dulce y extraño pasó y se disolvió en la quietud de la noche. Creí escuchar un murmullo y pensé que era Lattifa, pero allí no había nadie. Seguí caminando solo iluminado por la luz de la luna. Crucé un arco y más allá divisé un jardín. Unas sombras murmuraban ocultas entre flores y naranjos. Alguien comenzó a tañir un laúd. La melodía era lenta, sensual. Me asomé y oculto en la fronda vi la siguiente escena que recuerdo como si fuera hoy. Había dos músicos; uno era el que ejecutaba el laúd mientras el otro tocaba la flauta arqueando el cuerpo de tal forma que parecía que este fuera el instrumento por el cual brotaba la singular melodía. Pero mi asombro aumentó al ver a cuatro negros y dos mujeres que, tendidos en el suelo, se acariciaban y besaban como si estuvieran ejecutando una danza. Inmediatamente reconocí a una de las mujeres. Era Lattifa. La princesa acariciaba el miembro de uno de los negros hasta que este derramó todo su contenido. Los otros dos hicieron lo mismo entre los gemidos de placer de las dos mujeres. Yo desde luego no permanecía indiferente ante semejante aventura, pero fue entonces cuando la princesa miró exactamente hacia el lugar en el cual permanecía oculto. Sus ojos no eran humanos. Tenían la forma que suelen tener los dragones o las serpientes. Lleno de espanto salí de allí y solo dios sabe cómo, llegué a la casa, donde después de trancar la puerta me tendí en la cama y recé con inusual devoción hasta quedar finalmente dormido.
“Pero mis desgracias no habían concluido allí. Me desperté tarde, extrañado de no haber sido solicitado por el duque que solía comenzar sus actividades muy temprano. Viendo que nadie contestaba cuando llamé a su puerta, decidí ir a sacar agua del pozo. Entre tanto llegó el Padre Silverio, amigo del señor con el cual solían discutir sobre libros y demás erudiciones todas las mañanas. Regresé junto al padre al cuarto del duque y ante la falta de respuesta el padre decidió entrar. Cuál no sería nuestra sorpresa al ver que el duque, sentado en su escritorio y con la cabeza caída sobre uno de sus gruesos cartapacios, estaba muerto. Vi como el padre se acercaba hasta allí y enderezándolo se fijaba en el libro, leyendo con atención y poniéndose luego tan pálido que temí en ese momento tener que lamentar otra desgracia más. Pero el sacerdote cerró el libro con violencia y me pidió que no contara a nadie lo que había visto si quería salvar el alma de mi señor, a lo que yo le conteste que así lo haría. El padre me entregó el libro y me pidió que lo quemara en el brasero. Cuando me disponía a hacerlo vi que en la tapa había dibujado un grupo de hombres y mujeres: dos eran músicos y el resto en confusa unión realizaban el acto que yo había presenciado la noche anterior. Tiré el libro a las llamas.
“Ese mismo día, después de haber dado sepultura a mi antiguo patrón, le conté al Padre Silverio lo que había visto en aquella casa. El padre me escuchó en silenció y cuando terminé dijo que algo él ya sabía, lo cual me extrañó porque esas cosas no son cosas para ser sabidas por curas, y mientras nos despedíamos me dijo que por haber visto aquello de lo que le había hablado debía prometerle que tomaría las armas y seguiría a los Caballeros que luchan por la reconquista de la Tierra Santa, siendo esta la forma para lavar mi alma y mi conciencia de buen cristiano. Le dije que así lo haría, pero que antes quería saber queé era aquello que había leído en aquel libro, a lo que el Padre Silverio, santiguándose, respondió que por el bien de mi alma no podía hacerlo, y solo después de muchos ruegos, y para apaciguar un tanto mi curiosidad, el padre me dijo que lo único que podía revelarme es que el libro se llamaba “Las Cautivas del Jardín de los Perfumes” y que nada más podía decirme; dicho lo cual me dijo adiós, dejándome con el corazón preso de un gran temor, pero también de una gran curiosidad que me persigue hasta hoy…”
Un feroz griterío interrumpió a Cuzzio, el veterano.
Sobresaltados, cada uno saltó sobre sus armas mientras los sargentos corrían para ordenar las tropas. Una avanzada nocturna del enemigo había puesto fin al relato que desapareció como muchos de esos hombres, y como el propio Cuzzio, en la oscura noche del tiempo.
Hércules ladra. El cielo está cubierto de espesas nubes negras y el viento le trae al mastín el olor de la lluvia próxima. Antonio sentado bebe vino de Chipre perdido en sus recuerdos. El zumbido de un grupo de libélulas atrae al perro que comienza a perseguirlas por entre los escombros y los cuerpos agusanados que yacen en las calles de Famagusta. El animal hunde su hocico en las víceras de un caballo dando por olvidadas a las libélulas, que se pierden bajo una pesada cortina de humo negro proveniente de una de las pocas casas que quedan en pie.
Los gritos llenan el aire: “¡A las murallas, a las murallas¡ !Que vienen los turcos!” Hércules, indiferente, sigue masticando la carroña hasta que caen las primeras gotas. Al trote se refugia en el portal semiderruido de la Catedral. Allí se sacude el agua que afuera comienza a caer fuerte y pareja. Una de las hojas del pesado portón de hierro tiene en su parte inferior un agujero, resultado probablemente de los proyectiles que caen día y noche sobre la ciudad, y por allí, arrastrándose, entra el animal. Las galerías laterales del edificio están repletas de barriles de vino y aceitunas; pero sobre todo de cajas abiertas con mosquetes y arcabuces y barriles de pólvora. Un bulto enorme cubierto por infinidad de lonas ocupa a lo largo y a lo alto el vasto espacio de la nave central, iluminado por la luz leve y mortecina de unas antorchas. Bajo la oscilante palidez de esa luz se recortan también las sombras de dos figuras humanas. Hércules se acurruca bajo el pliegue de una de las lonas.
- La herida, duquesa, no es profunda sin embargo…
El que habla es un hombre que, aunque vestido con la ropa de un simple soldado, no puede disimular, por las inflexiones de sus gestos y su discurso, maneras propias de un caballero. Ayuda con delicadeza a quitarse una reluciente armadura a una mujer que bien podría confundirse con un hombre, si no fuera porque, a medida que se va desarmando su atuendo de guerrero, surge en el ovalo perfecto del rostro, gracia de su cuello y demás partes de su cuerpo, las inequívoca belleza de la naturaleza femenina.
-Podría haber muerto en ese combate … -el caballero se atusa el bigote y observa a la mujer con una mirada en la que conviven tanto la admiración cono la galantería-. Recuerde que la naturaleza y el espíritu recorren sendas diferentes…
- ¿Qué quiere decir usted Perpingnam? - dice la duquesa mirándolo de tal forma que el caballero involuntariamente se sobresalta.
- No quise ofenderla. Bien sabe que nunca he dudado de su entereza. Pero es difícil entablar una pelea de igual a igual entre un hombre y una mujer - y agrega con una sonrisa - y es que la propia afirmación, como usted bien ve, constituye un contrasentido en si mismo.
Los ojos chispeantes de la Duquesa se clavan como dardos en Perpingnam mientras se quita la redecilla del pelo que se desborda terso y rubio.
- Ninguna batalla se entabla entre iguales. Recuerde eso mi querido amigo. Porque no hay iguales es que hay batallas.
Y Perpingnam se inclina en una ampulosa reverencia.
Hércules gime y se mueve bajo las lonas.
La duquesa mira a su alrededor.
- Creo haber escuchado algo - dicen tensa.
- No se preocupe usted, Elena - responde el caballero con familiaridad - Nadie sabe que estamos aquí. Nuestros soldados están exhaustos y no llegarán nunca hasta aquí. Y los turcos, aunque por poco tiempo, todavía no son una amenaza dentro de la ciudad.
- Pobre Famagusta, señor Perpingnam. Citiada por tierra y mar. Pero veamos esos planos. ¿Está seguro del funcionamiento del cañón? Es la última posibilidad que tiene Famagusta… y nosotros.
- ¿Seguro? La desesperación es la única seguridad que tenemos, Eleonor. Y recuerde que aquí la posible solución es justamente el problema. Se trata de disparar un arma que tiene el mismo peso y casi el mismo tamaño de una de las torres de estas murallas y que el diámetro de su boca de fuego tiene la amplitud suficiente como para hacer entrar a la vez cinco hombres juntos. Solo el retroceso de la pieza al disparar puede hundir este edificio. No quisiera pensar si algo llega a salir mal con toda esa pólvora… - el caballero mira hacia los barriles alineados en las galerías - Famagusta volaría por el aire.
- Mejor eso a caer en manos de Soliman. En todo caso Perpingnam es nuestra última carta.
El Capitán Tormenta se acomoda sobre uno de los barriles con vino y enciende uno de esos cigarrillos que fuman los turcos y en los cuales el tabaco aromatizado se mezcla con el hachis.
- ¿El cañón ya está perfectamente alineado?
- Si. He usado como referencia la imagen de San Marcos - y el caballero señala un inmenso vitró iluminado con la figura del santo matador de dragones, símbolo de la cristiandad - Por allí debe salir el proyectil en dirección al campamento de Soliman. Justo en el centro, mi querida Eleonor, y el Gran Visir, sus malditos jenízaros y toda la gloria de Ala serán historia. La tierra temblará, mi querida señora, se lo aseguro. No por nada he bautizado esta arma como El Trueno de Dios.
Ahora son los ojos de Perpingnam los que brillan con un fulgor fanático.
- Imagine eso que los hombres de ciencia llaman “cuerpos celestes” cayendo velozmente desde el cielo - Perpingnam se acaricia la perilla que adorna su mentón- Hay algunos antecedentes, duquesa; una historia que si usted quisiera…
- Cuéntemela. Quién sabe si habrá otra oportunidad - dice el Capitan Tormenta mientras exhala el humo del cigarrillo que lentamente se va deshaciendo en el aire.
“Mi abuelo, Auville Perpingnam, tenía una pequeña embarcación que transportaba mercancía desde el Norte de África hasta Marsella. Contrabando sería quizás las palabras exactas; y porque no, muchas veces, piratería, la definitiva. Bajo su mando tenía marineros griegos, españoles y un moro al que había adoptado como una suerte de hijo. Abasim Shabad se llamaba.
Cierto día una furiosa tormenta rompió el timón de El Delfin, que era la nave de mi abuelo, cuando regresaban con un cargamento desde Argelia. El fin parecía inevitable. Fue entonces cuando mi abuelo vio al moro subir velozmente al palo mayo mayor de la nave y entre las olas que amenazaban lanzarlo al fondo del mar, realizar una serie de singulares gestos. Al principio pensó que Abasim había enloquecido, pero luego recordó que el moro le había contado una vez, sin que me abuelo diera mucho crédito a sus palabras, que de niño en su país un astrologo le había enseñado los secretos para dominar los espíritus y las fuerzas que habitan en el océano. Fue mientras pensaba en estas cosas que Auville Perpingnam vio como rápidamente las negras nubes se abrían y surgía una luna redonda y brillante, de un brillo que nunca en su vida había contemplado, a pesar de que tantas veces la había visto en sus viajes, plateando el océano o derramando su luz en la arena de costas salvajes y en el borde de junglas impenetrables…; no, el brillo de esa luna era único. Pero lo que era más extraño aún era que su tamaño aumentaba mientras el viento dejaba de soplar y las aguas se aquietaban a tal punto que el mar parecía un inmenso espejo.
La luna siguió creciendo hasta que, bajo la mirada aterrada de los hombres, ocupó todo el horizonte o para decirlo mejor todo el horizonte parecía ser la luna. Entonces Abasim bajó del palo mayor y acercándose a mi abuelo le dijo señalando hacia el confín: “Debemos ir hacia allá”. El viejo Auville no dudó. Después de arreglar el timón y los demás destrozos que había producido la tormenta tomó el rumbo que le indicaba el moro.
El Delfin se movía aunque ningún viento la impulsaba. Pero ni al capitán ni a su tripulación parecía sorprenderle este hecho; a este porque sabía que en este mundo hay cosas que carecen de una explicación lógica; a los marineros porque aunque intuían que la nave se movía por otras fuerzas que no eran las naturales no podían constatarlo, ya que mi abuelo, temiendo un motín, astutamente los había obligado a vendarse los ojos y agarrarse a los cabos de la nave.
Lentamente mientras el barco se desplazaba por el agua absolutamente inmóvil, y de la que solo se podía decir que se trataba de agua por el temblor de la estela que dejaba a su paso la nave, el capitán vio una mancha oscura en el horizonte blanco y brillante. Abadsim señaló el punto y Auville giró el timón hacia allí. A medida que se acercaban el punto negro se iba agrandando. Se trataba de una entrada, una suerte de pasaje. En un principio parecía tener las dimensiones de una cueva, luego como las puertas que guardan una ciudad, hasta que finalmente frente a ellos se levantó una abertura que podía albergar varios palacios y jardines. Ráfagas de agua y viento caían sobre El Delfin que súbitamente cobró mayor velocidad como si una corriente venida del interior de esa colosal abertura la arrastrará hacia adentro.
La voz de Abadsim resonó en la oscuridad que súbitamente se impuso y lo envolvió todo: “Casa, casa”. Solo se escuchaba el ulular de un viento desconocido. Como si estuvieran en el interior de un túnel, las ráfagas resonaban como truenos, pero ninguna gota llegó a la embarcación como si El Delfin, con las velas hinchadas a punto de reventar, volara con la velocidad de un pájaro. Y entonces, como había llegado la oscuridad se fue. El buen Auville alzó la vista. Sobre la nave había un cielo despejado en el que brillaban las estrellas. El moro sonreía.
Abadsim condujo la nave con una decisión tal que hacía evidente su conocimiento del rumbo a seguir. Al rato uno de los marineros gritó “Tierra a la vista”. A medida que se aproximaban fue recortándose los bordes de la costa, hasta que el capitán Auville, distinguió en el contorno de un paisaje blanqueado y árido, un puerto en el que descansaban otras naves. Cuando se acercaron aún más, tanto el capitán como su tripulación se admiraron de la forma de esas embarcaciones. Tenían la forma de peces gigantes. No tenían cubierta y las velas eran como las alas de un ave desconocida y milenaria.
Un centenar de personas estaban congregadas en el muelle. Llevaban túnicas blancas. Y eran todos altos y extremadamente delgados. Del grupo se destacan un hombre de larga barba y la mujer que lo acompañaba tomada de su mano. Había también un grupo de músicos. Tocaban diversos pífanos, trompas y tambores, pero aunque la ejecución parecía por la viveza de los gestos intensa, no llegaba hasta los oídos de Auville y sus hombres ni un solo sonido. Esto se confirmó cuando el capitán desembarcó. “Nuestra música tiene la pureza del silencio” le dijo Abadsim con una sonrisa a mi abuelo.
El anciano y su mujer se llamaban Kriterio y Selena. Eran el rey y la reina de ese mundo: la luna. Y Abadsim, uno de sus tantos hijos que habían partido a la aventura porque en esta sociedad los jóvenes nobles debían encontrar el conocimiento en lugares desconocidos como parte de su educación. Para hacerlo solían disfrazarse tanto por diversión como por la necesidad de ocultar su naturaleza selenita que los volvía extranjeros en cualquier lugar de la tierra y los ponía siempre en inminente peligro. Cuando Abadsim se sacó el suyo, el moro se convirtió en un joven delgado con sus cejas y su caballera con el mismo color que sus semejantes, completamente blancas.
Muchas jornadas pasó mi abuelo, el capitán Auville, y su gente en ese mundo de la Luna. Durante aquellos días y en honor a los visitantes se realizaron festivales y juegos. Así pudieron deleitarse con el baile de un grupo de doncellas que hacían bailar a sus sombras sobre un lienzo bajo el influjo de una música muda; o la caza de la liebre en la cual los pajes alineados detrás de un cordón de seda debían esperar un día entero, antes de lanzar la preciosa y única flecha que guardaban en sus talíes; flecha que debía dar justo en el corazón de la presa fugitiva.
Un día en la que mi abuelo y Misdabad, que era el verdadero nombre de Abadsim, paseaba a la orilla de un lago, el capitán tomo un pequeño canto rodado de la orilla y tomando impulso la arrojó de forma tal que la piedra rebotara en la superficie. Cuál no sería su sorpresa cuando vio que en cada rebote la piedra incrementaba su tamaño, hasta finalmente convertirse en una roca que se hundió pesadamente en el agua, produciendo una gran columna de agua color esmeralda en la que se columpiaba una ninfa.
Mi abuelo se enamoró instantáneamente de ella. Pero aunque intenso fue un amor fugaz, porque la fugacidad es la naturaleza de estos seres, cuyas delicadas formas y maneras producen la indecible necesidad de poseerlas, siendo que esta misma delicadeza es uno de los rasgos de sus elusivilidad. A mi abuelo solo le quedó el consuelo de descubrir que la belleza es un fantasma que cuando más aparece… también más desparece. También por eso descubrió que en ese reino la pintura era como el silencio de su música: un lienzo tan inmutable y blanco como la superficie de ese mundo. Misdabad lo esclareció definitivamente: “Capitán, nada puede ser mejor que lo que hay. Cualquier otra cosa es un agregado y por eso es siempre una tristeza. Nosotros capitán somos un pueblo feliz”.
El día de la partida, todos se reunieron para despedir a mi abuelo y sus hombres. Los pajes sostenían las bridas de una suerte de enormes hipocampos nerviosos y gallardos; avispas doradas atadas por finos hilos de seda, a los dedos de las doncellas, revoloteaban alrededor de la comitiva real. (Y los músicos improvisaban con tanto entusiasmo que sus frentes resplandecían bañadas por finas gotas de sudor que caían al suelo con un redondo plop, único sonido de esa esforzada ejecución).
Se intercambiaron presentes: un bota de vino por un cuchillo de mango de hielo; una pipa por una armadura blanca con la nieve.
Auville le regaló a la reina Selena un corset de vértebras de ballena.
Entonces ella sonrío y mirando con complicidad a su marido el rey Kriterio, extrajo de una de las amplias mangas de su vestido una cajita negra.
Todo el séquito real enmudeció de repente.
Todos miraban la cajita negra. Una de las doncellas se desmayó. Los hipocampos empezaron a moverse con un nerviosismo evidente. Incluso uno de los marineros de El Delfín llevó involuntariamente su mano a la empuñadura de su cuchillo. La reina comenzó a abrir la cajita y Auville sintió un viento helado que lo recorría y llegaba hasta lo más profundo de su alma. Y la reina Selena miró alternativamente a mi abuelo y aquello que ahora solo podía ver ella y en un instante verían todos. Y extendiendo su mano alcanzó al capitán la cajita negra en la que había…”
Un ruido ensordecedor cae como un rayo sobre la Catedral y sobre el relato de Perpingnam. El vitreaux con la imagen de San Marcos estalla en mil pedazos y una espesa capa de polvo cubre ahora toda la habitación.
Hércules, el mastín napolitano, sube a unas cajas que están allí bajo la lona en la que se ha ocultado. Y con la siguiente detonación, lleno de miedo, salta hasta una cavidad. Camina por allí adentrándose, como si se tratara de una suerte de túnel mientras se siguen sucediendo los estallidos que llegan hasta ahí como ecos lejanos. Se siente seguro allí adentro y se adormece al lado de una forma oscura que le recuerda a una piedra. Afuera las voces han remplazado a las explosiones: “El boquete, por allí… Perpignam… giren el cañón… todo está perdido… A la cuenta de tres… Tres, dos… uno… ¡Fuego!”
Hércules siente la patada. Es una patada como nunca la ha sentido en su larga y maltrecha vida de perro. Es una patada que lo impulsa a través del túnel en una mezcla de aullidos, pelos, fuego y pólvora.
Así Hércules, hijo de Rómulo, mastín de burdeos, nieto de Nerón gran danés del mismísimo Pontífice, y en resumidas cuentas último representante de una larga y sonora dinastía de mastines, al que el tiempo y las circunstancias han empobrecido tanto como para acabar mendigando un hueso y un refugio en el rincón de una ciudad sitiada en los confines del mundo cristiano; así ese mismo Hércules, mientras esta historia termina y su amo, un pobre soldado borracho, duerme la mona y sueña quizás con este mismo relato; así este pobre Hércules se redime de todo este escarnio en un último gesto de expiación y trascendencia; y como si lo viéramos montado en la bala del cañón con la lengua afuera y la felicidad en el cuerpo, atravesando raudo la nave central de la Catedral, y luego la ciudad y más allá las murallas devastadas de la orgullosa Famagusta, para finalmente en elegante parábola ir descendiendo entre las picas de los soldados y cimitarras de los jenízaros; entre los estandartes, los turbantes y las banderas en las que ondea la media luna del poderoso imperio otomano, así Hércules llega a la misma y fastuosa carpa de Solimán el Magnífico, que levanta la vista y dejando a un lado el pedazo de pollo que en este momento devora, señala con su dedo grasiento, gordo y lleno de anillos esa bola de hierro pero también de lengua y belfos ensalivados que cae justo arriba de su cabeza, siendo esta, para Solimán, la última visión que se llevará de este mundo, como así también la última que se llevará el curioso lector que llegara al final de esta historia.
|
Aluxes
Fabiana Galcerán
Bitácora de expedición
Región de Hecelchakán, Yucatán
Viernes, Abril 1º
La caminata se hizo demasiado pesada. Tuve que dejar cosas por el camino y decidir qué sería lo más importante para llevar. Eso desató una guerra interna. El libro sobre pueblos precolombinos era muy pesado. Acaricié su primera página, las palabras de mi padre casi no se leían, estaban borroneadas de tanto leerlas. No importaba, las sabía "de corazón" como dicen los ingleses.
Tuve que apurar el paso, en estas tierras la noche cae de golpe, como para atraparte. Busqué un refugio. Tuve suerte. Encontré una pequeña abertura en una roca, no lo bastante grande como para ser una cueva, pero amplia como para meter la bolsa de dormir. Me acurruqué contra la piedra, que estaba todavía caliente. Antes de quedarme dormida de agotamiento murmuré una pequeña oración por el guía muerto. Tan joven y con problemas del corazón. Pobre diablo. Deberé informar del deceso ni bien llegue al campamento. Espero las autoridades puedan dar con su cuerpo.
Sábado, Abril 2
Llegue al fin, al atardecer. En lugar de encontrar una excavación en movimiento, sólo encontré los vestigios inciertos de un pequeño campamento. La tienda más grande sobrevivió a lo que sea que arrasó con lo demás. Encontré carne ahumada, y muchas latas enterradas en un pozo que hacía las veces de heladera.
Tal vez el doctor Mayola haya ido con un grupo a excavar en algún otro lugar. Tendré que esperar. No comas ansias, diría mi padre. Decidí armar mi propio lugar en la tienda grande, dudo que el doctor se molestara. Coloqué las pocas cosas que logré traer como si fuesen un tesoro junto al saco de dormir, bien lejos de la puerta. Me hice un festín con un poco de carne, arroz que cociné y una botella de Tequila.
Domingo, Abril 3
Reviso las excavaciones con la luz del sol. Una mastaba con una cámara con dibujos cuneiformes, más de lo de siempre: dibujos de Tezcatlipoca, de Quetzalcoatl, un par de Chaac mool. Nada nuevo. Donde estarán los demás. Cuando volverá el doctor. No comas ansias.
Vuelvo desilusionada a la tienda y me preparo para la tormenta. El viento sopla fuerte.
Lunes, Abril 4
El viento sigue soplando, pero la tormenta no viene. Es un viento deshidratado, de sonido constante. Empieza a influir en mi siempre marcado optimismo. El viento y la soledad. Como si anticipara algo, algo que llega, o que concluye, como un suspenso perpetuo que no mengua. El viento me hace escribir estupideces: el viento y la soledad.
Martes, Abril 5
Nadie vuelve, nadie llega. El tiempo se suspende como un paréntesis, como si el mismo día se repitiese una y otra vez.
Para distraerme me atrevo a romper el candado de uno de los baúles de la tienda del doctor.
Con entusiasmo encuentro el hallazgo. Los Aluxes están envueltos en paños de algodón. Son pequeños, de orejas grandes, ojos redondos que presumo fueron hechos hundiendo el pulgar en el barro. Estas figuras solían ser copias de los integrantes del pueblo. Las enterraban para que nadie pudiera jamás abandonar el hogar. Algunos están parados, otros en posición de rezo y otros sentados con las piernas cruzadas. Sus bocas son gruesas con un rictus hacia abajo. Y al darlos vuelta encuentro el signo que confirma mi teoría y por el que el doctor Mayola mandó a llamarme.
Llevo un par a la mesa, enciendo la linterna y con la lupa miro con atención. Mi viaje no fue en vano, la confianza de mi padre en mí tampoco lo fue. El signo "würm" de la cultura clovis está en la base de la estatuilla. Este Aluxe prueba que seres humanos procedentes de Siberia ingresaron al continente americano por el estrecho de Bering y que de alguna forma llegaron hasta aquí. De pronto escucho una risa alegre a lo lejos. ¡Llegaron! Corro hacia afuera, pero no hay nadie. Sólo es mi imaginación. Pienso en la prueba de carbono catorce que probará mi teoría y la del doctor.
Miércoles, Abril 6
El viento sigue sonando. Ni una nube empaña el horizonte.
Como para que las horas pasen empiezo a escribir mi libro.
"Los Aluxes comenzaron siendo un pueblo en el 600 AC, eran de contextura pequeña y rasgos orientales. Vivían en grupos pequeños, en rústicas mastabas que bendecían haciendo pequeñas estatuillas, copias de ellos mismos. Enterraban las figuras para asegurarse de que ninguno del grupo pudiera jamás abandonar el hogar”.
Risas, vuelvo a salir ilusionada. No hay nadie, el viento trae sonidos de la montaña, vestigios del canto de algún pájaro. No comas ansias.
Jueves, Abril 7
Por la noche algo me despierta. Escucho movimientos, corridas, algún susurro. Busco espantada la causa, pero no veo a nadie. Me reprocho haber tomado más tequila del que debía, pero el viento, ese sonido incesante, si al menos tuviera una radio.
Viernes, Abril 8
Alguien robó los Aluxes. Busco huellas, uso los prismáticos. Nada. Solo el polvo que levanta el viento. Alguien robó el logro de mi vida. Alguien me robó los Aluxes. Después de gritar a los cuatro vientos mi desesperación, me dispongo a partir. Ya no tiene sentido quedarme. Encontrarán al ladrón cuando intente vender los aluxes. No te aflijas. No comas ansias.
Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo. Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.
Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.
Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
|
TALLER DE RESTAURACIÓN
Lorena Hidalgo
Y el teléfono que no para de sonar. Dos mensajes de Pablo, uno de su suegra y al menos ocho del chat de mamis del colegio. Demasiadas cosas para solucionar, tan poco tiempo.
Amanda respira profundo.
Contesta los mensajes del teléfono y baja del auto. La dirección que le pasaron coincide con los números en la pared, pero algo la hace dudar: el lugar no parece un taller, sino más bien una vivienda familiar. Busca un timbre inexistente, golpea las manos. Espera una fracción de segundo y pega la vuelta. Vuelvo otro día, piensa.
Sale un hombre —no mayor que ella—, inclina la cabeza para saludar.
—¿Sos el restaurador?
El hombre la mira desde la seguridad de una belleza enraizada. Frota sus manos con un trapo que huele a cera. Amanda observa el movimiento pausado, casi hipnótico. Sacude la cabeza.
—¿Arreglás cualquier cosa?
El hombre estira el trapo, después lo abolla con esmero. Se toma unos segundos para responder.
—Restauro infinidad de cosas —dice—. Siempre y cuando valgan la pena.
Que fanfarrón, piensa Amanda. Mira el teléfono, tiene una hora antes de que cierre la panadería. Si no llega a tiempo, tendrá que escuchar a su suegra, «te dije que yo le hacía la torta al nene».
—Si sos carpintero tengo un par de muebles para traerte.
—Prefiero artesano —dice y la invita a pasar—. Conozca mi trabajo antes de tomar una decisión.
Amanda duda: la torta, la suegra. Los muebles, mejor otro día. Aunque la cena con el jefe de Pablo es la semana próxima, la casa tiene que verse impecable, piensa, y el chat de mamis que se enciende: que si el cumple es a las seis en punto, que si fulanito pasa a buscar a menganito, que si hay pronóstico de lluvia.
Ignora el teléfono y entra al taller.
Abre su bolso —tamaño supermercado— y arroja el aparato entre sobres bancarios, horarios escolares, un planificador, un cierre para cambiar, unas barras de proteína, dos agendas, tres lapiceras, un lápiz, un portacosméticos, y algunos blísteres con analgésicos y antiácidos.
Al levantar la cabeza, Amanda se encuentra con la segunda incongruencia: el espacio es demasiado reducido para la cantidad de muebles que logra contar. Incluso, parecen agregarse objetos a medida que vuelve al principio; ¿o cambian de lugar? Necesito vacaciones, piensa.
Un chico de unos diez años corre por detrás de un torno. Levanta una mano a modo de saludo. ¿De dónde salió?
—Joaquín —dice el hombre sin levantar el tono—. Entre las maquinas no, es peligroso.
El chico disminuye la velocidad y desaparece por una puerta trasera. Amanda observa el lugar: el torno, un banco de trabajo, una especie de prensa y tableros con herramientas colgadas. Un olor a comida casera se mezcla con el de las maderas barnizadas. Desde algún lugar llega el sonido de una conversación de radio, ¿o son voces de una familia?
—Su hijo, supongo —dice Amanda.
—Chicos —sonríe—, nunca son conscientes del peligro.
Amanda tuerce los labios. Piensa en su hijo y en el bendito yeso que arrasó con todo un verano. El hombre deja el trapo sobre una cómoda, endereza la espalda; parece más alto que antes. La estudia como si recién la descubriera. Luego de unos instantes, dice:
—Veamos en qué puedo ayudarla.
—Tengo unas banquetas.
—¿Puedo preguntar en que año nació?
Amanda arquea las cejas. Que desubicado, piensa, me quiere levantar. Sin saber por qué, se quita unos años.
—Soy del 85, ¿eso que tiene que ver?
—Mal año para el cerezo —dice y mueve la cabeza—, mucho bicho. Si fuera del 80.
Amanda supone que está con un pirado que relaciona todo con el oficio. Contiene un insulto. Escucha el sonido del teléfono en el fondo del bolso.
—Cómo te decía, tengo unas banquetas y un.
—Sin embargo, el cerezo es fácil para trabajar —sigue el artesano—. Pulido es precioso, y se oscurece con el tiempo.
Amanda se cruza de brazos. No tengo tiempo para esto, piensa, mejor voy por la torta.
—Disculpá, vuelvo otro día.
El hombre estira una mano, ladea la cabeza. Da una vuelta alrededor de Amanda. Tiene puesto un delantal de cuero, con varios bolsillos. Saca un anotador, un lápiz. Escribe mientras murmura una especie de cálculo. Luego, saca una cinta métrica de otro bolsillo. Da unos pasos hacia ella. Amanda retrocede.
—Estoy algo apurada.
—Ya casi termino, no se preocupe.
—¿Terminás con qué?
Amanda piensa en que ni siquiera empezó a hablar. Abre el bolso, mira el teléfono. La panadería, piensa, la torta, mi suegra y este loco de. El hombre extiende la cinta delante de ella. Tuerce una ceja, dibuja trazos en el aire, asiente con la cabeza.
—Servirá.
—¿De qué hablás? —Amanda levanta el tono, siente la aceleración en el pecho.
Por la puerta del fondo aparece otra vez el chico. Trae una bandeja con una taza y una jarra. Lo sigue una mujer mayor. El niño deja la bandeja sobre una mesa.
—Ya conoce a Joaquín. —El artesano acaricia la cabeza del niño, después señala a la mujer—. Ella es mi madre.
La anciana inclina la cabeza a modo de saludo. Luego, llena la taza con la infusión que estaba en la jarra.
Tiene las manos cuarteadas pero luminosas, como enceradas. Las volutas ascienden por el rostro de la anciana, que cierra los ojos y aspira el perfume frutal. Amanda también lo siente: cerezas.
El artesano señala un sillón.
—Tome asiento, por favor.
—La verdad, no tengo tiempo.
—El tiempo es ilimitado si dejamos de buscarlo.
Amanda titubea, no quiere ser descortés. Mira las grietas en el tapizado del sillón, parece un mueble viejo; sin embargo, las patas son nuevas. Se sienta sin reclinarse.
—¿Antiguos o modernos?
—¿Qué cosa? —Amanda sigue desconcertada.
—Los muebles. —El artesano señala a su alrededor—. ¿Prefiere los muebles antiguos o modernos?
—No lo sé, supongo que los antiguos tienen su encanto. Pero los nuevos, son nuevos ¿no?
Observa el taller. Los muebles tienen cierto orden en el caos, como si se agruparan por estilos. Cómodas francesas, armarios provenzales, un perchero Thonet, espejos barrocos y mesas contemporáneas con patas tan robustas como las de un elefante.
—Además de embellecer un lugar, los muebles cumplen una función. Algunos guardan cosas, otros ofrecen descanso, ¿usted es de guardar mucho?
—Como todo el mundo. —La anciana le acerca una taza, huele exquisito—. Bueno, a lo mejor, un poco más.
—Le gusta el orden —dice el artesano.
Amanda agradece la infusión. A medida que bebe, la espalda se relaja. No hace falta que la anciana le pregunte por el azúcar, está justo como ella lo toma. El calor le abraza el pecho, los recuerdos asoman: la casa de los abuelos, la pasta del domingo, tardes de lluvia y torta fritas.
—Me ocupo de muchas cosas a la vez —dice Amanda—. El orden en mi vida es fundamental.
—Entiendo. Necesita tener todo a mano y en el lugar exacto. Para no perder tiempo, digamos.
—El tiempo es importante. ¿No le parece?
Amanda descubre una media sonrisa en el rostro de la anciana. Luego, el niño agarra la bandeja y ambos desaparecen por donde vinieron. Toma otro sorbo de té, acomoda el cuerpo contra el respaldo, apoya la cabeza. Cierra los ojos por un instante, percibe los sonidos con una intensidad fabulosa: el fluir del agua, el aleteo de una mariposa sobre una lavanda, las agujas de un reloj que se detienen.
El artesano busca una herramienta.
Amanda ni siquiera se da cuenta, su mente está en el primer aniversario con Pablo, en los cumpleaños, en las fiestas escolares, en las juntadas con las amigas de la facultad, en las vacaciones familiares, en las navidades. Tanta gente, piensa, tanta soledad.
El artesano vuelve, se inclina sobre ella.
El formón hace el primer rebaje sobre el brazo de Amanda.
El aroma a cerezo impregna el lugar. Amanda abre los ojos, la taza cae, pero ella sigue inmóvil. Las virutas vuelan y forman un tapiz rojizo en el suelo. El artesano trabaja en silencio, con precisión, sin pausa. Acaricia cada centímetro del cuerpo antes de clavar la herramienta. Busca las vetas, las dibuja con el dedo; luego hunde el bisel en el punto exacto.
Amanda toma forma.
El artesano curva algunas líneas, aplana otras; despliega las manos que huelen a cedro, como si fueran herramientas. De manera meticulosa, tornea las patas, lija la superficie, talla unas hojas de muérdago. La laca natural vuelve a la madera sedosa, el cerezo resplandece como si tuviera luces navideñas.
Después de varias horas, el artesano admira su trabajo. Las sombras cubren el taller, los muebles se acurrucan entre ellos. La tarde se desvanece. Joaquín aparece con un mensaje de la abuela. Satisfecho, el artesano disfruta de una cena en familia. Pero antes, pone un espejo enorme delante de la nueva obra.
De estar todavía ahí, Amanda podrá admirar un bello secreter de estilo moderno. Con incontables cajones —algunos ocultos— y un reloj sin agujas, rodeado de hojas labradas.
También verá un bolso —tamaño supermercado—, apoyado sobre el acabado brillante. Tal vez, si prestas atención, escucharás el sonido incesante de un teléfono en su interior.
|